Amadeo Modigliani se mató.
En cierto modo, claro. Recuerdo al profesor Enrique Valdivieso llorando en clase mientras lo relataba. O al menos todos queríamos que llorara mientras veíamos diferentes retratos pintados por Modigliani de cuando vivía en París. Nos contó la vida que llevaba, y la comparó con la de Toulouse-Latrec. “Seguro que el enano follaba”, dijo un compañero de clase, y él respondió “¡caballero! Sepa usted que ni aunque juntáramos su vida y la mía habríamos fornicado tanto como Toulouse-Latrec”.
Hay un cierto deje irónico en el hecho de que a vivir se le llame matarse lentamente. Modigliani no era un “maldito”, porque ser “maldito” no es más que una pose y los “malditos” suelen vivir bastante tiempo. Bukowski murió a los 74 años con el hígado hecho paté. Modigliani murió a los 34 por desconocimiento climático.
El primer día que estuve en París me llovió a cántaros y yo, como buen sevillano, decidí irme a vivir a una ciudad del norte de Europa sin paraguas. ¿Cómo iba yo a pensar que llueve más de diez minutos seguidos en una ciudad? Modigliani era de Livorno, así que debería haberse hecho a la idea de que pulular borracho y quedarse dormido de portal en portal parisino te puede causar una pulmonía de órdago.
No me ha llovido mucho en París para lo que suele llover, pero una vez que estuve de visita con unos amigos nos hizo un frío terrible. Nunca he pasado más frío en París que en aquellos días del final de septiembre de 2010. Siempre que he vuelto he sugerido la posibilidad de visitar el cementerio de Père-Lachaise, el cementerio hipster por excelencia. Wilde, Jim Morrison, un montón de artistas franceses que nadie conoce salvo los profesores de secundaria franceses y por supuesto Modigliani y su sufrida Jeanne Hébuterne.
Tardé tiempo en acordarme que allí residía el cadáver de Modigliani. Coincidió la caída de Lehman Brothers con cierto ímpetu bohemio que me inundó mientras vivía en París. Siempre hay que concederse un tiempo de la vida propia para ser gilipollas. Así que a las pocas semanas iba con mi paraguas con el logotipo del Colegio de España portando un vaso de Starbucks por el cementerio de Montmartre.
Porque yo no sabía que Modigliani estaba enterrado en Père-Lachaise, por si se preguntan qué hacía allí.
Sara me acompañaba como casi siempre. Éramos entretenimiento mutuo para compartir actividades aburridas. Porque no me negarán que pasear por un cementerio un sábado por la mañana salvo si es 1 de noviembre, cuando hay más vivos que muertos en un sitio así, es una actividad que más que bohemia es de un postureo que echa para atrás.
Así que allí estábamos un servidor con su café mocca en vaso de cartón, paraguas promocional y acompañado por una ingeniera informática a quien Modigliani le sonaba a marca de lujo de ropa italiana. Después de una hora y de despreciar la tumba de Edith Piaf, leí en la guía turística que estaba enterrado en Père-Lachaise.
Perseguir la sombra de Modigliani no se me había dado bien. Algo mejor que a Vila-Matas perseguir la de Hébuterne. Tampoco he sentido nunca simpatía por la novia-amante-entretenimiento de un tipo que la trató con la punta del zapato. Vamos, una pareja al uso. Tengan en cuenta que Modigliani murió después de una noche en la que se puso hasta las cejas de todo, se peleó con unos tipos en la calle y llegó tiritando a casa. Murió de meningitis tuberculosa que se sospecha pilló de una mujer de las que solía pintar.
Solía pintar putas, por cierto.
Hébuterne le sostenía la mano mientras moría, embarazada de él. De casi nueve meses. Se suicidó pocos días después. Vivir la vida hizo que murieran en la práctica tres personas. Ante la visita fracasada a la tumba le comenté a Sara que quería ir al 8 de la Rue de la Grande Chaumière, donde vivió Modigliani. Uno piensa cuando visita las casas de los antiguos artistas, sobre todo si han vivido acorde al cliché del bohemio de turno, que va a encontrar allí una especie de espíritu flotante, o que la casa estará en ruinas y podrá acabarse el café moca del Starbucks entre cuadros rotos y sábanas desgastadas.
