“Piénselo. Han arrancado el techo a toda Rusia y nosotros, junto con todo el pueblo, nos encontramos a cielo abierto. Y sin que nadie nos controle. ¡La libertad!”. Así de entusiasta explicaba Yuri Andreyévich, el doctor Zhivago, a Larisa Fidoróvna, su amada Lara, el significado de lo que estaba ocurriendo en Rusia aquellos primeros años del siglo XX. Todavía eran jóvenes, se encontraban en Meliúzeyev, él ejercía como médico y ella, la enfermera Antípova, planchaba. La guerra apenas había empezado a golpearles y aún no podían imaginar el inmenso dolor que les aguardaba a ellos y al pueblo ruso.

Años después, cuando ya había triunfado la revolución y los informes oficiales animaban todavía a luchar contra quienes se oponían a la nueva realidad, el doctor se lamentaba: “¡Qué envidiable ceguera! (..) ¿De qué pan hablan, si hace tiempo que no se cosecha trigo? ¿De qué clases acomodadas, de qué especuladores, si los aniquilaron hace tiempo? ¿De qué campesinos, de qué pueblos, si ya no existen? (…) ¿Qué clase de gente hay que ser para delirar año tras año con el mismo ardor febril, que no se enfría, sobre temas inexistentes, y no saber nada, no ver nada a su alrededor?”.

También a la libertad llamaba el himno “Bestias de Inglaterra” de Rebelión en la granja, que vacas, ovejas, perros, patos… todos los animales (“hasta los más estúpidos”, puntualiza el autor, George Orwell) cantaban entusiasmados antes de ser prohibido por los cerdos tras el triunfo de la revolución en la Granja Solariega (que pasó a llamarse Granja Animal) y la expulsión del Señor Jones. El himno animaba a todos los animales, “de todo clima y país” a luchar para liberarse de la tiranía del hombre. Su prohibición (en alusión a la censura) contribuyó a que nadie cuestionase que, sin renunciar oficialmente a la premisa de que todos los animales eran iguales, algunos eran más iguales que otros.

Y hacia ella, hacia la libertad, se dirigía Europa según el viejo revolucionario Nicolás Rubachof, en El cero y el infinito. Desde su celda, encarcelado por aquellos a los que con su lucha había llevado al poder, escribe durante su vigésimo día de cautiverio: “el columpio europeo (…) se puso de nuevo en movimiento. Había abandonado la tiranía alegremente y, con un impulso que parecía irresistible, se lanzaba hacia el cielo azul de la libertad”. Lamentablemente, después de ese primer impulso, se da cuenta años después, “se puso a marchar hacia atrás, con una velocidad continuamente acelerada. Con el mismo ímpetu que para subir, el columpio llevaba a sus pasajeros de la libertad a la tiranía”.

EL ORIGEN DE LA REVOLUCIÓN

Rebelión en la Granja (George Orwell) comienza con la reunión de todos los animales en el establo para escuchar el discurso del Viejo Comandante (un verraco blanco al que se ha identificado tanto con Marx como con Lenin). En él les cuenta que ha tenido un sueño en el que ha comprendido que el hombre es la única criatura que consume sin producir y que cuando los animales se liberen de su tiranía todo el fruto de su trabajo será solo suyo y vivirán felices. Aunque con algunas discrepancias (por ejemplo, la cuestión de si las ratas son o no camaradas) todos los animales coinciden en que el cerdo sabio tiene razón y se preparan para la lucha.

De la organización de la revolución se encargaron los cerdos, especialmente Napoleón (Stalin) y Bola de Nieve (Trotski), que asumieron, asimismo, la difícil tarea de educar a los animales, para lo que resultó fundamental el trabajo del cerdo Chillón (la propaganda). Los discípulos más entusiastas fueron los caballos de tiro, Boxeador (la clase trabajadora) y Trébol. Más reticente se mostró la yegua Marieta (la clase media), que temía perder los privilegios que tenía con el Señor Jones (el zar) y totalmente escéptico el burro Benjamín (los intelectuales). A las dificultades que encontraron los cerdos en su tarea había que añadir la influencia negativa para la revolución que ejercía el cuervo Moisés (la Iglesia ortodoxa), que aseguraba conocer la existencia de un misterioso Monte Caramelo al que iban los animales tras la muerte.

