«En Denfert nunca me bajo, hay muchos negros y me da miedo». Me lo dijo una compañera de la residencia donde vivía en París. No era un comentario racista ni gratuito, era auténtico miedo porque el mundo ha fracasado en el gran reto de la descolonización y el pensamiento postmoderno: la multiculturalidad.
Resulta duro darse de bruces contra una realidad conceptual que Europa ha olvidado cuando, en el fin de fiesta de los totalitarismos, se asumió una cultura blanda como medio de aglutinar todo aquello que no se podía comprender. Aquellos elementos que habían sido empleados como canalizadores de las facetas biológicas del ser humano fueron perfectamente comprendidos por Bataille y sobre todo por Marcuse cuando establecieron una realidad que se hizo presente tras el ciclo de guerras mundiales: la cultura que existe es, en esencia, masculina, dado que los Estados se encuentran construidos sobre principios de fuerza y violencia.
El motivo principal es que la génesis de la cultura es ser una estructura normativa y de creencias que actúa sobre los instintos con vistas a conducirlos de forma ordenada con el fin de mejorar la situación natural de la especie humana. Es la cultura lo que permite, con el paso de los siglos, pasar de la supervivencia de la cría más fuerte (piénsese en la eugenesia espartana) a tratar de que incluso los sietemesinos o los muy ancianos tengan su hueco en la comunidad. Del mismo modo han actuado el matrimonio (para desviar la lucha por la obtención de pareja hacia la violencia fuera de la comunidad) o la estructura misma de la familia tradicional como unidad de producción. La única forma de que los individuos de una comunidad acepten las normas y represiones culturales en beneficio de todos es mediante el empleo de la fuerza (no necesariamente bruta, la palabra también es una forma de fuerza). Al interiorizar la sumisión a unas reglas culturales se crea la sensación de que se está actuando en base a decisiones propias, se crea la “jaula de libertad”. Puede existir, como argumenta Marcuse, un exceso de represión o sobre-represión en determinadas culturas cuando se pasa de una estructura mental a otra.
La posibilidad, por tanto, de integrar varias culturas es una imposibilidad en sí misma debido a que, lo que podríamos entender por “multiculturalidad” solo tendría dos posibilidades: disolución de todas las culturas en una sola haciendo confluir las normas y prácticas más comunes; o bien la fragmentación de todas ellas viviendo de forma aislada y reduciéndolas a un conjunto de manifestaciones superficiales. Dicho de otro modo, una cultura no es una actuación puntual sino es el día a día, y en eso debemos introducir la idea de Estado, que solo puede basarse en una cultura de la cual emanan las leyes. Si elaboramos leyes en función de cada una de las culturas, el Estado se diluye.
El problema del Estado Líquido Europeo es precisamente su indefinición. Por un lado, no tiene reparos en resultar intolerante con aquellas prácticas que se consideran al mínimo común múltiplo de las sociedades europeas: la Carta de Derechos del Ser Humano. Eso nos lleva a perseguir la ablación del clítoris con fiereza pero con algo de menos fuerza la violencia contra la mujer, por citar una paradoja. El problema surge cuando no existen límites claros y entendemos que la aceptación de una cultura ajena en el Estado propio se hace en base a simplificar y tratar de encajar desde fuera a esa cultura.
No se pueden comprender las normas y represiones de una cultura ajena desde fuera porque se pertenece a horizontes mentales diferentes. Sucede lo mismo cuando uno recuerda la Lex Scantia romana: las relaciones sexuales entre hombres estaban permitidas siempre y cuando el perteneciente a una clase social superior actuara como activo. ¿Qué le diríamos a un romano para incluir en nuestro sistema cultural? ¿Que de acuerdo pero que sin órdenes sociales? ¿lo aceptamos porque “ésa es su cultura”? Al fin y al cabo, en España se acepta sotto voce el matrimonio con menores, a veces incluso de 14 años, cuando estamos hablando de la comunidad gitana.