El 8 de la Rue de la Grande Chaumière es una casa parisina y punto. Con su puerta negra de entrada, y sus ventanas con postigos blancos, y sus seis plantas. “Una casa. Es una casa y ya está”, sentenció Sara que estaba minando mi impostura bohemia. “Es que no se puede ser bohemio estando sobrio y no follando con una puta diferente cada día”, comenté. “¿Qué dices?”, preguntó. Desde aquí un abrazo al motorista que pasó en ese instante y le impidió escuchar mi comentario.
Al final sí que fui a ver a Modigliani, y a Morrison y Wilde a Père-Lachaise algún tiempo después. Un par de semanas, solo y sin vaso de Starbucks. Hay que reconocerle a los franceses lo bien organizado que lo tienen todo. A la entrada del cementerio te indican en un mapa con un código numérico de quién es la tumba de cada uno. Se agradece en un espacio tan grande y teniendo en cuenta que uno viene de atravesar un barrio como el que lo rodea.
A veces, cuando vas a cementerios históricos, se te olvida la clase de barrio que suele rodear a este tipo de sitios. Montparnasse era un barrio de inmigrantes bretones cuando empezaron a poner sus casas alrededor del cementerio. Montmartre un barrio de putas bretonas cuando se fueron a trabajar alrededor de su cementerio. La conclusión es que a los bretones les deben encantar los cementerios.
Ahora los nuevos bretones son los chinos, que pueblan el Distrito XX de París que rodea al cementerio. En Sevilla el cementerio está rodeado de gitanos, a los que suceden oleadas de gitanos portugueses. Sueño con un Congreso Nacional de Culturas que Rodean Cementerios donde chinos, bretones y gitanos pongan en común sus pareceres.
Dentro de Père-Lachaise hay un ambiente de parque temático de la bohemia que en ese momento hizo que echara de menos la existencia de Instagram y Facebook aunque ni el primero existía ni el segundo era algo que yo conociera porque en España casi nadie lo conocía. Es un sitio para hacerte la foto y luego decir “yo he estado ahí”. Como Dachau.
También te hace pensar si la gente quería morir en París, y si quería hacerlo, por qué lo hacían. París es una de esas ciudades en las que todo tiene que ser solemne. Bueno, no, la gente hace que las cosas sean solemnes. Parece que por morirte en París seas menos muerto o algo.
Jim Morrison vivió cerca de donde acabó enterrado, en el 17 de la rue Beautreillis. Tienen ustedes por seguro que yo no deseo en absoluto vivir cerca de donde puedo acabar enterrado en Sevilla. Vivir entre chabolas no acaba de ser de mi gusto. Sin embargo, Morrison parece que fue a París a seguir los pasos de Modigliani. Pero al estilo de los 70, como yo fui a seguirlo al estilo del siglo XXI, sobrio y con un café de una multinacional.
Morrison solía comer en un restaurante Le Beautreillis, que luego perteneció a un serbio que solía poner música de su país y no tenía ni idea de quién era Morrison. Además con Morrison pasa como con muchos post-bohemios, que luego tienen una legión de seguidores post-post-bohemios y post-postmodernos que cargan con camisetas con la cara de su ídolo y un vaso del Starbucks para ir a convertir en sagrado hasta las tejas de la casa de Morrison.
Literalmente.
De hecho el serbio acabó por vender el local harto de los fanáticos morrisianos y el nuevo dueño los echó como la peste. No consumían. El rito, ya se sabe, que a veces da dinero y otras no. Hubo quienes empezaron en un pesebre y han acabado en el Vaticano, fíjense. Nunca hice la ruta de Morrison porque a mí nunca me causó buena impresión su música. Aunque es innegable que si no tienes dos dedos de frente y te quieres sentir un “maldito” es una figura magnífica. Casi como Modigliani. También es frecuente que, conforme van pasando las décadas, las versiones y re-versiones son cafés descafeinados y aguados.
Modigliani bebió y se folló a lo más grande. Serge Gainsbourg también pero un poco menos. Morrison se dedicaba a discutir con su única pareja y beber vino nada más. Se murió como un burgués más en su bañera hasta arriba de la droga de moda.
Yo cogí un resfriado por no tener paraguas y un tic en el ojo por hacer de bohemio con café del Starbucks.
Lo mismo se puede decir de Wilde. De hecho, no deja de ser un tanto irónico que la tumba de los dos esté tan cerca en Père-Lachaise. También es paradójico que un homosexual un tanto misógino, irlandés y de cultura católica tenga su tumba cubierta de labios de mujeres que han dejado allí su huella. Eso me hizo pensar en mientras rodeaba la tumba que la masa suele ser imbécil. Y que la masa luego vota, ojo.
