Yo nunca he visitado París. No he podido. No ha surgido. Yo no sé lo que se siente al pasear por los Campos Elíseos mientras uno siente la brisa acariciando, suave, su rostro. No me imagino al pelotón que conforma Le Tour comandado bajo un ciclista de amarillo que pedalea camino de la eternidad. No he paseado ni he respirado el aire de Montmartre ni me he admirado bajo la verticalidad de Notre Dame. No me he interpelado admirando la sonrisa de la Gioconda ni he acudido a Los Inválidos a rendir mis respetos a la figura del Emperador

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Yo no entiendo lo que es París, pero sí he visto sus miserias y las de sus gentes, las que retrató Jean-Luc  Godar en Al final de la escapada (1960); he paseado gracias a Woody Allen por su noche y su bohemia en torno a la Medianoche en París (2011); e incluso viví el mayo del 68 de la mano de Bertolucci acompañando a unos Soñadores (2003). Pero, por encima de todas ellas, yo he visto la luz del amanecer, las calles atestadas y la vida que rezuma en cada barrio de París siguiendo la historia de una muchacha que decide cambiar su vida haciendo felices a los demás.

Por encima de todas las demás películas que han situado París como coprotagonista, me quedo con Amélie.

En el año 2001, el director Jean Pierre Jeunet decidió, fiel a su particular estilo, rodar la historia de una joven, Amélie Poulain, que trabaja como camarera en el barrio de Montmartre. Allí, sintiendo que la vida pasa, sin más, decide por un golpe del destino, que va a dar un giro completo a su vida que la cambiará para siempre.

Sorprendía que Jeunet, que venía de rodar en solitario una película tan en las antípodas de Amélie como era Alien: Resurrección (1997) no contase con Marc Caro, su colaborador en otras ocasiones y que ya había trabajado con el director en una película más sui generis que Amélie, pero cercana a ella en cuanto al retrato de un universo extraño, como es la muy recomendable Delicatessen (1991).

Jean Pierre Jeunet solo tenía una cosa clara de cara a la película: que la protagonista sería Emily Watson, de modo que escribió el papel pensando en la actriz británica, a la que había visto trabajar y de la que había quedado admirado en Rompiendo las olas (1996), del no menos extravagante Lars Von Trier. La necesidad de  ausentarse de su hogar para recalar en París durante algunos meses, así como el compromiso que había adquirido Watson para participar en la película Gosford Park, de Robert Altman, que se estrenó ese mismo año, rompieron los planes del director.

Un casting y varias candidatas después, Audrie Tatou entraba por la puerta y hacía la prueba para un papel que le iba a acompañar el resto de su vida. Dicen los mentideros que Jeunet llegó incluso a emocionarse mientras la veía, porque estaba viendo a la jovencita que trabajaba de camarera en Montmartre. Estaba viendo a su Amélie Poulain… A la protagonista se le unió una terna de actores entre los que destacan el polifacético Mathieu Kassovitz o el sempiterno (en cuanto a películas de Jean Pierre Jeunet se refiere) Dominique Pinon.

Varios meses de rodaje después, aderezados con la fotografía maravillosa de Bruno Delbonnel (ya pueden dar gracias a Dios por el trabajo de este señor en la película) y acompañados de una banda sonora que es tan hermosa que se escucha con el corazón, a cargo de Yann Tiersen, el veinticinco de abril de 2001 se estrenaba en Francia Le fabuleux destin d’Amélie Poulain y a partir de ahí, nada sería ya igual ni para sus protagonistas ni para París…

A pesar de lo que pudieran pensar, no crean que todo fue un “puente de plata” para Amélie. Jean Pierre Jeunet decidió mostrarla al director del mismísimo Festival de Cannes para que participase en la sección oficial. Pero, tras su visionado, el director del festival, por aquel entonces Gilles Jacob, comunicó que “era una película interesante, pero…” Un “pero” del que, posiblemente se arrepintió muchas veces, debido a que la prensa especializada se rasgó las vestiduras con la decisión; teniendo que sufrir, a la sazón, infinidad de mofas por su medida.