Ese Estado Líquido Europeo surge del gran complejo cultural emanado de siglos de conquista, explotación y colonización de gran parte del planeta. La presencia de elementos culturales dentro de nuestras sociedades no surge como algo nuevo fruto de la globalización a finales del siglo XX. Procede en gran parte de los procesos de descolonización.
Un error frecuente es medir el tiempo histórico como lo hace la gente comúnmente, es decir, de forma cuantitativa. En este sentido, si nos paramos a hablar del Tratado de Sykes-Picot, del que hará el año que viene justo un siglo, podemos caer en la trampa de no valorar que determinados elementos sucedidos hace cien años tienen vigencia y repercusión hoy día porque el horizonte mental que dio lugar al mismo sigue siendo el mismo de ahora.
En el Tratado de Sykes-Picot Gran Bretaña y Francia acordaron el reparto de Oriente Próximo una vez finalizara la I Guerra Mundial, con el consentimiento de Rusia e Italia. En el momento de firmarse hay que tener en cuenta que los rusos seguían teniendo un zar, aunque por poco tiempo. Con algunos cambios ligeros, por ejemplo Mosul ha entrado en la órbita de Iraq, el modelo de Sykes-Picot fue el utilizado para partir la zona en función de los intereses anglo-franceses. De hecho, los ingleses mantuvieron reuniones públicas con Husayn ibn Alí en La Meca para que liderara una rebelión árabe contra los turcos con el fin de crear una República Árabe Unida desde Siria a Yemen, ocultando que el verdadero objetivo de los aliados era la partición de la región como muestra el Tratado (secreto) de Sykes-Picot.
Finalizada la guerra, ingleses y franceses pusieron sus cartas sobre la mesa y acabaron por rediseñar el mapa de la zona sin tener ni idea de las relaciones tribales, gentilicias, clientelares y políticas de la región. Como los estadounidenses en Iraq en 2003. Los hachemíes fueron una piedra clave en este proceso. Hay que partir de una cuestión fundamental: los hachemíes pertenecen al linaje del mismísimo Mahoma y tenían un peso fundamental en La Meca incluso durante el control otomano. Fueron los saudíes en 1924 quienes expulsaron a este clan de indudable prestigio en el Islam. La intención británica era de hecho que los hachemíes controlaran la zona a través de los hijos de Husayn ibn Alí, jerife de la Meca: Siria (a través de Feisal), Abd Allah (Iraq) y Alí (Hiyaz).
Debido al Tratado de Sykes-Picot, el reinado de Feisal fue efímero al pasar al control francés en base al acuerdo secreto. Ante esta tesitura, ofrecieron el otro de Iraq y recolocaron a Abd Allah en Jordania, un país totalmente inventado y sin recursos de ningún tipo. Cuando impones monarquías ajenas pasa lo que pasa: el nieto de Feisal fue fusilado en una revuelta nacionalista iraquí en 1958.
Además de hacerse con el control de los oleoductos que transportaban el petróleo de la región, ingleses y británicos tenían como máximo interés eliminar cualquier germen de panislamismo que había estado presente con el califato otomano. Tener a Husayn ibn Alí y sus hijos contentos con un reparto territorial mientras miraban para otro lado en el caso de los saudíes de Abdul Aziz ibn Saud les llevaba a sonreír satisfechos: sus enemigos estaban divididos.
El siguiente paso era transportar su horizonte mental europeo a los pueblos árabes generando corrientes nacionalistas que mermaran todo poder de influencia de los líderes religiosos. División religiosa, división política, una fragmentación que pretendía facilitar el control de toda la región y una mayor capacidad de influencia en la política de alianzas clientelares.
