Cuando a finales de 1963 el presidente Lyndon B. Johnson planteaba su propio plan de reformas para garantizar el bienestar de la nación, estaba heredando una forma de hacer y entender la política. La “Gran Sociedad”, ese proyecto que atacaba la pobreza individual desde la prosperidad de la postguerra, era un trato, un nuevo intento de refundar el contrato social. Desde Theodore Roosevelt, casi todos los presidentes habían aspirado a componer un nuevo pacto: el trato justo (Square Deal, Fair Deal), el nuevo trato (New Deal), la nueva libertad (New Freedom) y, en 1960, la nueva frontera (New Frontier), definida por Kennedy como “una nueva frontera de oportunidades y peligros desconocidos, de esperanzas no materializadas y amenazadas”. Todos tenían el mismo fin, borrar los errores del pasado y llevar al país a un nuevo renacer. Johnson no fue diferente. Es la mentalidad norteamericana, esa que llama a reinventarse desde el cimiento de los valores después de cada fracaso. La pregunta era cuántas veces podía refundarse una nación sobre los mismos principios.
La puesta en marcha de la Gran Sociedad no se presentaba como algo fácil. Johnson había llegado al Despacho Oval por mandato constitucional como sustituto del asesinado y carismático J. F. Kennedy. En los primeros meses, Johnson tuvo que buscar un espacio propio lejos de la alargada sombra de su predecesor. Tras unos inicios tímidos donde siguió la línea marcada por el propio Kennedy, el presidente Johnson marcó distancias llevando más allá las conquistas sociales. Desde la espinosa gestión de los acontecimientos derivados de la lucha por los derechos civiles y la imposible tarea de combatir la pobreza en el país, Johnson expuso la “Gran Sociedad” con un lenguaje que giraba en torno a la libertad. La empresa incluía iniciativas laborales, educativas, medioambientales y sanitarias dirigidas a atender preocupaciones específicas. Así nacieron la Economic Opportunity Act, que ofrecía planes de empleo, la Higher Education Act o los programas Medicare y Medicaid, destinados a garantizar que ancianos y pobres tuvieran acceso a seguros médicos y asistencia sanitaria. Pero nadie, ni siquiera el presidente de los Estados Unidos, está libre de su época.
En el marco de la Guerra Fría, las doctrinas de Truman y Eisenhower formulaban el compromiso de ayudar a las naciones en lucha contra el comunismo. A ello se sumaba la necesidad de reforzar el estado de seguridad frente a la tecnología armamentística y a la amenaza nuclear. Esta política exterior, además de exigente para el país, tenía un doble filo. En su discurso de despedida, el mismo presidente Eisenhower ya advertía de las dos caras de dicha estrategia internacional: “Solo una ciudadanía alerta e informada puede imponer el correcto engranaje de la enorme maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos de tal modo que la libertad y la seguridad prosperen juntas”[1]. Eisenhower comenzaba a advertir que definir el perfil del país a través del conflicto tenía sus riesgos. El miedo, ese fantasma que crecía por una amenaza insidiosa e indefinida (aunque en parte real) localizada en la Unión Soviética, nutría una identidad construida desde el enfrentamiento y el rechazo al adversario. Se había dicho que el comunismo, antítesis de los valores estadounidenses, podía poner en peligro el mundo y destruir desde el interior toda la grandeza de la nación. El problema llegó cuando el conflicto ponía en entredicho el credo estadounidense por el cual se luchaba. Ese punto de inflexión llegó con la Guerra de Vietnam.
Resultan anecdóticas las encuestas que cuantifican el apoyo de la población a la Guerra de Vietnam. En los primeros momentos de la intervención, las personas que manifestaban públicamente su oposición a la misma apenas era del 0,1%. En 1964 el 85% de los estadounidenses apoyaba abiertamente el conflicto, llegándose al punto más bajo de este porcentaje en noviembre de 1967, cuando “solo” el 58% respaldaba la guerra. En Navidad de ese mismo año, un 60% de la población era partidaria de incrementar la ofensiva. Los datos pueden explicarse de muchas maneras, si bien hay dos datos claves: no hubo una movilización ciudadana tan considerable como en conflictos anteriores y el número de bajas fue pequeño en relación con el número de tropas combatientes en Vietnam[2].
