Si logran hacerse con los cada vez más escasos ejemplares a la venta de Yo necesito amor (Tusquets), la autobiografía de Klaus Kinski, uno de los dopplegängers autónomos y rabiosos de Werner Herzog, podrán disfrutar de pasajes como:
“Hasta aquí me persiguen esos parásitos de escritorzuelos que quieren atiborrarse de mi sangre como garrapatas. Chupópteros, ladrones, saqueadores. Todos quieren escribir libros sobre mí. Quieren deshacerse de la mierda de su estreñimiento intelectual, añadiendo su repugnante toque personal: biografías, filmografías, videografías, reportajes, historietas de cómic, talk-shows y cualquier otra clase de podredumbre surgida de mentes humanas. Después de haber intentado exprimirse para tesis doctorales en las universidades, ahora me utilizan como tema escolar (¿Cómo advertencia para jovencitas?). ¡La universidad de Michigan, en Chicago, me pregunta, a través de mi agente, si quiero pronunciar durante la próxima Semana Santa una conferencia sobre la crucifixión de Jesucristo! ¡Y la sinfónica de Baltimore me pregunta si quiero hablar sobre Beethoven delante de la orquesta durante los intervalos! ¡La universidad no piensa pagarme nada, ya que se trata de Jesucristo! La sinfónica me ofrece 10.000 dólares por diez minutos de charla. Los mando a unos y a otros a la mierda. El ministro de Cultura francés, Jack Lang, me envía a través de la embajada francesa en Los Ángeles la condecoración «Comendador de la Orden del Arte y la Literatura», (¿Qué demonios querrá decir eso?) Por lo que ha hecho por Francia y el resto del mundo ¡Tampoco esta vez adjuntan ningún cheque! ¡Aquí a alguien le falta un tornillo! ¿Qué se habrá creído ese tipo? ¡»Concederme» una baratija como esa! ¡Están todos como una cabra! Le digo a mi agente que devuelva esa porquería grandilocuente.”
O, sin duda, de una de las cumbres de la diarrea cacofónica de la historia de la literatura del siglo XX:
“Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de cabeza a los pies. Su supuesto «talento» consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano a personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablar.”
Y así durante las 416 páginas que ocupa la narración aleatoria tanto en estructura como en temas, saltando de un atracón de sexo con actrices, recepcionistas, madres de niños actores, maîtres o prostitutas a párrafos enteros dedicados al propio Kinski corriendo de un lado a otro gritando babyboy!, el apelativo de su hijo Nanhoi. El libro resulta adictivo, hipnótico, cargante, vertiginoso, como solo puede serlo cualquier historia manipulada y dramatizada sin pudor alguno. Cualquier historia destinada a buscarse y ganarse su público.
En un momento determinado del documental Mi enemigo íntimo, la compilación fílmica de los recuerdos de Herzog sobre su cómplice de fechorías, el director asegura ante la cámara que el propio Kinski le aseguró que el 90% de su autobiografía era pura ficción, que iba a poner a caer de un burro a Herzog porque “la chusma solo quiere oír desgracias”. Conocido de sobras por su insaciable apetito egomaníaco de atención, Kinski deseaba ser leído, plenamente consciente del proceso de retorcimiento al que debía someter los acontecimientos de su propia vida, ya de por sí desmesurada y excesiva, como puede que las costillas rotas de Fernando Rey en el rodaje de El Caballero del Dragón recordasen durante largo tiempo.
Hasta que algún epifánico editor en español fije su atención en el mejor libro sobre Werner Herzog escrito hasta la fecha (Herzog on Herzog, Paul Cronin), no existen líneas en inglés que expresen mejor en menos palabras la esencia del director alemán: “Most of what you`ve heard about Werner Herzog is untrue”. Esta frase es tan acertada para hablar del director y su obra como imprecisa del mismo modo que los acontecimientos protagonizados por el Kinski literario son tan increíbles como los que los testigos aseguran haber presenciado del Kinski de carne y hueso y rabia. Para muestra, un documental, Bells from the deep, la aproximación de Herzog al misticismo ruso a través de un visionario disfrazado de un Jesucristo sacado de Botticelli que afirma ser la segunda encarnación del hijo de Dios. Pero aunque la figura del profeta genere el mismo magnetismo que generan cada uno de los personajes encontrados, retratados y observados en los documentales del director, la secuencia clave de la película aparece justo al final, cuando la voz mesmerizante de Herzog nos narra la leyenda de la ciudad perdida de Kitezh, hundida en las profundidades de un lago helado como resultado de las plegarias de sus habitantes ante la inminente invasión mongola. Se nos asegura que muchos son los peregrinos que habitualmente visitan la zona para tratar de atisbar a través del hielo las figuras de los oradores perpetuos. Pero lo que Herzog se encontró nada más llegar al emplazamiento fue una vasta extensión gélida, prácticamente vacía, con tan solo unos cuantos borrachos tambaleándose por la zona. Kitezh merecía tener sus peregrinos, así que no se le ocurrió otra cosa que pagar a esos borrachos para poder filmarlos tumbados sobre la nieve, con la cara pegada al hielo, fingiendo escuchar el canto sumergido. Nada más lejos de la realidad: como el propio director ha afirmado en más de una ocasión, el borracho al que vemos en aparente estado de meditación se ha quedado dormido mientras el resto trata de mantener el equilibrio entre la nieve y la melopea que llevan encima. ¿Y qué mejor que rematar el documental pidiéndole a un par de amables ex-patinadores olímpicos de la antigua Unión Soviética que pasaban por allí que se deslicen gráciles entre los falsos peregrinos?