El avispero árabe
A partir de aquí el asunto se vuelve extraordinariamente complejo. Parafraseando a Revesz, el avispero árabe iba a estar continuamente agitado por la falta de comprensión de las pulsiones internas de la región que mostraron las políticas occidentales en esa zona del planeta. Siria quedó compuesto, con algunos cambios fronterizos hasta hoy, como un Estado donde el 90% eran árabes, un 9% kurdos, y en el resto se mezclaban armenios, turkmenos y hasta griegos. Aproximadamente un 75% eran suníes y un 11% alawíes. Este dato es de gran importancia porque el mandato francés fruto de Sykes-Picot tomó una drástica decisión: los alawíes tendrían su propio estado dentro de Siria y, con el tiempo, acabaron por hacerse con el poder total del país en una maniobra semejante a la que sucedió en Iraq donde la minoría suní gobernaba sobre la mayoría chií.
¿Creen que no puede ser más complejo? Miren, sí. El alauismo o alawitismo está más cerca del chiísmo que de los suníes, con todo lo que ello implica. Esto no existe en su horizonte mental europeo, no existen analogías posibles. Los alauíes en Siria controlan la administración ya que el mismo Basher al-Assad es alauí, además de apoyar la causa de Palestina y a Hezbollah. De modo que desde el Golpe de Estado de 1963, cuando las potencias occidentales alumbraban una solución a todo este carajal dando carta de naturaleza a partidos nacionalistas-socialistas como Ba’ath, la región quedaba del siguiente modo: en Oriente Próximo un país gobernado por alauíes –cercanos a los chiíes- sobre mayoría suní (Siria), otro bajo la esfera de éste (Líbano) y otro claramente desestabilizador (Israel); en Oriente Medio un país liderado por suníes sobre mayoría chií (Iraq), otro liderado por chiíes (Irán) y el inmenso puzzle afgano; en la Península Arábiga un sinfín de reinos feudales entregados a dinastías wahhabistas que practican un extremismo suní.
Esperen, que esto se hace todavía más complejo: las repúblicas nacional-socialistas (ay, cuántas cosas recuerda este término) de Siria, Líbano, Iraq, Libia y Egipto eran aliadas de EEUU y la URSS, con muchos matices claro está. Francia siempre tuvo, como en el caso del Reino Unido con otros territorios, un poderoso control clientelar con sus antiguas colonias y mandatos. En los extremos opuestos se encontraban Irán, a quien se le echó encima a los suníes iraquíes de Saddam Hussein (sí, hubo un tiempo que Saddam obedecía órdenes de EEUU) para debilitar al régimen de los ayatollah chiíes. ¿Quién tenía interés en acabar con Irán? EEUU no, sino Arabia Saudí que vio con recelo la posibilidad de que se produjera una revolución en su territorio semejante a la que echó al Sha de Persia. Es decir, que en todo este conflicto el motor de todo ha sido siempre una red de enfrentamientos e intereses cruzados que habrían hecho estallar la cabeza a los mismísimos Bismarck o Mettermich.
Cuando el mundo entre en el llamado Nuevo Orden Mundial tras la caída de la URSS, el siguiente plan era desmantelar el sistema que se había creado para equilibrar el mundo bipolar (por cierto, otra cuestión sería analizar la realidad de esta bipolaridad). Como bien señala el Coronel Baños Bajo, desde finales del siglo XX se comenzó la voladura –que se pretendía controlada- del antiguo nacional-socialismo árabe que giraba en torno a Ba’ath y los dictadores asentados desde Túnez a Iraq.
Baños Bajo añade: “desde el punto de vista de Estados Unidos, Bashar al-Asad se había convertido en el máximo responsable de un país paria, de un país irresponsable que, según el Departamento de Estado, apoyaba el terrorismo, que intervenía en Líbano, que amenazaba a Israel y que apoyaba a organizaciones terroristas como Hezbolá. Además, el partido Ba’ath de Bashar al-Asad defendía un socialismo muy particular, marcadamente anticapitalista, panarabista y, por supuesto, enfrentado con las monarquías del Golfo, no solamente porque éstas sean sunitas sino, sobre todo, porque son rigoristas. Hay que tener en cuenta que Bashar al-Asad y su grupo étnico son alauitas (rama chiita) que están enfrentados históricamente con los sunitas.”