Frente a estos datos, la revista Life calificaba la década como un periodo de “tumulto y de cambio”. La conmoción por la guerra y por los asesinatos del presidente John F. Kennedy, de Martin Luther King y del candidato demócrata Robert Kennedy era innegable, aunque la prensa aún no identificaba ni las causas, ni las fuerzas actuantes, ni las consecuencias. El idealismo de la postguerra no se había borrado aún del imaginario colectivo de los estadounidenses y los medios no se atrevían a reventar la burbuja.
Fue la confluencia de una serie de grupos y proyectos la que propició el surgimiento de una corriente contracultural que discutía el dogma estadounidense. Acrecentada por el impulso reformador de los planes federales y pese a no ser un movimiento cohesionado, esta corriente contracultural consiguió plantear un desafío continuado al Estado y proponer una nueva “gran sociedad” muy distinta a la imaginada por Johnson. En un cauce cultural común a todo el mundo (las revueltas en París, Tokio, Ciudad de México o Praga así lo atestiguan), Vietnam representó para la contracultura norteamericana el desafío más intenso. Estados Unidos no estaba a la altura de los ideales con los que se le identificaba y por los que pedía sacrificio a sus ciudadanos. Quienes integraban la corriente contracultural no estaban dispuestos a morir por una mentira. El conflicto por el que se definía el país había dejado de ser coherente y, por tanto, carecía de sentido.
Los agentes de este movimiento contracultural nacido en los años 60 fueron la llamada “Generación Atormentada”. Eran jóvenes que no habían conocido de primera mano ni la II Guerra Mundial ni la Gran Depresión, personas con clara consciencia de cambio que denunciaban las deficiencias de un sistema en declive. Plantados frente a las contradicciones de riqueza entre las naciones, luchaban contra las injusticias raciales, rebatían la cualidad impersonal de la sociedad mecanizada y rechazaban la violencia. La “Generación Atormentada” sentía que los principios políticos sobre los que se levantaba Estados Unidos les eran ajenos y pedían poder formular sus propias máximas ideológicas en un momento de cambio global. El Estado se les había quedado antiguo. Querían un nuevo contrato.
Las asociaciones de Nueva Izquierda eran, dentro de la amalgama de grupos que constituían la contracultura en Estados Unidos, los más maduros políticamente. Y entre todos sobresalía la Students for a Democratic Society. La SDS transmitía un mensaje serio basado en gran medida en la tradición norteamericana y que giraba en torno a la cuestión de lo que significa ser ciudadano estadounidense. Sus posturas desafiaban los mitos políticos reinantes combinando protestas a favor de los derechos civiles y contra la Guerra Fría. Frente al “declive de la utopía y de la esperanza” que observaban en la sociedad buscaban instaurar “una democracia individual en la que el poder con origen en las posesiones, los privilegios y las circunstancias fuera reemplazado por un poder nacido del amor, la razón y la creatividad”[3]. La visión era, en definitiva, suficientemente poderosa para atraer a personas con elevados valores morales y lo bastante imprecisa como para que resultara aplicable a todo el mundo.
La base filosófica de esta Nueva Izquierda tenía dos ramas fundamentales: el Existencialismo francés y la Escuela de Frankfurt. Sin un corpus filosófico vertebrado por encima de determinadas ideas y actitudes, el existencialismo se encarnaba en las figuras de Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Más coherente y auténtico el primero, más contradictorio y polémico el segundo, amigos los dos hasta que Sartre comenzó a colaborar activamente con el Partido Comunista Francés, ambos formularon un pensamiento que hacía hincapié en la angustia de la existencia humana. Desde la reafirmación de la libertad del hombre (“condenado a ser libre”, decía Sartre), proclamaban un humanismo ateo que estaba comprometido con la acción aun cuando sabían que esta no podían cambiar el mundo. Sin Dios, rechazando la idea (marxista) de una futura sociedad utópica, el existencialismo hablaba de reafirmar y redefinir la libertad humana para adoptar decisiones responsables. El fin no era otro que el de crear una cultura represora que surgiera de la propia libertad del individuo, algo quizás reñido con su propia biología.