Los orígenes de la revolución también están presentes en El doctor Zhivago (Borís Pasternak). La novela no solo narra la historia de amor de Yuri y Lara en los años en los que la revolución y la guerra civil devastaron Rusia, sino que refleja el entusiasmo y la posterior decepción de quienes abrazaron el ideal marxista y vieron cómo el régimen resultante desvirtuaba todo aquello por lo que habían luchado. También describe el sufrimiento, el hambre, el dolor que padeció el pueblo ruso y la crueldad que puede llegar a mostrar el ser humano con aquellos a los que considera enemigos o, simplemente, diferentes.

En la novela de Pasternak, en los años previos a 1917, Yuri y Lara son apenas unos niños y contemplan los acontecimientos desde la distancia, cada uno desde su mundo, separado por un abismo. En el barrio obrero de Lara, los disturbios de 1905 se vivieron con fervor y tuvieron consecuencias graves para algunos, como el ferroviario Antípov, padre de su futuro marido Pasha, que con los años se convertiría en uno de los líderes revolucionarios más sanguinarios. En cambio, en el hogar de los Gromeko, el de Yuri, en un ambiente desahogado e intelectual, la revolución se limita aún al ámbito de las ideas, al del debate en los salones.

En esos primeros años revolucionarios, Yuri disfruta de conciertos de cámara en su hogar y de fiestas en casa de sus conocidos, mientras Lara vive su drama personal e intenta sobrevivir a la adversidad. Todavía no saben que la guerra va a unirles y que sus destinos, como los de las dos clases sociales que representan, iban a discurrir paralelos y a compartir el dolor a partir de entonces.

LA REVOLUCIÓN DE 1917

Continuando con El doctor Zhivago, durante la I Guerra Mundial (entonces llamada Gran Guerra porque nadie imaginaba que la barbarie se repetiría), Yuri, ya doctor, es enviado al frente, donde encuentra a Lara, que ha ido en busca de su marido y ejerce de enfermera. Junto a ella, en un hospital en Meliúzeyev, recibe la noticia de los disturbios en San Petersburgo de 1917. Vuelve a Moscú y se muestra encantado con lo que está ocurriendo. Lo antiguo estaba dejando paso a lo nuevo, a la revolución, “pero no la idealizada según el pensamiento universitario de 1905, sino la revolución actual nacida de la guerra, sangrienta, una revolución que nada tenía en consideración, liderada por quienes conocían bien esa fuerza de la naturaleza, los bolcheviques”. Una revolución necesaria y justa, desde su punto de vista.

Su entusiasmo no se apaga cuando llega a la ciudad y descubre que su familia ha cedido parte de su casa para poder calentarla. Deben vivir con estrecheces, pero no le importa, porque “en la vida de la gente rica había algo insano. (…) Muebles superfluos y habitaciones superfluas en las casas, delicadeza de sentimientos superflua, expresiones superfluas”. Sin embargo, a su llegada comprueba con dolor que pocos de entre sus amigos de las clases privilegiadas piensan como él. En el hospital siente que se encuentra entre dos aguas, porque los moderados lo consideraban peligroso y quienes tenían ideas políticas más avanzadas no lo encontraban lo suficientemente rojo. Un drama que azotó a gran parte de la ciudadanía rusa.

En octubre de 1917 su tío Kolia, al que admira, le informa de que se están produciendo combates en Moscú. A finales de ese mes lee en una gaceta el comunicado oficial que anuncia la constitución del Consejo de Comisarios del pueblo, la instauración del poder soviético y la implantación de la dictadura del proletariado. “¡Qué magnifica operación quirúrgica! Echar mano del bisturí y extirpar de golpe, artísticamente, los viejos abscesos fétidos”, exclama.

