De por qué esto no es una crítica de la serie

En medio de la feroz competencia entre las diferentes plataformas digitales, estrellas indiscutibles del mercado del ocio en nuestros días, la ciudad en la que vivo se ha llenado por unos días de ratas doradas y lonas con la imagen de un cráneo huesudo y desdentado. Lo que en la capital del reino ha generado polémica, no sé si por su ubicación en un edificio con valor patrimonial o por su tétrico mensaje (“Ciudadanos de Madrid, la peste está aquí”), en Sevilla ha despertado curiosidad y, en cierto modo, orgullo. Frente a esos tópicos de charanga y pandereta tan explotados más allá de Despeñaperros, la personalidad del sevillano tiene un poso culto basado en la estrecha identificación con su pasado. Pocas ciudades de España tienen una relación tan consciente con su historia como Sevilla. La Hispalis gloriosa que fue puerta y puerto de Indias, la capital comercial del Imperio, aquella nueva Roma triunfante que se dibujaba como la Jerusalén celeste, es una parte imprescindible en la imagen que el sevillano ha construido de sí mismo.

Dentro de esta conexión y de la larga tradición española de exaltar la derrota, el sevillano también se reconoce en el ocaso de su esplendor, en el tenebrismo del definido por los historiadores como “Siglo del Plomo” (en contraposición al concepto de “Siglo de Oro”, más adecuado para la cultura). La caída en ruina de la ciudad durante la centuria del 1600, maquillada por una excelsa producción artística, está tan interiorizada en el espíritu de Sevilla que incluso se permite presumir de su podredumbre, tejiendo una intrincada relación con la muerte donde ésta se celebra y se teme, se busca y se rehuye, se embellece a la vez que se muestra descarnada.

Alberto Rodríguez, sevillano unamuniano[1], ama esta realidad, proyectándola en sus películas. Grupo 7 mostró sin tabúes la cara B de la Exposición Universal e Isla Mínima dibujó una visión de la Transición muy distinta a la narrada por el oficialismo centralista. Con un sentido estético alejado de los faralaes, puso en valor el patrimonio industrial de Sevilla con una intensa escena de persecución sobre los techos de la antigua Fábrica de Artillería y rescató para el público nacional a un artista de la fotografía como Atín Aya. Entre otras muchas cosas. Ahora, bajo el formato de la serie, se sumerge en la oscuridad de la Sevilla del siglo XVI a través de uno de los mayores dramas de la época: la Peste.

No vamos a detenernos en los intríngulis de la serie. Esto no es una crítica ni una reflexión filosófica. Lo que se pretende es profundizar en un periodo histórico fundamental donde la Corona de Castilla y la ciudad de Sevilla eran uno de los centro de influencia más importantes a nivel europeo. La consolidación del capitalismo comercial que había nacido en la Baja Edad Media, el contraste de estructuras sociales donde los estamentos empiezan a ser sacudidos por la riqueza de los nuevos mercaderes y comerciantes que reclamaban un papel sociopolítico acorde con su riqueza, la constante ampliación del ecúmene, la racionalidad científica que avanza a la par que choca con un sentido arraigado de la religiosidad (y, por qué no decirlo, de la superstición)… Dos siglos de transformaciones donde la población, esa que en su inmensa mayoría no dejó en este mundo más que unas anotaciones en un registro parroquial de su nacimiento, su matrimonio y su muerte, luchaba por sobrevivir. Una tarea no tan fácil como puede suponerse en la actualidad.

Explicación para profanos y origen: la plaga de Justiniano

Antes de ahondar en los siglos XVI y XVII debe plantearse una pregunta lógica: ¿Qué es la peste? Sin entrar en complejas explicaciones biológicas, la endobacteria yersinia pestis es un bacilo que produce en el ser humano la peste bubónica, la peste pulmonar y la peste septicémica, manifestaciones diferentes de una misma enfermedad. Zoonosis transmisible al hombre, la peste es una enfermedad de los roedores salvajes que contagia la rata negra doméstica con la colaboración de sus parásitos. El roedor, cuyo nombre científico es rattus rattus y se reproduce con facilidad, habitaba en granjas, almacenes, barcos, mercados y puertos, conviviendo diariamente con las gentes de la época. El contagio entre humanos se produce por la vía indirecta de los parásitos propios o, cuando existen complicaciones neumónicas, por la presencia de gérmenes en el aire respirado. A groso modo, los síntomas son fiebre alta, bubones en axilas, ingles y cuello, pústulas, manchas negruzcas (de ahí lo de peste negra), vómitos, convulsiones y, en la mayor parte de los casos, la muerte[2].