Entretanto en Europa
Como puede verse, el avispero árabe es de una complejidad geoestratégica espectacular y el objetivo de este artículo no es tratar de averiguar qué es o cómo surge el llamado Estado Islámico, ISIS o DAESH, sino el motivo que lleva a resultar atractivo para los musulmanes occidentales (y occidentalizados). Para ello tenemos que ver cómo evolucionaba Europa en las mismas fechas en las que tiene lugar todo este proceso.
Mientras en una zona del mundo se empujaba a las sociedades hacia procesos de identidad nacional, en la Europa de postguerra empezaba a surgir un movimiento completamente diferente. Los grandes estados nacionales del XIX, como supo ver Hobsbawn, habían fracaso en sus iniciativas al plantear modelos identitarios basados en el geist hegeliano. No existía una historia teleológica para estados que habían sido totalmente derrotados como Alemania o que habían llegado a ver dos humillaciones: ser invadidos y ser rescatados, como es el caso de Francia, por los “nuevos” estados americano y soviético.
En ese ambiente EEUU cercenó bruscamente todo intento de surgimiento de una sociedad colectiva en Europa basada en la identidad de grupo apoyando movimientos políticos contrarios al comunismo que comenzaba a triunfar en Italia o Grecia. El individualismo capitalista iba a convertirse en el único regulador de la válvula de escape de la cultura, algo que, no obstante, tampoco era nuevo.
Si observamos las sociedades primitivas, en ellas el individuo no existe, se encuentra estrechamente vinculado a un grupo social y a veces muchos (familia, edad, asociaciones). Esto provoca un primer hecho a tener en cuenta, y es que la identidad puede ofrecer múltiples facetas, a veces coincidentes y otras veces no. Maalouf pone como ejemplo al habitante de Sarajevo que en los 80 gritaría con fervor que era yugoslavo, en los 90 que era bosnio, en la actualidad que es musulmán y cualquiera sabe cómo acabará. Todos esos gritos identitarios son ciertos pero definen una identidad de múltiples facetas.
Por lo general, las comunidades donde la identidad del individuo está subsumida al grupo tienen como eje vertebrador la costumbre moral, no la ley, y allí la autoridad no se discute. Toda libertad se somete al bien común. Estas sociedades primitivas ya tuvieron desde la Antigüedad sus opositores, ni más ni menos que Hesíodo por ejemplo. Las nuevas orientaciones económicas de su época, como señala Genaro Chic, hicieron que adoptara una mayor consciencia de sí mismo, acrecentando la necesidad de individualidad. Esto hizo posible desde la escritura (con autoría) al comercio individual, elementos ambos inseparables.
El individualismo, por tanto, no es una consecuencia del capitalismo, que no es más que una de las formas en las que puede manifestarse la economía de mercado. Del mismo modo, la identidad no surge necesariamente del individuo hacia fuera sino que, como acabamos de ver, puede ser un proceso externo. Al fin y al cabo, la identidad trata de responder a la pregunta “¿quién soy?” respecto a “¿quiénes son los otros?”. Estos “otros” pueden ser los que estén fuera de mí, fuera de mi núcleo familiar principal o fuera de mis horizontes mentales. Esto permite servir de punto de arraigo y satisface una necesidad psicológica básica: la pertenencia al grupo. Se neutraliza así el miedo al aislamiento y se establecen vínculos con los “otros” en base a lo que se comparte y a lo que nos hace exclusivos como individuos del grupo según Chambers.
En la Europa de postguerra cada vez más fue surgiendo una construcción de la identidad desligada de los valores de grupo. Los totalitarismos habían arrojado a la hoguera las individualidades y frente a ellas Europa levantaba los muros del deshilachamiento cultural argumentando que todas las viejas ideas del pasado, todos los valores que habían servido para construir las libertades democráticas estaban obsoletos. Incluso Walter Benjamin llamó la atención de que nada había que contar de las nuevas sociedades que ofrecían un panorama menos relevante que las anteriores.
