“Qué maravilla, esta es una gran ciudad. No me importa lo que opinen los demás.

¡Es tan extraordinaria!”.

Ike Davis, personaje de Woody Allen en Manhattan.

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Desde Sutton Square, sentados en un banco que nunca existió, Ike Davis (Woody Allen) y Mary Wilke (Diane Keaton) contemplan el puente de Queensboro como dos siluetas parlantes. Amanece entre la bruma tras una noche donde han recorrido el Manhattan interno, esa sucesión de rincones íntimos capaces de desgarrar el alma. Una versión instrumental de Someone to watch over me suena de fondo. Como dos siluetas recortadas en el paisaje, sin importarles el resto del mundo, comprenden que están enamorados, sellando el momento con una declaración incondicional a Nueva York. Y es que, en ocasiones, el mayor amor es el que no puede pronunciarse.

Ocurre demasiadas veces que la magnificencia y espectacularidad de Nueva York no deja ver el bosque. La arquitectura trata de desafiar al horizonte rascando con sus agujas el vientre del cielo, retando a la gravedad y a la naturaleza. Los taxis circulan a la velocidad de sus claxon entre luces de neón que, ni siquiera de día, se apagan. Las bocas de metro vomitan personas con prisas y zapatillas deportivas de marca. Trajes de raya diplomática almuerzan un hot dog con Coca-Cola antes de cerrar una operación financiera de millones de dólares. Unas limusinas negras repletas de bolsas hacen escala por las tiendas de la Quinta Avenida, burlándose de la pobreza. Las televisiones emiten sin pausa tras las lunas de los bajos de los edificios de Columbus Avenue. Las estrellas de cine, como cura de humildad, se rebajan a actuar en musicales de Broadway, buscando el prestigio de los teatros. Mientras, en las alturas, en un despacho revestido de madera de roble con vistas al Hudson, se decide el destino del mundo entre vasos de whisky. Tanta aceleración, tanto vértigo, tanto poder, ocultan la belleza silente de los detalles. Porque, ¿qué es Nueva York?

Cuando un 11 de septiembre a las 9:02 el vuelo número 11 de la American Airlines se estrellaba contra la Torre Norte del World Trade Centre y, pocos minutos después, el vuelo 175 United Airlines se empotraba en la Torre Sur, muchos vaticinaron que Nueva York moriría en el ataque. El derrumbe de las torres, un espectáculo terrorífico y estremecedor, simbolizaba la rotura del corazón de una urbe que, según algunos, nunca se recuperaría. Su vanidad no superaría aquel golpe. Pero Nueva York, la ciudad que nunca duerme, resucitó. Entre otras razones porque su ser seguía intacto.

Sobre las ruinas de la famosa Zona Cero Nueva York podía haber dejado un solar de memoria donde el vacío llenara el espacio del horror. O reconstruir tal cual, como probablemente hubieran hecho en un país europeo, las Torres Gemelas. Sin embargo, la idea fue hacer algo nuevo sin acomplejarse por el pasado. La Historia entendida como punto de apoyo para reinventarse a uno mismo y mejorar. Hoy, con el proyecto casi terminado, el Lower Manhattan tiene un nuevo skyline, más alto, más moderno, levantado sobre esa idea tan estadounidense de la refundación (no olviden, por ejemplo, el New Deal). Aunque pueda sonar facha, es fundamental que una nación tenga valores para dar esencia al Estado.

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La grandiosidad del One World Trade Center es la misma que se percibe en el interior del estadio de los New York Yankees. O la que, subido a la cima del Rockefeller Center, se siente al divisar la cuadrícula de calles donde las personas parecen hormigas andantes en un laberinto. Y en lo alto del Empire State, aunque uno sueña con ser Cary Grant besando a Deborah Kerr (bendita An affair to remember), la sensación se repite. La insignificancia del individuo frente al poderío de la ciudad. Es cierto, hay una Nueva York así. Pero Nueva York no es solo una. Porque Nueva York es más que una ciudad. Son muchas. Y algo más…

En una entrevista concedida por el antes mencionado Woody Allen, a propósito de su película Manhattan, dijo: “presenté una vista de la ciudad como me gustaría que fuera y como puede serlo si te tomas la molestia de caminar por las calles correctas”. Al igual que le ocurre con las mujeres, el cineasta está prendado del misterio irresoluble de su ciudad y de las revelaciones que le regala. Nueva York es sensual, seductora, mordaz, inteligente, inmensamente desgarradora. Te embauca en aristas de pasión hasta hacerte caer enamorado. Tal vez Nueva York no sea una ciudad, ni una sino la mujer a la que amamos. Por eso, al empezar su novela, el guionista de programas de televisión quiso comenzar con un formal “Capítulo uno: Él adoraba Nueva York. La idolatraba desproporcionadamente…”. Mas al final se quedó con la sencillez: “Nueva York era su ciudad… y siempre lo sería”. 

El enamoramiento nace en la liturgia de las pequeñas grandes cosas. Nace sentado en el Planetario del Museo de Historia Natural, bajo un cielo de estrellas proyectadas, adivinando universos perdidos. Nace en un banco de Central Park, con una ardilla mordisqueando una nuez al lado. Nace en los acordes de un músico de voz negra que canta You can’t always get what you want sobre la estrella del John Lennon Memorial. Nace en la pincelada suelta del retrato de Juan de Pareja. Nace en la escalera de incendios de una casa del East Village.

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Luego, como a todos los amores perfectos, hay que cuidarlos. Cuidarlo dejándose conquistar por el rumor sordo del agua que mana de la fuente del jardín del MOMA, ese que tras la cristalera, es una suerte de patio de vecinos en la tranquilidad de una siesta de verano. Cuidarlo yendo de la mano a besar los labios del arco de Washington Square. Cuidarlo haciendo el amor en una habitación con vistas al East River. Cuidarlo parándose a contemplar, desde amable beige dorado de las mañanas al naranja casi morado del atardecer, la luz del sol entre los edificios. Y ya vencido por la ciudad, entregado a ella, aprender a llorar en Manhattan. Pues es la raíz del amor sincero, el que no teme a las lágrimas, la que hace que Nueva York sea, pese a cualquier miedo o terror, indestructible.

Francisco Huesa (@currohuesa)