El primer brote de peste documentado (probablemente existieron casos anteriores pero carecemos de constancia documental) se remonta al año 541 d. C. Fuentes primarias como Evagrio Escolástico sitúan su origen en el Este de África, desde donde se extendió hasta Egipto y el Mediterráneo para posteriormente, siguiendo rutas comerciales, viajar por una vía al Centro y Norte de Europa y, por otra, a Oriente Medio, la India y China (donde llego un siglo después). Los testimonios más fidedignos provienen de historiadores del Imperio Bizantino, siendo las cifras confusas y los testimonios desgarradores. El eclesiástico Juan de Éfeso, que describió los síntomas con gran precisión, apuntó que los infectados morían a los dos o tres días de contraer el mal mientras la pandemia se extendía con una velocidad pasmosa por lugares públicos. Los cuerpos sin enterrar se amontonaban en las plazas, fletándose barcos para recogerlos y dejarlos en playas desiertas o arrojarlos al mar. El emperador Justiniano, quien también enfermó según Procopio de Cesarea (aunque viviría para contarlo), mandó abrir fosas comunes, habilitándose cementerios especiales. El caos reinó en Bizancio y la plaga no se contuvo hasta el 543. Sin embargo, sucesivas oleadas llevaron la incidencia de la peste al año 750 d. C. cuando pareció extinguirse… hasta el siglo XIV.

La crisis del siglo XIV y el retorno de la peste

La falta de documentos más allá de lo manifestado por los mencionados Procopio de Cesarea o Evagrio Escolástico, otro superviviente de la peste que perdió a toda su familia por culpa de la pandemia, nos impiden hacer balance numérico de las bajas. No son fiables los números de una era pre-estadística en la cual no existían los censos, debiendo remitirnos a los relatos de la época. Los textos hablan de 5.000, 7.000 y hasta 12.000 víctimas en un solo día, algo imposible de comprobar. Lo que resulta innegable es el terror extendido entre la población, que veía morir a familiares, conocidos y extraños entre terribles sufrimientos, rogando al cielo no correr la misma suerte.

Tampoco tenemos documentos estadísticos de la epidemia de peste del siglo XIV, si bien historiadores de los siglos XX y XXI se han atrevido a hacer estimaciones que pueden servirnos de referencia. J. C. Russell[3] cuantifica en un 25% las pérdidas del brote de 1348 para Inglaterra, fijando el número de muertes para la reaparición de la enfermedad de 1369 en el 22,7% de la población inglesa. Considerando el desigual impacto de la epidemia, con más fuerza zonas urbanas, y las distintas cronologías, se estima que los decesos a nivel europeo podrían haber estado en torno a un tercio de la población total[4], aunque es difícil precisar de qué murió cada cual en el contexto de crisis del siglo XIV. Porque el siglo XIV fue terrorífico.

Aunque la peste se erige como el estandarte de la crisis, impera la reflexión teórica entre los investigadores al abordar sus causas. Parece evidente que la crisis es anterior a la epidemia. En las primeras décadas de la centuria las roturaciones de nuevas tierras se habían detenido y el incremento de la producción agrícola se hallaba estancado. En una economía agraria dependiente del clima, el mal tiempo trajo malas cosechas y, como consecuencia, subida de los precios y hambrunas. La presión fiscal de monarcas y nobles, ansiosos por compensar el descenso de las rentas señoriales con cargas sobre el campesinado, no ayudaron en medio de un estado general de conflicto donde la Guerra de los Cien Años (1337- 1453) tuvo ramificaciones en casi todos los reinos donde las monarquías aún estaban asentándose. Guy Bois[5] enmarca estas causas en la escasa capacidad de evolución del feudalismo, cuya inmovilidad intrínseca había terminado por fosilizar el sistema. Las estructuras de la Plena Edad Media se desmoronaban.