También el momento inmediatamente posterior al triunfo de la revolución, en el que empieza a implantarse un nuevo orden, está descrito en Rebelión en la Granja. Orwell cuenta que una vez expulsado el señor Jones, los animales prevén encargarse de todo por sí mismos. La granja se regiría por siete mandamientos, entre ellos que todos los animales eran iguales y que ninguno mataría a otro animal. Todos trabajaron mucho, especialmente Boxeador, cuyo lema era “trabajaré más duro”, antes de cambiarlo por el de “Napoleón siempre tiene razón”. Así, el primer verano consiguieron grandes éxitos y fueron felices. Cuando comenzaron a surgir las primeras dificultades, los cerdos se encargaron de explicar a los demás lo que debían hacer. Su trabajo era tan importante que se acordó reservar para ellos parte del alimento. También quedaron al cuidado de una camada de perros para su protección (la KGB).

EL SACRIFICIO DEL PUEBLO Y EL HAMBRE DE LOS CAMPESINOS

Siguiendo con Rebelión en la Granja, Bola de Nieve propuso construir un molino, en el que todos trabajaron sin descanso. Sin embargo, una vez terminado fue destruido. Napoleón, que al principio rechazaba enérgicamente el proyecto, culpó de ello a Bola de Nieve, que fue expulsado. Con la ayuda de Chillón, convenció a todos de que había sido idea suya desde el principio, pero que el traidor se la había robado. El proyecto se retomó y los animales comenzaron a trabajar como esclavos, aunque convencidos de que, como lo hacían por su propio beneficio, eran felices.

Los cerdos se mudaron a la casa, donde dormían en camas. Algunos animales creían recordar que aquello estaba prohibido, pero Chillón los convenció de que para los cerdos no lo estaba. Llegó el hambre a la granja, que ocultaron al exterior, y los cerdos confiscaron los huevos a las gallinas, que se rebelaron y fueron ajusticiadas. Las gallinas y otros pequeños animales de la granja representan al campesinado, que conformaba el grueso de la población rusa, más del 80%.

Un invierno especialmente duro, Boxeador cayó enfermo. Había llegado la hora de su feliz y prometida jubilación, pero los cerdos lo enviaron al matadero. El poder soviético sacrificó a su propio pueblo.

En novela de Pasternak, en esos primeros años posrevolucionarios las condiciones de vida del doctor Zhivago y su familia se recrudecen y se ven obligados a abandonar Moscú y partir a Varíkino, en los Urales. Es un momento difícil para el pueblo ruso, él mismo reconoce que la antigua vida y el nuevo orden todavía no coinciden. Durante el largo viaje en tren es testigo del mercadeo ilegal, la devastación de numerosos pueblos, el hambre de los campesinos, la detención de personas inocentes, el cruel castigo impuesto a quienes no entregan su cosecha.

Un cooperativista con quien coincide en el viaje, mucho más escéptico que él sobre las bondades de la revolución, le explica la situación real del campesino ruso: “Por todas partes hay revueltas campesinas, sin pausa. (…) contra los blancos y contra los rojos, depende de quien ostente el poder (…) Cuando la revolución lo despertó, creyó que se cumpliría su sueño secular de una vida autónoma, de existencia anárquica en las granjas con el trabajo de sus propias manos (…) Pero de las garras del antiguo régimen cayó bajo el yugo aún más opresivo del superestado revolucionario”.

Pero Zhivago todavía quiere creer que la revolución va a conducir a Rusia a un destino mejor.

STALIN CONTRA TROSKI Y LAS PURGAS ESTALINISTAS

En la novela de Orwell, corrió el rumor de que Bola de Nieve frecuentaba la Granja por las noches y muchos animales fueron ejecutados por traición, porque confesaron haberse visto con él. “Bestias de Inglaterra” fue prohibido. Había llegado el terror a la Granja.