Los viejos europeos fueron barridos por los totalitarismos y a los nuevos europeos de postguerra, las generaciones nacidas desde mediados de los 50 o incluso antes que iban a abrazar el mayo del 68 con el entusiasmo de quien espera las vacaciones para dar por finalizada la revolución, solo les quedaba dejar de hacerse responsable de los eliminados, de los anteriores. Europa se había construido una identidad basada en la transmisión de su cultura (política, económica, social) y de pronto eso ya no valía. “La banalidad al poder”, querían decir cuando hablaban de imaginación.
Desde que Sartre redujera el existencialismo a una posición del individuo deconstruido frente a la sociedad ausente todo fueron llantos por la pérdida de valores como si fueran objetos que no se recuerdan dónde están. La revolución se convirtió en fiesta y las identidades que permitían distinguir en los márgenes de la cultura a la víctima del verdugo, a la verdad de olvido, a la ignorancia del saber, al vicio de la virtud, se diluyeron en una sociedad que dejaba de hacerse preguntas para no tener que responderlas.
El europeo pensó, como dice Bauman, que “se ha dado plena libertad a las identidades y ahora son los hombres y mujeres concretos quienes tienen que cazarlas al vuelo, usando su propios medios e inteligencia.” Elija usted su identidad porque todas valen. Pero los Estados y sus leyes, que emanan de la cultura común porque son el fruto del consenso social y la costumbre (ahora sí como moral positiva y no individual) no pueden aceptar esa multiculturalidad como génesis del orden político.
Y he aquí que el Estado Líquido Europeo acepta en el final de la postmodernidad la existencia del estado nación vinculado a normas cada vez más ambiguas para aceptar la existencia de múltiples culturas a las que despoja de identidad para que las aristas de cada una de esas culturas no impida el encaje de las leyes comunes.
Se redujo el estado durkheiniano a una fragmentación falsaria donde se apostaba en sociedades como la francesa por reducir la identidad a la esfera de la intimidad. A la Europa que rechazaba su pasado (y lo sigue haciendo con el “complejo del gran hombre blanco” por el cual todo producto de la cultura europea se observa como un atentado contra el resto del planeta a lo largo de la historia) llegaron etnias y religiones procedentes de aquellas colonias y territorios sobre los que se había ejercido una gran influencia, expolio o presión en décadas precedentes. Gentes que huían de su arraigo llegaban a una tierra en pleno proceso de destruir todo hilo que unía al pasado con el presente.
A aquellos que llegaron no se les dio una identidad, se les dijo que podían preservar la suya cuando ésta había sido destruida en el mismo momento de la huida. El gran crimen fue impedirles a las generaciones ya nacidas en Europa que las reglas sociales de la comunidad en la que nacían no eran para ellos, y se les expulsó de esa forma de la comunidad. A veces se hizo como rechazo pero otras veces porque las propias comunidades de los países a los que llegaron, de lo cual Francia es paradigma, no tenían ningún interés en tener continuidad con la identidad pasada. Franceses que son tratados como extranjeros en el país que nacieron y como turistas en el que nacieron sus abuelos.
El Estado Líquido Europeo aceptó sin miramientos que la identidad dejaba de ser algo sólido, estanco, para tornarse en algo fluido, que se tomaba y se dejaba al compás del consumo. Ser religioso los domingos o los viernes, deportista en el gimnasio, familiar cuando el trabajo te lo permita y ciudadano para las parcelas a las que se restringe serlo. Pero he aquí la piedra angular de todo: la ciudadanía dejó de ser identidad cuando la religión del dinero especificó qué tipo de ciudadanía se tenía. Cuando dentro de un mismo país se distinguía a unos de otros en base a la capacidad de consumo. La pobreza reduce esa capacidad de fluidez de la identidad para poder escoger y lo reduce solo a una identidad de humillación.