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Para aquellos entonces, Amélie ya se había hecho más grande que un festival u otro, porque había conseguido calar en el alma del espectador de todo el mundo. Poco importaba que hubiese arrasado en las entregas de premios de media Europa. Menos aún que de sus cinco candidaturas a los premios Oscar se volviese de vacío. El mejor premio lo había conseguido desde el mismísimo día de su estreno: convencer a crítica y público de que se encontraban ante una historia de las que iban a dejar huella.

¿Cómo la historia de una joven que, posiblemente tenga problemas mentales que necesiten tratamiento, es capaz de conmover tanto y empatizar de tal manera con los espectadores de todo el mundo? La respuesta es inversamente proporcional a la extensión de la pregunta: la simpleza.

Todo en la vida de Amélie es simple. Todo, salvo lo que encierran su mente y su corazón. La aparente simplicidad de una chica que disfruta con las pequeñas cosas de la vida viene a romper todos los esquemas de la sociedad en la que estamos inmersos. En una sociedad en la que hay que estar hiperespecializado para cualquier tipo de trabajo, en la que vamos corriendo a cualquier lado (aunque demasiadas veces no estemos seguros de hacia dónde nos dirigimos) y en la que no somos capaces de girar la cabeza para mirar a los ojos de los que nos rodean; se nos presenta una chica aparentemente frágil, que siempre pasa desapercibida, pero que decide realizar la mayor y más noble de las tareas: ayudar al prójimo sin buscar publicidad alguna. Se trata de un choque brutal contra el modo de vida y los “valores” que rigen nuestro comportamiento.

Se trata de una maravillosa fábula vital en la que Amélie tendrá que descubrir que, a pesar de la noble tarea de ayudar a otro, deberá también aprender a ayudarse a sí misma para que sus días no pasen como si fuesen una casualidad, uno tras otro; ya que Amélie no es infeliz, pero no es feliz. Y ahí radica la cuestión principal del cuento que nos presenta Jeunet: la diferencia entre vivir y sobrevivir es encontrar el sentido a la vida de cada ser humano. La protagonista sobrevive, hasta que el descubrimiento de una caja metálica escondida durante cuarenta años la lleva a comenzar la aventura de una vida diferente a la que había vivido hasta el momento. Es un cambio “hacia afuera”, un vivir para los demás que antes no había tenido, a pesar de poseer un rico mundo interior.

Pese a todo esto, la película nos muestra la dificultad que entraña el propio cambio de vida, de paradigma vital: es relativamente fácil para Amélie ayudar a los demás a ser felices (especialmente emotiva me resulta la historia de su padre y el gnomo de jardín viajero). Lo verdaderamente difícil para ella, al igual que para nosotros, es encontrar su propio motor de cambio.

Otra vez aquí, el director nos mostrará una respuesta fácil a una pregunta especialmente complicada. La respuesta aquí es el amor. El amor que Amélie descubre en la figura de un joven, Nino (Mathieu Kassovitz), tan extraño, perdido y solitario como ella, pero que es capaz de complementar la soledad y la tibieza del mundo, irónicamente mágico y maravilloso, que rodea a Amélie Poulain.

Ver Amélie es ser capaz de dejarse llenar de una magia que nos exige un gran acto de fe en la bondad del ser humano, en el poder del amor y en la creencia de que todo, al final, siempre sale bien. No es cuestión de ingenuidad, es simplemente sumergirse en esta maravilla para los sentidos y el alma que nos regala Jean Pierre Jeunet. Es una fábula digna de Capra y su ¡Qué bello es vivir!, ya que bebe de la misma filosofía vital.

Se trata de un film que no deja indiferente a nadie, porque nadie es indiferente a temas tan humanos como la felicidad, el amor o la soledad en una sociedad como la nuestra.

Una película que, a tenor de los acontecimientos que estamos viviendo, es un gran arma contra el terror que algunos desean imponer. Porque Amélie, como París, tiene la facultad de clavarse muy dentro en el alma, y agarrarte fuerte para nunca jamás soltarte. Porque Amélie es un canto a París y a los parisinos, y a su modo de vivir la vida. Porque, incluso en tiempos terribles (incluso más en tiempos así) hacen falta películas como esta para recordarnos, como decía el gran Andrés Montes, que “la vida puede ser maravillosa”.

Carlos Corredera (@carloscr82)