Herbert Marcuse fue el “otro” padre de la Nueva Izquierda, aunque él mismo rechazase esta atribución. Abierto a hablar en las propuestas estudiantiles, Marcuse dio una vuelta a la visión de la opresión capitalista certificando la defunción de la clase obrera como consecuencia del estado del bienestar. El obrero, convertido en clase media, ya no estaba alienado por el trabajo sino por la carencia de libertad, por la imposibilidad de tomar libremente sus decisiones en una sociedad post-moderna, post-industrial y radicalmente capitalista. El ser humano, afirmaba el pensador alemán, era incapaz de distinguir entre necesidades reales y ficticias pues su consciencia se había fetichizado. El hombre sufría, en sus palabras, una forma nueva de sumisión más desarrollada y difícil de penetrar, pues sus anhelos, sus sueños y sus valores son impuestos por la sociedad capitalista. La reorientación de este rumbo solo llegaría desde la libertad que conceden el arte y la estética, que permiten al individuo (y por extensión a la sociedad) mantenerse a sí mismo contra el poder público, desplegando una vida realmente deseada y construida desde su persona.
Salvando ideas y grupos políticos, la contracultura estadounidense de los años 60 no hubiese sido nada sin el respaldo social. Un respaldo mayoritario pero sí suficientemente amplio y reivindicativo como para convertirse en una fuerza social actuante. Con una élite cultura adherida a sus significaciones, la contracultura tomó músculo popular con la aparición del movimiento hippie. Corría 1967 cuando la revista Time clasificaba por primera vez al hippie. Todo había comenzado en la celebración del Human Be-In del Golden Gate Park de San Francisco, a la que siguió el Summer of Love, que se extendió a otras ciudades como Boston, Detroit o Newark, donde fue duramente reprimido. El inmovilismo del gobierno de los Estados Unidos en 1968, cuando varios sectores críticos esperaban un giro político, dio mayor fuerza a los hippies, cuya cima estuvo en agosto de 1969, en el icónico Festival de Woodstock. Allí, además estar de Jimi Hendrix, Janis Joplin, Santana, Pink Floyd, Joe Cocker, Joan Baez, The Who o Jefferson Airplane (entre otros), se congregaron 500.000 hippies, 405.000 según la organización. Era el símbolo de que, como había dicho Bob Dylan (el gran ausente de Woodstock), “los tiempos estaban cambiando”. La cuestión era poder determinar hacia dónde.
Los hippies eran, según el número de 7 de julio de 1967 de la revista Time, “la filosofía de una subcultura”. Con antecedentes en los beatnik y en el pensamiento de Allen Ginsberg, los hippies llevaban un modo de vida bohemio que rechazaba el sistema desde la negación del nacionalismo, del capitalismo, del militarismo, de la burguesía y de la burocracia. Adoptaban una sociedad comunitaria que enfatizaba en el ecologismo, la espiritualidad alternativa y un sentido de la colectividad basado en el amor y la paz. Un amor que pregonaban libre, alejado de los tabúes de la religión y de los convencionalismos burgueses. «Si te sienta bien, ¡hazlo!”, rezaba un lema que invitaba a amar a quien fuera, donde fuera y de la forma que fuera, sin culpa ni celos. En medio de la “revolución sexual”, que cuestionaba muchas prohibiciones, se incentivaba la práctica sexual espontánea y experimental (sexo grupal, público, homosexualidad…). Experimentación que también se trasladó a las drogas: el consumo de marihuana, anfetaminas y sobre todo LSD se convirtió en un elemento consustancial al movimiento hippie, como también los fueron los pelos largos, las barbas, las prendas de colores psicodélicos y los sujetadores ardiendo. Y luego estaba la música, con iconos culturales que tocaban rock psicodélico, groove y folk contestatario.
Sin embargo, el movimiento hippie fue más que sexo, drogas y ropa estrafalaria. Fue una forma de revelarse contra la simplicidad del sistema, una experimentación vital que apostó por la simplicidad y se burló del consumismo. Su oposición a la guerra en general y al conflicto de Vietnam en particular supuso un desafío al poder establecido, que acostumbraba a convertir el bien en un concepto patrimonial. La paz y el amor empezaron a plantearse como ideales en la práctica política. El movimiento hippie supuso igualmente un impulso importante para el ecologismo, los colectivos homosexuales y la tolerancia religiosa, y abrió nuevos campos en el arte y la música. De hecho, se puede decir sin pudor que el movimiento hippie contribuyó a los avances sociales en los Estados Unidos.