Los procesos de Moscú de los años 30 y las purgas estalinistas están magistralmente retratados en El cero y el Infinito (Arthur Koestler). La obra describe el encarcelamiento, los interrogatorios y la ejecución de Nicolás Rubachof, que en el pasado había sido uno de los líderes de la revolución y el partido. El propio autor reconoció que el personaje estaba inspirado en sus ideas en Nicolai Bujarin y en su personalidad en León Troski y Karl Radek, todos ellos ajusticiados y asesinados por supuesta traición al Partido y a Stalin.

Por el bien del Comunismo y el Partido, Rubachof había enviado a la muerte a muchos camaradas en sus diferentes misiones en Europa, incluida su secretaria y amante Arlova, y había sido apresado y torturado por los nazis. Ello no impidió que fuera detenido y encarcelado acusado de traición al Partido y haber conspirado para asesinar al Número Uno (Stalin). Por “divergencias políticas”, según explica él mismo.

Desde su celda, la 404, se comunica mediante golpes en la pared con los presos de las contiguas: el de la 402, un contrarrevolucionario al que imagina como un oficial de la corte imperial; y el de la 406, un revolucionario convencido que no dejaba de tararear a golpes “Ariva ciudadanos del mundo” (con su falta de ortografía, como las que estaban presentes en los siete mandamientos de la Granja Animal). Este último llevaba preso 20 años y soñaba con llegar algún día al país de la libertad por el que había luchado, con la certeza de que no se encontraba en él, sino que le habían metido “en el tren que no era”. Aun así, no pierde la esperanza: “No hay por qué desesperarse. Algún día llegaremos ahí”, afirma. Y Rubachof no se atreve a sacarle de su error.

Desde la ventana ve a otros presos en el patio, que poco a poco van siendo torturados y ejecutados acusados de crímenes absurdos, como el de un viejo marino del acorazado Potemkin cuya traición consistía en haber defendido los submarinos de gran tonelaje cuando el Partido y el Número Uno preferían los pequeños.

A él primero lo interroga un amigo de la infancia, Ivanof, que defiende que a las personas como Rubachof no se les puede convencer de nada con violencia, sino que solo la lógica les llevará a recapitular. Ese argumento se utilizó durante años para justificar que toda una generación de dirigentes de la III Internacional se confesaran culpables de todo tipo de acusaciones infundadas, como un sacrificio por el bien del Comunismo por el que habían luchado.

Rubachof recurrió para explicar estas autoinculpaciones a su teoría de la “ficción gramatical”, la diferencia entre el “yo” y el “nosotros”: el ser humano individual no importa, importa la humanidad, y así lo reconocerá la Historia. “La Historia es amoral; a priori no tiene conciencia”, explica Ivanof. El oficial recurre para ilustrarlo a Raskolnikof, protagonista de “Crimen y Castigo”, al que define como “todo un imbécil y un criminal; no porque obre de una manera ilógica al matar a la vieja, sino porque lo hace por su interés personal”. En su opinión, el problema no habría existido si hubiera cometido aquel asesinato por el bien del Partido.

Pero Ivanof también cayó en desgracia y le sustituyó en los interrogatorios Gletkin, partidario de la tortura y la muerte como método de coacción, cuya utilidad compara con la del viviseccionismo en la Medicina. Justifica su postura en que otros países los aldeanos han tenido siglos para adaptarse a la industrialización, pero allí solo han tenido diez años. Por eso, sentencia sin pudor, “si nosotros no los ponemos en la calle o no los fusilamos por la menor minucia, todo el país dejaría de producir”.