La inclusión de la peste en el rompecabezas de las calamidades del siglo XIV sigue siendo materia de discusión. La ecuación subalimentación-epidemia no está tan clara como solía formularse, instándose por la precaución a la hora de establecer generalidades. La lógica tiende a hacer pensar que la falta de alimentos haría a la población más frágil y, por tanto, más susceptible a contraer males. Por el contrario, Biraben[6] teoriza que tal vez la plaga no atacó a la población debilitada por las hambrunas sino a quienes estaban mejor nutridos, no habiéndose podido rubricar esta tesis. La cuestión meteorológica, con un pequeño cambio climático, pudo igualmente jugar su papel ayudando a las ratas a multiplicarse.

Tampoco está claro el origen de la epidemia. Los testimonios textuales, epigráficos y arqueológicos marcan su inicio en la región de los lagos de Baljash. Desde allí caminó, siguiendo las rutas de Samarcanda, hasta Oriente Próximo y las regiones del Volga y el Don. En 1347 la peste está documentada en la factoría genovesa de Caffa, a la que los mongoles lanzaron con catapultas cadáveres apestados durante un asedio (ríanse de Juego de Tronos). El siguiente destino fueron los puertos del Mar Negro y el Mediterráneo, declarándose la peste en Marsella en día de Todos los Santos de 1347. Luego la contrajeron la Península Itálica, la Península Ibérica, Francia, Inglaterra (finales de 1348), el Mar del Norte y el Báltico (1350).

Lo peor de todo no fue el terrible golpe de 1347 y sus años inmediatos. Ni la situación horripilante donde se mezclaba guerra, enfermedad y hambre. Lo más grave fue que, después de esta visita, la peste se instaló endémicamente en Occidente, sucediéndose con carácter general ataques con una cadencia de alrededor de diez o quince años.

 

Vivir en los siglos XVI y XVII: la vida cotidiana en la España de los Austrias

Se suele cometer el error de extrapolar las realidades presentes al pasado. Entender los siglos XVI y XVII requiere un esfuerzo de contextualización en donde hay que sumergirse en unas condiciones de vida y un imaginario colectivo absolutamente distinto al actual. No tiene sentido comparar el nivel de vida de aquellos dos siglos con el nuestro, como tampoco lo tiene trasladar nuestra idea de progreso rápido y continuo a un periodo donde los niveles demográficos, sociales y de confort se mantuvieron prácticamente igual durante doscientos años. Los datos no mienten.

Con un modelo demográfico de Antiguo Régimen, la natalidad y la mortalidad en la Edad Moderna eran altas, sobre el 40 y el 35 por mil respectivamente. Más significativos aún resultan las cifras que hablan de una mortalidad infantil muy elevada: de cada 100 niños nacidos, 25 morían en el primer año de vida y otro 25 entre los uno y los diecinueve. O lo que es lo mismo, solo 50 alcanzaban los veinte años. Una vez doblado ese cabo, la mortalidad era menor aunque, de todos modos, el hombre y la mujer ya son mayores a los 45 años y siempre estaban expuestos a males y epidemias periódicos.

En cuestiones de matrimonio, ellas se casaban alrededor de los 20 años y ellos de los 24, con diferencias sociales (los reyes esposaban muchachas de 14 años mientras las clases más humildes superaban los 25 años sin pasar por el altar) y frecuente fallecimiento de uno de los cónyuges, especialmente féminas, cuyo deceso durante el parto era más que una posibilidad. Las familias estaban compuestas, según Molinié[7], por 4,3 miembros, teniendo los privilegiados una prole más numerosa. A pesar de lo catastrófico de los números, normalmente había un superávit poblacional contrarrestado por corrientes migratorias y epidemias de excepcional gravedad.