Sobra decir lo que cierta corriente del cine documental opina de los métodos de Herzog. Por eso es más interesante citar brevemente una muestra de lo que Herzog opina del Cinema Verité:
“El Cinema Verité confunde los hechos con la verdad y por tanto no hace más que arrojar piedras. No obstante, los hechos poseen a veces un extraño y bizarro poder que convierte su inherente verdad en algo difícil de creer”
“Los directores del Cinema Verité se asemejan a turistas tomando fotos de las viejas ruinas de los hechos.(…) El turismo es un pecado, viajar a pié una virtud.”
Un momento. ¿A qué se refiere con verdad y a qué con hechos? ¿Acaso hace referencia al desconcertante poder visual de las entrevistas rodadas en su más reciente etapa digital? Los asesinos con los que Herzog conversa en Into the Abyss se confunden con el entorno, embutidos en los clásicos monos penitenciarios, enmarcados en encuadres limitados, planos y, de repente, saltamos a secuencias en las que los familiares de las víctimas, de los propios perpetradores del crimen y vecinos varios sobresalen por encima de la imagen en una descarga visual difícil de asimilar. Herzog se permite la licencia de construir estampas inquietantemente atractivas para diálogos terriblemente cargados de dolor. Basta con ver la primera escena, con el reverendo de la penitenciaría destacado sobre el camposanto al que van a parar los restos de los ejecutados en el corredor de la muerte: es hermosamente turbador, tan milimétricamente coherente con la experimentada técnica inquisitiva de Herzog (en cierto momento de la entrevista le pregunta al reverendo por las ardillas con las que se topa mientras juega al golf, lo que inesperadamente desata la emotiva confesión del sacerdote en torno a los condenados a pena capital) que asusta.
Pues bien, ¿qué es verdad entonces?
Tal como sugieren los documentales de Herzog, la verdad para el director no deja de ser aquello que se pierde en lo infilmable, lo que se manifiesta durante y al final de la escena, el rastro fantasmal de cada minuto arrojado contra el ojo, el oído y la mente del espectador. Todo lo demás es artificio. Hasta los hechos puros son vestigios de fabricación. Fíjense en esas pequeñas acciones coreografiadas, en el momento en que la ex-novia de Timothy Treadwell acude a recuperar el reloj del grizzly man y el aparentemente inane gesto del notario aproximándose hasta el cajón donde guarda los restos se convierte en un movimiento descaradamente planificado. Un manifiesto en cada detalle donde Herzog nos recuerda plano tras plano que su propósito es narrar las implicaciones de una historia, no la propia historia, que, como buen manipulador de emociones y estímulos intelectuales (eso que normalmente suele etiquetarse como “creador” o “artista” o como prefieran), es un ficcionalizador, no un periodista de sucesos atado por el principio de veracidad.
Siguiendo un proceso casi simbiótico, el aspecto cada vez más degradado y ornitológico que fue adquiriendo Klaus Kinski tuvo su correspondencia en la evolución cinematográfica y física de Werner Herzog, de un tipo con aspecto de corresponsal de guerra colocándose frente al objetivo para narrar con el gesto concentrado de los reporteros la competición de saltos libres de esquí de El gran éxtasis del escultor de madera Steiner o el concurso de subastadores de ganado en Cuánta madera roería una marmota, a una figura imponente, más relajada y a la par más rotunda en su tono germánico, tan poético como a veces absurdo en contraste con las declaraciones de los entrevistados, ridículo del modo en que la naturaleza ridiculiza a hombres encariñados con bestias que acaban devorándoles. Esa clase de contradicciones, de extremos no tan opuestos como entremezclados, es uno de los grandes logros del cine de la interferencia propuesto por Herzog, un cine documental que nos recuerda el valor de la manipulación genuina, la que va más allá de sus ramificaciones más simplificadas donde la premisa apriorista nutre a los Michael Moore de este mundo. O dicho de otro modo: mientras el documental como soporte de una idea preconcebida parece plantarse como la gran alternativa industrial al cinema verité o a los Callejeros de montaje invisible-pero-no, otro de los grandes regalos del director alemán es la demostración de que la implicación y la intencionalidad no son factores de inevitable pornografía emocional o de inquebrantable posicionamiento político. Su búsqueda del sentido poético no subyuga a los personajes entrevistados a meros instrumentos de la lírica. No por casualidad otros de los puntos del manifiesto herzogiano contra el cinema verité promulga:
“La luna es anodina. La Madre Naturaleza no llama, no habla contigo, aunque de vez en cuando un glaciar se tire pedos. Y no vayas buscando escuchar el Canto de la Vida”
Aún cuando no pocos críticos han creído ver en Herzog reminiscencias de un espíritu teutón de romanticismo abrumado por las fuerzas de la creación, lo cierto es que, no sin descartarlo, quizás también se trate de todo lo contrario. Más que devoción a la crueldad o a la implacabilidad de una selva o de los océanos, una filmografía con Encuentros en el fin del mundo o Diamante Blanco nos habla de esas pequeñas criaturas llamadas seres humanos tratando de comprender por qué emprenden la misma conquista de lo inútil de manera cíclica, Fitzcarraldos obsesionados con atravesar en barco montañas tras las cuales solo hay un desenlace, en el mejor de los casos, tan íntimamente personal que es intransferible e imposible de comunicar.