Rubachof reconoce que esta reinvención de la premisa de que el fin justifica a los medios no es exclusiva en Europa del régimen soviético, puesto que otros totalitarismos también recorren el continente. Aunque ellos tienen diferentes motivos. “Nosotros hemos sido neomaquiavélicos en nombre de la razón universal: ésta es nuestra grandeza. Otros lo son en nombre de un romanticismo nacional; éste es su anacronismo”. Y se muestra convencido de que la Historia solo les absolverá a ellos. Quizá por ese motivo, finalmente decide aceptar la confesión que sus interrogadores le han fabricado y que le lleva directamente a la muerte. Porque, como le reconoce a su vecino de la celda 402, “el honor es saber ser útil sin vanidad”.

LA GUERRA CIVIL

Al triunfo soviético de 1917 siguió una cruenta guerra civil. En esos años, en los Urales, el doctor Zhivago comienza a comprender que el resultado de la revolución dista mucho del que todos esperaban, aunque aún trata de justificarlo: “Si los potentados de la revolución son terribles no es porque sean malhechores, sino porque son mecanismos sin dirección, como una locomotora descarrillada”.

Sin embargo, poco después es secuestrado por los partisanos, que necesitan un médico entre sus filas, y poco a poco se va convenciendo del sinsentido de muchos de sus argumentos. Estando con ellos dispara por primera vez a una persona, a un joven soldado blanco, y le sorprende comprobar que su rostro, igual que el del resto de aquellos supuestos enemigos, le resultaba familiar: le recordaba a sus viejos compañeros de estudios.

Cuando el ejército rojo consigue someter al blanco de Kolchak, Zhivago logra huir y vuelve a Yuriatin, donde es feliz junto a Lara pero vive con miedo. En esos años muchos ciudadanos son arrestados y todos son sospechosos de ser anticomunistas. La pareja huye a Varíkino, a vivir entre lobos, que infunden menos temor que algunos hombres. Pero ni siquiera allí están seguros y deben separarse.

Yuri Zhivago vuelve a Moscú en 1922, cuando comenzaba la NEP (Nueva Política Económica). Su familia ha sido expulsada de Rusia y él apenas es la sombra del hombre que fue. La vida se le va escapando poco a poco hasta que al final le abandona, y solo después de su muerte vuelve Lara. Poco después ella es detenida. La hija de ambos crece como una niña sin padres y es testigo desde niña de ese dolor y crueldad que los padres de la revolución han dejado en herencia a Rusia.

ROJOS CONTRA BLANCOS

En Rebelión en la Granja, la incapacidad del Señor Jones, que había sido un buen granjero pero en los últimos tiempos bebía demasiado, facilitó el camino a la rebelión. Esa misma incapacidad se la atribuye al zar el Doctor Zhivago, que afirma haberlo visto en el frente y decía de él: “El zar inspiraba pena (…) y era horrible pensar que semejante reserva temerosa y timidez pudieran constituir la esencia del opresor, que con esa debilidad se pudiese condenar e indultar, encadenar y absolver”.

Sin embargo, una parte importante de la sociedad puso en aquel hombre y la institución que representaba todas sus esperanzas. Sus intereses los defendió el Ejército Blanco.

En La guardia blanca (Mijaíl Bulgákov), Alexei Turbín, el mayor de los hermanos de la familia protagonista, tiene muchas cosas en común con el doctor Zhivago de Pasternak. Ambos eran médicos y ambos habían  participado en la I Guerra Mundial, en el caso de Turbín en el regimiento de húsares de Belgrado. También los dos habían tenido infancias felices, el primero en Kiev (la Ciudad, en la obra de Bulgákov), y el segundo en Moscú, y habían ido a la universidad. Pero les separa un abismo ideológico. Zhivago está convencido de la necesidad de la revolución, mientras que Turbín se declara monárquico convencido. “Ni siquiera puedo soportar la palabra socialista”, confiesa.