Las diferencias con el mundo de hoy no se limitan a la demografía, afectando a forma de vida. La alimentación contrastaría con nuestras pirámides nutricionales, basándose ésta en el pan, gasto prioritario para la mayoría de la población, definiéndose los grados de pobreza según la cantidad y la calidad del pan consumido. La convicción de que el pan era esencial estaba tan arraigada que había una obsesión por su aprovisionamiento, por lo que eran frecuentes motines en épocas de carestía. La carne era otro alimento fundamental y constituía, junto al vino y el citado pan, la fuente principal de calorías. Y es que el vino no era un vehículo hacia la embriaguez (ni un placer, pues en general era peleón), sino una fuente barata de calorías. Así lo narran unas Ordenanzas de la ciudad de Granada de 1538, que obligan al “padre” de la mancebía a proporcionar diariamente a sus pupilas dos libras de pan, una de carne, un cuartillo de vino con cada comida y, “según la calidad del tiempo”, berzas, berenjenas, lechugas, rábanos o nabos[8] (ahórrense el chiste).

Los hábitos de higiene eran muy deficientes y la falta de agua una realidad difícil de solucionar. Las casas eran lúgubres, carentes de ventilación por la ausencia de cristales. Solo en las moradas más ricas existían los retretes, ya que la mayor parte de la gente vivía en casas de una sola pieza que servía a la vez de habitación, sala de estar y dormitorio. Las personas escrupulosas lo tenían verdaderamente complicado pues las necesidades se hacían en unos orinales altos de barro cuyo contenido se arrojaba a la calle durante la noche, acumulándose las heces y el orín en el recipiente durante todo el día. La limpieza corporal no era bien atendida, es más, algunos la veían con recelo por su relación con las costumbres moriscas (en el siglo XI había en Castilla más afición a bañarse que en el siglo XVI, existiendo una regresión en este aspecto). Incluso en la Corte, figuras destacadas como Luis de Ávila, galeno de Carlos V, llegaron a escribir que el baño destruía las fuerzas del hombre y le quitaba vigor.

Con todo, la descripción de la vida de los siglos XVI y XVII resultaría incompleta sin una alusión a la sociedad de los muertos, tan presentes y activos en la cotidianeidad que formaban una prolongación de esta. La muerte, concebida como un tránsito, era para el individuo un cambio de estado en el cual se respetaban los vínculos anteriores, debiendo ser el nivel de muerte análogo al nivel de vida gozado por el difunto. Las tumbas se ubicaban en lustrosas capillas privadas o panteones en el caso de los nobles y en cementerios parroquiales para la gran masa de fieles. Los muertos estaban, literalmente, insertos en el complejo urbano. La presencia constante de la parca en el transcurrir diario la hacía un motivo recurrente dentro de un imaginario colectivo donde la religión impregnaba todos los actos de la vida. Era un sentimiento sincero, arraigado, difícil de poner en duda, movido por la convicción pero igualmente por la fragilidad de una existencia frágil en constante peligro. Y de todas las amenazas la peor era la peste.

Francisco Huesa (@currohuesa)

[1] Miguel de Unamuno, en una conversación con el poeta y conservador del Alcázar Joaquín Romero Murube, le definió a los sevillanos como “finos y fríos”. Alberto Rodríguez encaja, sin lugar a duda, en esta descripción.

[2] La mortalidad va en función de muchas variables. La primera de ellas es, lógicamente, los avances médicos y de higiene. Según la OMS, en el año 2015 las muertes por peste en el mundo fueron 165, en su mayoría en países africanos. En las epidemias del siglo XIV se estima que el 90 por ciento de los afectados murió, llevándose por delante a un tercio de la población europea.

[3] RUSSELL, J. C.: British Medieval Population. Alburquerque, 1988.

[4] Ermelindo Portela en CLARAMUNT, S.: Historia de la Edad Media. Barcelona, 1999.

[5] BOIS, Guy: Crise de féodalisme. París, 1976.

[6] BIRABEN, J-N: Les hommes et la peste en France et dans les pays européen et mediterranées. París, 1976.

[7] MOLINIÉ, Annie: A través del tiempo: Diccionario de fuentes para la Historia de la Familia. Madrid, 2000.

[8] DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias. Madrid, 2001. Pg. 221.