La coerción: la identidad impostada
En este marco, ¿qué puede ofrecer Europa a los pakistaníes de tercera generación en el Reino Unido, a los argelinos (entre otras tantas comunidades) en Francia, a los turcos en Alemania y en general a tantas y tantas generaciones desarraigadas a las que se les niega, como al resto de sus compatriotas, una identidad? Frente a ello, las maras, el Daesh, y otras tantas marcas actúan con una mayor solidez que todas las identidades líquidas que se han creado bajo el paraguas de la sociedad de mercado.
Los miembros de las subclases funcionales como las llama Galbraith permiten generar una cultura de la satisfacción a la cual se sostiene cuando es útil. Cuando no lo es, “se la puede enviar a su país o, como es más frecuente, negarle la entrada” (Posmodernidad y crisis de identidad, Galbraith, 2000). En sociedades como la francesa se espera que estas subclases acepten que no existen movimientos ascendentes (lo que entronca con la neofeudalización económica) ya que la subclase dominante aspira a mantener su estatus quo.
Sobredeterminación de una identidad en base a elementos impuestos desde fuera. Como cuando se caracteriza a un grupo al llamarlos “musulmanes” u “Occidente”, o lo que es más absurdo “inmigrantes de segunda o tercera generación”. ¿Cómo puede sobredeterminarse la identidad de un grupo en función de algo que no han hecho nunca (migrar) pero caracterizándolos socialmente de una forma intencionada?
Esta circunstancia de sustantivación de los grupos no es un asunto menor. Al generar esta distinción se está llevando a cabo una coerción identitaria ya que se pide al grupo así caracterizado que deje de ser de donde era al tiempo que se le excluye del lugar en el que está. Y he aquí la paradoja del Estado Líquido Europeo: no dejar cambiar de pertenencia cultural al tiempo que tampoco define cuáles son sus identidades europeas.
La identidad, de hecho, es una expresión que aparece en los idiomas romances europeos (luego por extensión a las lenguas germánicas) entre los siglos XIV a XVI en respuesta a la crisis del feudalismo. Comenzaba a generarse una situación en la cual los derechos y obligaciones no emanaban del vínculo personal sino respecto al Estado. La Revolución Industrial reafirmó la necesidad de romper los arraigos identitarios de la comunidad, del gremio, la parroquia, para asentar los valores de la ética del trabajo donde todo se basaba en conseguir mejorar la situación propia y hacerlo sin límite.
Y durante algún tiempo funcionó. Que capitalismo y comunismo confluyeran en esta forma de hacer las cosas muestra lo cerca que están ambos al priorizar en los dos casos al mercado sobre las relaciones de comunidad (uno busca el bienestar individual y otro el colectivo, pero ambos se basan en el mercado). Pero como dice Bauman, la ética del trabajo sufrió la crisis de la estética del consumo. El surgimiento de la “comunidad carnaval” donde todos los lazos son efímeros y consumidos en el mismo momento de ser experimentados contribuyó a la sensación de que la comunidad es una máscara que no se integra en la vida del individuo. La crisis del Estado-Nación trajo el “euro-estado”, basado en una Comunidad Económica sin identidad alguna. Diluyó las ideologías con el “euro-comunismo” y pretendió hacer lo mismo con el “euro-islamismo”.
Pero se topó con sus propias contradicciones. Sin identidad las generaciones criadas en el desarraigo son carne de cañón para quienes sí tienen, como Daesh, una marca firme. Les ofrecen una identidad, no necesitan conocer el Corán, ni siquiera hablar árabe: les basta con obedecer al líder y compartir una estructura cultural con unos compañeros, mientras Europa sigue confundiendo (intencionadamente en muchas ocasiones) identidad con moda.
Aarón Reyes (@tyndaro)
Muy bueno se entiende algunss cosas mi pena es.no entenderlas mejor.
En resumen un ole y ole.