Había una carta en la tumba de Wilde, en francés inferior, así que la entendí perfectamente, aunque luego descubrí que estaba en catalán. Como soy muy tímido no me gusta reconocer que tengo una naturaleza cotilla como todo el mundo. Así que le hice una foto y me retiré de forma un tanto absurda hasta una tumba cualquiera. En el visor digital de la cámara pude leer que era la carta de una chica a un novio con el que había terminado su relación. Agradecía a Wilde que la hubiera consolado en esos días duros.
Imagino que no se habría leído De profundis o estaría ahora mismo compartiendo pareceres con el propio Wilde. Tampoco El retrato de Dorian Gray que te golpea con la revelación inevitable de que la honestidad no es caldo de buen gusto para casi nadie. Seguramente se habría leído un libro de aforismos de Wilde y se habría hecho luego una camiseta con alguna frase.
Actualmente pondrá alguna frase de Wilde en redes sociales. Y ya.
Cuesta mucho encontrar la tumba de Modigliani en Père-Lachaise. Impresiona encontrarla con la inscripción de Hébuterne. “Compagna devota fino all estremo sacrificio”. Hoy, a él, le habrían puesto una orden de alejamiento. Ella seguiría pensando que es el amor de su vida y habría acabado igual.
Muerta.
Era el final del verano de 2007 y el mundo cómodo se estaba agotando. Todos estábamos de un lado a otro presumiendo que se nos venía encima la madre de todas las catástrofes económicas y dejaríamos de pasear vasos de cartón de franquicias de café por cementerios musealizados. Pero, aun así, era una época de cierta coherencia. Sí, aún podías encontrar coherencia porque aún no vivíamos en la incertidumbre.
Bueno, salvo las que tenían novios exnovios, claro.
El gran problema que empezamos a tener todos desde entonces fue la libertad. Sobrevino la crisis, es cierto, la económica. Pero también se acabó llevando por delante una realidad de certezas. En París no éramos libres en aquel tiempo porque todos estábamos allí por algo, con una duración determinada y con unas exigencias concretas. Cuando íbamos a trabajar sabíamos lo que nos iban a pedir. Al final de mes cobrábamos seguro. Éramos el estudiante con una Erasmus, el doctorando en Historia o en Ambientales, la ingeniera informática, etc. Sin embargo, la Era de la Incertidumbre estaba por llegar.
La segunda vez que volví a París ya estaba metido de lleno en aquella incertidumbre. El problema de la libertad es precisamente eso, el vacío. La libertad es un vacío profundo, inmenso. En la libertad absoluta solo existe la nada, porque no hay ni leyes, ni deseos ajenos, ni nada. Últimamente me atormenta unas palabras de Sartre en El ser y la nada: “La voluntad es necesariamente negatividad y potencia de nihilización, si ha de ser libertad. Pero entonces no vemos ya por qué reservarle la autonomía. Mal se conciben, en efecto, esos agujeros de nihilización que serían las voliciones y surgirían en la trama, por lo demás densa y plena, de las pasiones y del «pathos» en general. Si la voluntad es nihilización, es preciso que el conjunto de lo psíquico lo sea también.”
Sartre, el Jim Morrison de los aficionados a la filosofía, por cierto.
Resulta que la libertad es vacío y la voluntad es totalidad. Es decir, que lo que se quiere es aquello que llena el vacío porque se genera un mundo de normas, necesidades, imposiciones, satisfacciones e insatisfacciones. ¿De dónde vendría la incoherencia, pues? De no saber con qué llenar ese vacío.
Conozco mucha gente a la cual la vida le ha cambiado radicalmente durante la crisis. Su vida era un camino de certidumbres casi desde pequeños, caminaban hacia un mundo prefijado. De pronto tuvieron que vérselas con una situación en la cual tenían libertad. Habían adquirido algo que jamás se habían planteado: autonomía. Capacidad para decidir, para tomar decisiones. Es más, tenían que hacerlo porque habían perdido su sustento, su pareja, su familia, su entorno. Es entonces cuando más nos exige la voluntad, o vivimos en el vacío.
La mayoría de los que conozco han elegido el vacío. Nadan en un pozo poco fluido de libertad sin tomar decisiones. Por un hecho fundamental: nos han instalado desde fuera en la incertidumbre y hemos considerado que eso está bien, que vivir en la perenne incertidumbre de no hacer nada es lo que hay que hacer y que las decisiones que se tomen sean para perpetuar ese estado de incertidumbre.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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