¿Puede ser esta la enésima herejía moderna? Es difícil romper las normas de la no ficción cuando éstas se dictan al modo expansivo y estimulante del entretenimiento informativo. A fin de cuentas, ¿a quién le apetece ponerse a distinguir verdad de hecho, certidumbre de fabulación cuando, encima, todo obedece a un mismo propósito, a ser los espectadores de una historia tan real como necesariamente controlada para apelar a ese arte tan antiguo como denostado hoy día que es el relato? No una transacción de datos, no el reflejo en pocas líneas o minutos de “lo que sucedió y a quiénes”. El último golpe del alemán se lanza contra el gran tótem contemporáneo del cine como comunicación y la comunicación como esclavo de la (desvirtuada) profesión periodística. Kinski no cuenta su vida, cuenta una vida en la que aparecen restos flotantes de él. Herzog no cuenta que a un tipo se lo comiese un oso o que en la base McMurdo de la Antártida se concentre toda una colección de historias apasionantes. Cuenta lo que él cree que esos personajes tratan de contarnos, en un sentido tan literal, imponiendo su propia voz como traducción condensada de los relatos ajenos que hasta cierto punto puede resultar insultante. Pero a fin de cuentas, es su historia, es su relato, él fue allí con su equipo, él posee el control de cualquier acontecimiento acaecido o por suceder ante sus narices. El cine documental de Herzog es un zarandeo al espectador perezoso. Ésta es la verdad de un director alemán que pasaba por aquí y se paró a curiosear. Si no te gustan los adornos que soportan el conjunto, acércate por tu propio pie. De lo contrario permíteme que te lo relate como más justo me parezca para lo que allí aprendí.
Pola Kinski, primogénita del actor, recientemente presentó sus memorias. Es difícil imaginarlas diferentes al resto de memorias de amigos, conocidos y familiares de ésta o aquella celebridad, moviéndose en círculos cuyo centro magnético, paradójicamente, no son los protagonistas de las autobiografías. Quizá de no haber sido presentadas bajo la contundente declaración de la autora de haber sufrido abusos infantiles por parte de su padre, el libro hubiera quedado relegado a la categoría de anécdota editorial. Sin embargo, Pola Kinski aporta su granito de arena al gran sentido cinematográfico de Herzog, tan grande como demuestra su fusión con la realidad. La hija del actor acusa al padre. Algunos ya se lo esperaban, otros lo encontrarán desgraciadamente creíble, puede que hasta algunos desconfíen. Lo cierto es que no hay por qué dudar de la verdad encerrada en esas palabras. Lo que Pola Kinski quizá sepa o quizá no es que su papel no es diferente al de cualquier otro procesionario de la ortodoxia factual. Para ella, tal vez, Klaus Kinski fuera la hipérbole del mismo tarado monstruoso que tantos otros aseguran haber conocido en vida, y bien en su derecho que está de defender tal cosa. En Mi enemigo íntimo, Herzog entrevista a un extra de Aguirre, la cólera de Dios que a poco estuvo de morir asesinado por Kinski en pleno rodaje, pero también a actrices incapaces de proferir una sola palabra despectiva hacia el actor. Era todo eso y ahora, gracias a nueva información, un potencial pederasta. La montaña de asociaciones se vuelve confusa, complicada de asimilar, los hechos se apilan, lo factual se vuelve inaprensible cuanto más se apodera de nosotros. Por eso la secuencia de cierre del documental condensa mejor que ninguna de las anteriores líneas o citas herzogianas lo que el propio director se plantea a sí mismo y a sus espectadores. Conoció a Kinski con la suficiente profundidad como para convivir día tras día con la maraña de sensaciones contradictorias que le legó en herencia. ¿Cómo poner punto y final a la biografía de semejante individuo? Recordando lo que quieras recordar. El vanidoso, fanfarrón, neurótico, violento, sensible, sátiro, cariñoso, ególatra, fantástico, perverso, cruel, pederasta, emotivo e imbécil Klaus Kinski disfrutando de una simple mariposa posándose entre sus dedos o en su nuca. El derecho privado a buscar algo mejor que la verdad reconociendo que, para fortuna de unos y desgracia de otros, jamás la perderemos de vista.
Isaac Reyes
Leave A Comment