Al igual que la contracultura estadounidense de los años 60, el movimiento hippie se aplacó pronto, antes de que acabara la Guerra de Vietnam. Nixon, el presidente republicano que gobernaba el año que se celebró Woodstock, no cumplió su promesa de abandonar Vietnam. Al menos no al pie de la letra. Los intentos por hacer prosperar las negociaciones chocaban con hechos como los bombardeos masivos en Vietnam del Norte o la invasión de Camboya, un país neutral. Cuando salió a la luz la masacre de My Lai, ocultada en 1968 por Johnson, Estados Unidos todavía mantenía su presencia en Vietnam. La mutilación y asesinato de 400 civiles desarmados (principalmente mujeres, ancianos y niños) por el ejército norteamericano supuso un enorme golpe en la consciencia de la población estadounidense. Y las noticias de atrocidades no cesaron ahí. Arrinconado por la opinión pública y con el Watergate a punto de explotarle entre las manos, Nixon consiguió a través de Henry Kissinger un acuerdo de paz que ponía fin a la implicación directa de Estados Unidos en Vietnam. Era enero de 1973. Pero la guerra, que no aportaba nada a los americanos (ni siquiera desde el punto de vista geoestratégico), siguió. No fue hasta la primavera de 1975 cuando el gobierno de Vietnam del Sur, sin comunicárselo al presidente Gerald Ford, abandonó el poder, dando vía libre a las tropas del norte. La caída de Saigón, que pasaría a llamarse Ho Chi Ming, y la toma de la embajada de Estados Unidos el 30 de abril de 1975 simbolizaron el verdadero final de la guerra.
Vietnam no fue una simple derrota para los Estados Unidos. My Lai y otros episodios negros de la presencia del ejército estadounidense pusieron sobre la mesa que el gran poder de la nación tenía una enorme capacidad para hacer el bien pero una fuerza igualmente inmersa para destruir. El nacionalismo forjado sobre el poderío militar y la idea de que los Estados Unidos siempre luchaban por la libertad se fue quebrando. Poco a poco se fue despertando la desconfianza hacia la nación. Vietnam parecía confirmar que los Estados Unidos habían perdido el rumbo moral y replanteaba su papel como gran gendarme mundial que lucha contra el comunismo. Con un gasto de 140.000 millones de dólares, el gran gigante industrial y militar de Occidente no había podido alcanzar la victoria. Y el desengaño no se circunscribió únicamente al poder militar y presidencial, sino que se extendió al gobierno y a la propia nación. La guerra había matado la fe de sus ciudadanos en los Estados Unidos.
La desesperanza que abrió la Guerra de Vietnam tuvo continuidad en la descomposición del poder presidencial, con duros golpes como el impeachment de Nixon y el mandato del pusilánime Carter. La Crisis de Petróleo tampoco ayudó a levantar la moral de los estadounidenses, que encontraban pocos motivos de orgullo en una Guerra Fría demasiado larga y exigente. En este punto, los movimientos contrarrevolucionarios de los años 60, casi desaparecidos, fueron incapaces de generar un modelo global alternativo más allá de conquistas concretas. La gran mayoría de los hippies originales se acabaron integrando en el sistema y la versión neo-hippie no iba más allá de la estética, las etiquetas y las sustancias psicotrópicas. La Nueva Izquierda, por otra parte, no encontró hueco en el rígido bipartidismo norteamericano. La contracultura había fracasado como proyecto general. En esas llegaron Reagan y la Nueva Derecha, que desde el miedo a la desintegración y a los peligros extranjeros, sentenciaron que el problema lo constituía el gobierno. El presidente republicano enterró las políticas proteccionistas inauguradas por Theodore Roosevelt y cimentadas por el New Deal de su primo Franklin e inició un programa económico neo-liberal basado en la reducción del gasto público (excepto en Defensa) y en la empresa individual. América recuperaba el orgullo desde otra vía. Aunque eso ya es otra historia… y otro artículo.
Francisco Huesa (@currohuesa)
[1] D. D. Eisenhower: “Farewell Radio and Television Address to the American People”, 17 de enero de 1961.
[2] De los 2,3 millones de soldados que combatieron en Vietnam entre 1963 y 1975 murieron 58.000, el 2,5%. Todavía así, superó en número de bajas a la Guerra de Corea, siendo hasta 1975 el conflicto que más vidas se había cobrado tras las dos guerras mundiales.
[3] GRANT, Susan-Mary: Historia de los Estados Unidos. Madrid, 2014. Pág. 452.
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