Me preguntaba yo hace poco por qué tenemos que hacer críticas de películas. O de libros, tanto da. Hasta de concursos de tartas, o para ser más exactos de tartas en sí. Criticar por comentar, por decir, “pues esto me ha parecido bien, o mal”. A veces, cuando he tenido que hacer una reseña o una crítica, me he sentido como el aficionado al fútbol que desde la grada le grita a un jugador que corre muy poco mientras se bebe algún líquido ligeramente alcohólico a una temperatura helada. El que corre poco se acaba de hacer una carrera de 30 metros a 34º al sol, y lleva varios meses corriendo. Por supuesto, el entrenador tampoco tiene ni idea, ni el preparador físico, ni el secretario técnico.
Al parecer, un director tampoco tiene ni idea de rodar. Bueno, en el caso de Uwe Boll quizá sea cierto. Tampoco saben lo que hacen los asistentes de dirección, los directores de fotografía, los productores, guionistas, actores, y así hasta una lista de Schindler de gente que aparece en los créditos rescatados del mundo real para participar en algo tan triste como hacer una película. Si ustedes no han visto nunca un rodaje desengáñense, no hay nada menos mágico y más alienante que rodar una película.
Y, en cambio, el espectador eventual que se ve del tirón el filme se siente capacitado para juzgar, valorar y escupir sobre un trabajo de meses, a veces años como en Boyhood, aquello que ellos han opinado desde su sofá, butaca de sala de cine, etc. Por cierto, la de películas que se critican y lo poco que se lee sobre el estado de nuestras salas de cine.
El otro día fui al cine. Eso ya es un acontecimiento en sí habida cuenta de la dudosa relación calidad-precio entre lo que pagas, cómo lo ves y lo que vas a ver. Elegimos La isla mínima por un motivo bien sencillo: es difícil de piratear en alta calidad. De lo cual se deducen dos cosas: no queremos pagar 8 euros por ver una película que no sabes cómo va a salir y por otro lado quieres verla con un mínimo de resolución. La que no ofrecen muchas salas, por cierto.
Una vez salvado el pestazo a palomitas rancias y el juego de miradas habitual con los pocos visitantes de la sala esperando algo tan humano como no tener que compartir los asientos cercanos (mejor incluso si no compartes la fila entera), se hace de noche en la sala. Un efecto bueno de la crisis y la subida de precios es que si vas al cine en invierno tienes asientos para poner abrigos, bolsos y a este paso casi vas a poder ver las películas en ropa interior. Desde aquí una idea a los dueños de salas de cine: pongan salas con sofás, al fin y al cabo van a ir las mismas personas pero la sala parecerá más llena y será más cómoda.
Luego salí de la película con una buena impresión. La misma que me dejó Grupo 7, también de Alberto Rodríguez. La impresión de que es cine sin complejos. Es cine de “vamos a hacer una película, y tenemos este guión, y estos actores y vamos a ponernos a ello”. Y…, ya. Es que no hace falta más. Que sí, que la fotografía es espectacular con esas tomas aéreas de las marismas sevillanas creando una sensación de paraje-sumidero que todo lo devora. Vale, que incluso consigue abstraernos del espacio concreto y, como en True Detective, convierte en protagonista al entorno. Es más, si ustedes quieren les admito que Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez están plenos en su papel.
Bueno, ¿y qué? Quiero decir, la pregunta es por qué debería sorprendernos que La isla mínima funcione. Tenemos un director con buenas ideas y sin complejos, con guión propio (y de Rafael Cobos), una banda sonora acorde y buenas localizaciones. Ya está. Si nos sorprende es precisamente porque estamos muy acostumbrados a los enormes complejos del cine español, a actores empeñados en que el acento sea parte de la película. Ustedes ven precisamente True Detective o Los Soprano y el acento no es protagonista, es lo normal. Un tipo de Isla Mayor no puede hablar como si fuera un actor haciendo de un tipo de Isla Mayor. Y si hay un cazador furtivo que es un buscavidas tiene que ser un tipo espontáneo como Salvador Reina.
Quizá ese haya sido el acierto de La isla mínima y con el que suele atinar Alberto Rodríguez: apenas hay actores que necesiten autobombo. Esa impostura habitual del cine español, antinatural, donde cada gesto parece sacado, copiado, tomado, de un manual, es lo que lleva al aburrimiento y el tedio de nuestro cine. El complejo de “tener que hacer” en vez de “hacer”.
Grupo 7 era grande porque Antonio de la Torre dimensionó toda la película a su imagen y semejanza gracias a un director con el que se entendió perfectamente. Aquí también me surgió una duda, ¿queremos ver personas en el cine o queremos ver actores haciendo de personas?
Creo que acabo de escuchar a alguien pegarse un tiro.
Roland Barthes mencionaba en Mythologies que la contemporaneidad eleva a mito lo cotidiano buscando “desficcionalizar” la vida. Por eso introducimos lo mundanal en lo excepcional. Mi acompañante me preguntó “¿está basado en hechos reales?”, y yo me pregunté a mi vez, “¿y?”. Porque la verdad es que tampoco nos hubiera extrañado dado que algunas de las formas de tortura y asesinato que aparecen ya se produjeron por ejemplo con el crimen de Alcácer.
Que esté basado en hechos reales como indican esos telefilmes de la sobremesa nos ayuda, paradójicamente, a “desficcionalizar” la vida y proyectar las consecuencias terribles que suele tener. Fíjense que ese rótulo suele ser habitual en películas terribles. Nadie pone ese cartel en una comedia. Necesitamos que lo trágico no nos aceche.
Sin embargo, el cine que nos acaba cautivando suele ser el que “ficcionaliza” la realidad, de forma que los actores parezcan personas que están ahí, y aunque sean superhéroes, o policías, o drogadictos, parezca que son personas que pasan por ese trance. Piensen en Lorne Malvo, el personaje que encarna Billy Bob Thorton en Fargo. Me decía mi acompañante “ya no puedo ver a Thorton sin pensar en Malvo”. Y esto es perfectamente comprensible porque llega a hacernos creer que Thorton podría ser tan terrible como Malvo.
El resto está bien. Vayan a verla, qué les va a decir alguien que ha pagado 8 euros por ir al cine.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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