La revista Tiempo me ha jodido la vida. Y no porque tenga un eslogan tan rijoso que podría hacer combustionar espontáneamente cualquier quiosco. No. Lo ha hecho porque hace cosa de cuatro meses se me ocurrió una historia así, chiquitita, sobre la infanta Leonor, a la que le cambiaba el nombre, claro, no fuera a ser.

Resulta que aquella No Leonor, hija de los No Reyes del No Reino de España, desarrollaba poderes telequinéticos y sometía a su familia, al palacio, a la institución monárquica y al país a sus caprichos infantiles. Si un día, paseando con su fiel mayordomo, no le agradaba alguna de las estatuas visigodas de la Plaza de Oriente, la levantaba por los aires y la reventaba contra el senado. En otro momento, No Leonor obligaba al personal de palacio a disfrazarse de pokémon, no sólo para recrear de forma física y palpable su propio y personalísimo videojuego de captura y batalla entre criaturas con nombre de Toyota, sino también para las tareas diarias. Tampoco se olvidaba de su hermana pequeña, No Sofía, a la que le construía un tobogán gigante que iba desde El Valle de los Caídos hasta un pantano. El poder de doña No Leonor solo encontraba contención en su abuela quien, liberada del papelón de mujer humillada y sumisa, se dedicaba a pasear con gafas de sol a lo Pantoja por Madrid, quemando un Marlboro tras otro mientras un comando de veinteañeros inflados a base de polvos musculares le servían un gin tonic de sangre de unicornio tras otro.

Abuela y nieta, haciendo y deshaciendo a su merced, con la experiencia y el cinismo del desgaste y el hartazgo de la una y la desinhibición infantil de la segunda, dinamitaban toda la ranciedad, machismo institucional y cobardía parlamentaria enquistadas en las vísceras del país. Mucha gente seguía viviendo igual de mal, se organizaban grupos de resistencia psíquica para acabar con doña No Leonor y su imperio de control mental, pero había que reconocer que nos iba mucho mejor bajo el yugo de los poderes mentales de una niña que con una apolillada, corrupta y maltrecha democracia libre de telequinesia.

Bueno, pues la revista Tiempo me ha jodido la vida. Porque resulta que no, que doña Leonor no es una niña de doce años al uso. Y no porque lea a Stevenson, algo bastante común incluso para la carne de gueto de extrarradio que les escribe. La Isla del Tesoro es El Maldito Libro de Aventuras Universal; cualquier esbozo de sonrisa irónica al respecto merece un raquetazo en el cuello. Lo que convierte a Leonor en una niña de 70 palos no es lo que lee o ve; es, precisamente, lo que el equipo editorial de la revista Tiempo ha decidido que la cría no ve ni lee. Un ser humano funcional, al menos uno que no haya sido cultivado para convertirse en Príncipe de Nada en Malasaña, es un manojo de placeres mundanos, a veces vulgares, a veces culpables y de goces difíciles, de esos que en demasiadas ocasiones te guardas casi tanto como los vulgares por miedo al agotador juicio al que siempre se someten nuestras elecciones culturales. La hija de los reyes más preparados del cosmos, según quienes supervisaron la entrevista, quienes la encargaron y quienes la redactaron, carece de cualquier vínculo con la experiencia infantil común. Elevada a los altares del gusto exquisito, la han convertido en una parodia, un efecto al que siempre ha sido propensa la prensa y los redactores más pedantes, de un signo u otro o carente de alguno.

Y, por supuesto, cuando das pie a la parodia, nosotros, el populacho, no tardamos ni un minuto en explotarlo. Lógico. Ante el inconfundible sentimiento de vergüenza ajena y algo de irritación por la enervante intención hagiográfica de los perpetradores del reportaje, nos arrojamos en masa a hacer burla y chanza del asunto, una de las válvulas de escape más respetables e inocuas con las que liberar las ganas prenderle fuego a todos los restaurantes pijos, palacios imperiales y terracitas cinco estrellas de aquesta nuestra capital. Estrictamente hablando, la familia real, el gobierno y todos esos chefs con pisos de tres millones de euros cimentados sobre becarios alegremente entregados al trabajo no remunerado pueden dar gracias por la existencia de Twitter, nuestro Valium de la indignación en 140 caracteres.

Desde luego, no será este miserable juntaletras quien niegue lo evidente: el pajarito azul es, como en cierta ocasión indicó el artista David O´Reilly, “a cesspit for irony” (una fosa séptica de ironía). Al menos en uno de sus extremos. Caminando desde ese punto límite uno encuentra gente, discusiones, planteamientos e información de lo más interesante, amable y enriquecedora. Y si uno sigue paseando hasta el siguiente extremo, el opuesto a la citada fosa séptica, se da de bruces con el extremo que ha salido en defensa de la mal dibujada infanta Leonor: Los Defensores De Todo. Sí, seguro que los conocen. Desnudan y aíslan los hechos, se ciñen a un aspecto concreto de un hecho más amplio, lanzan una defensa moral del mismo y se lamentan de cómo va el mundo. En este caso, ante lo que consideran un acto de acoso contra una cría indefensa y un “cinismo cultural aberrante.” De repente, la oleada satírica contra la portada y la idea que trataba de promulgar se ha reducido cual salmonete al vodka en el Roncero. De repente, cientos de jueces morales y culturales han enarcado las cejas ante la burla, lamentando el “acoso a una pobre cría”, lo “triste que es que en este país se critique al que lee porque lee y al que no lee porque no lee” y varias decenas de argumentaciones moralistas por el estilo. Sus pruebas: los tuits enfebrecidos de ironistas sin talento o directamente de gente llena de (comprensible) odio de espuma en boca contra la monarquía. Son extremos argumentando con la existencia de otros extremos por qué la gente que se encuentra en medio del debate o el hecho está equivocada. Los mismos extremos que saben lo que se lleva y lo que no en música, los que viven tan deprisa que 2016 es para arqueólogos y carcas del gusto, los jueces, jurados y verdugos de lo que se hace bien y lo que se hace fatal en cine, literatura o periodismo cultural.

De nuevo, no, no se trata de lo que lea o deje de ver en la tele una niña de doce años.

Se trataba, de nuevo, de la creación de un altar de barro para unos ídolos tan obsoletos como la realeza estatuaria de Plaza de Oriente.

Una intención a la que tenemos todo el derecho de humillar y convertir en motivo de comedia fulminante.
A la niña, en eso estamos de acuerdo, déjenla en paz.

Por lo que a mí respecta, me quedo con la que se pasea por Madrid de la mano de una matriarca griega desencantada, ordenando vía telequinesia express a lady Gaga que se pille el primer jet privado dirección Barajas para disfrutar de un concierto al aire libre en pleno Sol.

Isaac Reyes