En La guardia blanca, Bulgákov narra la historia de un grupo de combatientes ucranianos que luchan sin apenas medios contra un doble enemigo: el nacionalismo del Petliura, por un lado, y los bolcheviques, por otro. En la estufa de la vivienda de los Turbín, recuerdo de su vida feliz, reza la inscripción: “¡Viva Rusia! ¡Viva la autocracia!”. Junto a esa misma estufa, los hermanos y un grupo de amigos, todos combatientes, reciben con horror la noticia del asesinato del zar y su familia.

El Estado Mayor les abandona (lo mismo que el oficial Talberg a su esposa, Elena Turbín). Los alemanes, en quienes habían depositado sus esperanzas para poder resistir, se marchan, y con ellos el hetman (Jefe del Estado Mayor), que huye con sus oficiales dejando a los soldados rasos y voluntarios en la estacada, sin nadie que les dirija ni les proteja.

Los combatientes blancos se quedan solos con su héroe, el coronel Nai-Turs, el único que ha conseguido botas de fieltro para todos en su unidad, pero también él cae. Muere en brazos del más joven de los Turbín, Nikolka, y la desesperación y el caos caen sobre la Ciudad.

La visión de la guerra civil desde el otro bando la ofrece Isaak Bábel en Caballería roja, un libro de relatos (publicados originalmente como textos periodísticos en diversos medios) en los que el autor narra con crudeza su experiencia en la Sexta División del ejército de caballería soviético en Polonia. En ellos resume su rutina en el frente como “sablazos – tachanka (carro) – sangre” y relata con dramática frialdad la inhumanidad de la guerra. En el frente, los soldados valoran más la vida de sus caballos que las de las personas y él mismo siente compasión por las abejas mientras contempla, tratando de parecer indiferente, los crímenes atroces contra soldados, campesinos e inocentes habitantes de los pueblos en los que pernocta la caballería.

Además de a la dureza de la guerra, Bábel tuvo que enfrentarse al rechazo de sus propios compañeros en la guerra, cosacos, por su condición de judío. Se gana su confianza, como relata en “Mi primer ganso”, demostrando que él puede ser tan cruel como ellos. Sin embargo, aunque se muestre aparentemente impasible a la hora de matar un animal, es incapaz de reaccionar  de la misma forma cuando se trata de matar a personas. Esa debilidad provoca las críticas de sus superiores, que le tachan de traidor por adorar a Dios. “Yo tengo escrita una ley para los molokan (secta religiosa contraria al uso de la violencia). Que se les puede mandar al paredón, porque creen en Dios”, le reprocha un cosaco al comprobar que se ha lanzado al ataque sin cargar el arma.

Y ello a pesar de que él mismo reconoce que el asesinato es inevitable en la guerra, como reflexiona en una conversación con un tendero judío en el relato “Guedali”: “No puede no disparar, Guedali, porque es la revolución”, argumenta, a lo que su interlocutor le responde que también los polacos disparan porque hacen la contrarrevolución y que, en su opinión, “los hombres buenos no matan. De modo que la revolución la hace gente mala. Pero los polacos son también mala gente. ¿Quién le dirá entonces a Guedali dónde está a revolución y donde la contrarrevolución?” . Porque los que son héroes para los blancos (como el coronel Nai-Turs de Bugákov), son enemigos y asesinos para los rojos.

Sin embargo, solo en palabras de un loco (su vecino, el “melancólico asesino” Sudórov) se atreve Bábel a cuestionar el sentido de la lucha. La trayectoria de este combatiente, como la de muchos soldados, acabó muy lejos del destino románico que esperaba: “Luego vino el frente. El Ejército de Caballería y toda esa chusma oliendo a carne cruda y a despojos humanos”, resume en una carta en la que sueña con viajar a Italia, muy lejos de allí.

En eso ambos bandos estaban de acuerdo: el frente era un lugar asolado por la sangre y la muerte.

LAS POTENCIAS EXTRANJERAS

En Rebelión en la Granja, al ver el éxito de la rebelión, otros granjeros, Frederick (Hitler) y Pilkington (Churchill) tuvieron miedo de que sus propios animales siguieran el ejemplo e intentaron ayudar al señor Jones a recuperar su granja, pero fueron rechazados. (Representan las invasiones occidentales de Rusia en 1918 y 1919).

Tras el terror se supo que Napoleón estaba tratando con humanos. Negociaba vender madera a Pilkington, al que los animales odiaban, pero al que preferían antes que a Frederick, porque asesinaba animales y, entre otras crueldades, “había matado a un perro arrojándolo a un horno”. Sin embargo, finalmente el comprador fue Frederick porque, según explicó Chillón, todas las acusaciones eran mentira. (Cabe recordar el pacto entre Stalin y Hitler en plena II Guerra Mundial). Luego les traicionó y destruyó el nuevo molino.

En La guardia blanca, la resistencia ucraniana ha puesto sus esperanzas en el ejército alemán, que anteriormente había sido su enemigo. Sin embargo, les abandona a su suerte, llevándose con ellos tan solo al Estado Mayor.

LOS INTELECTUALES

Pasaron los años, terminó la guerra, los disidentes o los sospechosos de serlo fueron aniquilados. En Rebelión en la Granja se cuenta cómo llegó un momento en el que los animales ya ni siquiera recordaban que una vez aquella fue la Granja del señor Jones. Solo uno, Benjamín, el burro, era consciente de lo que había ocurrido. Solo él se dio cuenta de que los siete mandamientos habían sido modificados y de que los cerdos se habían convertido en los nuevos humanos.

Benjamín, el burro, representa a los intelectuales. En la novela de Orwell, él es consciente de lo que ha ocurrido, pero calla y eso le salva la vida. En la vida real, quienes se atrevieron a cuestionar las bondades del nuevo régimen pagaron caro su osadía.

De los autores comentados en este artículo, Borís Pasternak recibió duras críticas y hubo de renunciar a recibir el Premio Nobel de Literatura que le fue concedido en 1958 para evitar su expulsión de la Unión Soviética. A Mijaíl Bulgákov, la publicación de la Guardia Blanca en 1926 le enfrentó con la crítica oficial, que prohibió la publicación de sus novelas a partir de 1929. Por eso su obra más conocida, “El maestro y la margarita”, no vio la luz en la URSS hasta 1966.

Isaak Bábel fue ejecutado en 1940 de un tiro en la nuca acusado de espionaje. Arthur Koestler se suicidó, siguiendo los pasos de otros grandes de la literatura rusa como Vladímir Maiakowski y Serguéi Esenin.

Respecto a George Orwell, como británico tuvo un destino diferente. Sin embargo, él tampoco se libró de la censura. Escribió la sátira “Rebelión en la Granja” en 1943 y tuvo muchas dificultades para publicarla. Un editor llegó a confesarle que, según le habían indicado desde el Ministerio de Información, el problema radicaba en que la novela no ironizaba sobre las dictaduras en general, sino que era evidente de cuál se trataba. “Resultaría menos ofensivo si la casta dominante en la fábula no fuesen los cerdos”, le confesaron, “la elección (…) ofenderá sin duda a mucha gente, y en particular a cualquiera que sea un poco susceptible, como sin duda son los rusos”.

A pesar de las dificultades, las obras de todos ellos han llegado a nuestros días, incluso aquellas que tardaron mucho en publicarse o que en un primer momento lo hicieron maquilladas por la censura, como los relatos de Bábel. Porque, como decía Benjamín, los burros (en este caso su legado) viven mucho tiempo.

 María José Vidal Castillo (@mjvidalc)

OBRAS COMENTADAS EN EL ARTÍCULO:

Rebelión en la Granja. George Orwell

El doctor Zhivago. Borís Pasternak

El cero y el infinito. Arthur Koestler (Título original: Darkness at noon)

La guardia blanca. Mijail Bulgákov.

Caballería roja. Isaak Bábel