Hoy hace casi cuatro meses que fui a Estambul. Visitaba a un primo que estaba con la Erasmus. Fui con la familia. Para mí fue una ocasión especial, puesto que nunca he salido de nuestra Europa querida, fulana convertida en madame, y a duras penas aguantaba la pulsión de plantar numantinamente a todos mis consanguíneos y poner mis putos pies en otro continente. Soy así de sencillo. No lo conseguí. A nadie le apetecía cruzar el Bósforo para saber que se sentía no siendo un europeo, porque mi primo ya lo había hecho, y por su parte ya nos informaba que tampoco era para tanto, que meh, y que para simplemente estar por estar en algún sitio exótico ya teníamos Estambul Oeste, que mola más que el Este. Mentiré y diré que no me importó en absoluto. Y aunque me quedé sin poder comparar con mis propios ojos Occidente con Oriente, estar en la frontera es una experiencia rica en detalles digna de exponer de la mejor y más banal manera que se me ocurre: en una lista de esas que no le importan a nadie, sin orden ni concierto, recopilada siguiendo la línea de notas aleatorias garabateadas en un cuaderno y varias servilletas que uno va birlando conforme las necesita. Ahí se la dejo:

estambul1) Estambul es grande de cojones. Pero grande, grande. Mastodóntica. Uno puede tirarse más de una hora en coche en Estambul avanzando en una línea más o menos recta y ni siquiera se hará la mitad de la mitad de la ciudad. Paciencia tibetana necesita uno aquí para moverse.

2) Siguiendo directamente con la primera, los edificios en la ciudad parece que están vivos y que se reproducen entre ellos como conejos, ya que los hay hasta donde alcanza la vista. El horizonte son montañas de edificios y casas y bloques, que han colonizado lo que parecen ser montes y lomas enteras, y uno espera que lo habrán hecho también con todo lo que haya detrás. El paisaje se desdibuja y la civilización parece asalvajarse, ahora con el rol que antes tenían las praderas, o las montañas, o algo que no sea la ciudad. Parece que la urbe te va a comer en plan Inception. O que ya lo ha hecho, y tú ahí sin darte cuenta.

3) No sé la Parte Este, pero uno llega encima con ganas de verse todos los estereotipos posibles acerca del mundo islámico, con todo lleno de señoras tapadas hasta arriba y hombres barbudos y todos gritando Alá y Alá uh Akbar, y luego en la Parte Oeste, pues todo es como una ciudad europea cualquiera.

4) En realidad, es una ciudad europea, pero mejor. Es una ciudad más viva que Roma, o Londres, o Madrid, más real, con más gente de verdad, porque dan la impresión de estar viviendo problemas más reales, del tipo soy europeo pero no y no sé qué significa porque sigo vendiendo mini-ventiladores electrónicos a los chinos y al resto de mis conciudadanos europeos. O ésa es mi sensación de turista circunstancial.

5) Por lo visto y para alegría de mi morbosidad infantiloide, señoras tapadas hasta arriba las hay. Nos comenta la guía que al gobierno actual de Erdoğan le gusta mucho el tema de forrar a las señoras en tela, y que antes de eso no había apenas nada. Pero que si no quieres que tu vida sea un coñazo, y quieres becas para tu body y ese tipo de privilegios de occidentales, no se te puede ver un pelo. Mi primo nos comenta que sí, que las turcas son muy de quitarse el velo cuando llegan de la calle, con ganas además. Al instante me imagino una joven turca estándar, platónica, llegando a casa y cerrando de un portazo, mientras se arranca el velo con un tirón experimentado y se revuelve el pelo como la leona que es. Desconozco si ésa es la realidad de las turcas. Espero que sí.

6) Hay mezquitas por todas partes. A mí, que he sido bautizado y comunizado y aún me sé a corrillo el Credo, me parece gloria bendita y me dan ganas de convertirme al instante en un guerrero de Alá. Nada más entrar en la Mezquita Azul, la alfombra mohosa que habrán pisado millones de peregrinos y turistas me parece el paraíso, y tengo una recaída antiproustiana donde recuerdo con dolor los ratos de pie, y el arrodillarse en los tablones duros de madera de los bancos de la iglesia a la que me llevaban a rastras, y el levantarse otra vez, durante minutos eternos y consecuentemente infernales de una misa típica. Con el rabillo del ojo detecto algunos dibujos recreando la época, y veo como los musulmanes se sentaban tranquilamente en esas alfombras mullidas, y luego los contemplo actualmente yo con mis propios ojos, y me siento estafado. Coño, ¿no somos el primer mundo? ¿Por qué no tenemos putas alfombras?

7) No sólo hay mezquitas por todas partes, sino que además hay cachomezquitas en un número inmoral. En lugares adecuados, es posible observar 5 o 6 mezquitas de tal majestuosidad, que ya una sola hace que el orgullo que dispara la catedral de Sevilla te dé vergüenza ajena. Uno se pregunta si el resto de la gente se sentirá también tan microscópica ante tal demonstración de gloria y poder de antaño, y si reflexionará acerca de cómo los únicos restos de un poder absoluto de ese calibre ahora son en su mayor parte atracciones turísticas, pero el bosque de palitos de selfie que siempre nos rodea te hace quitarte pronto esa idea de la cabeza.

8) Es imposible no estallar de gusto con la comida turca. La variedad es infame, y el paladar está continuamente experimentado el ingenio que es capaz de desplegar el ser humano cuando se trata de ponerse gorrino. En algún lado leí que la variedad culinaria nacional se debe muy seguramente a la cantidad de veces que un pueblo la pasa canutas para encontrar algo que llevarse a la boca, así que cuando la guía nos dice que hay cientos de recetas para preparar las berenjenas en Turquía me echo a temblar de terror y de gusto.

9) Nos comemos un kebab, evidentemente. La guía dice que es el mejor de la ciudad, pero es tan inmensa, y hay tanto maldito kebab en cada esquina que muy respetuosamente no me lo creo. Allí se lleva por lo visto dejar que te eches orégano o una especia picante en la carne, sin embargo no caigo en mi asombro cuando veo a unos lugareños rebozar los filetitos en los botes de especia como si fueran croquetas. No me atrevo a asegurar completamente si es costumbre, o simplemente eran del fenotipo de tío raruno que hay en todas partes. Y en ese punto, tenía mucho miedo para preguntar.

10) He tenido el placer de comer cosas muy locas y muy distintas los días que estuve allí (¡desayunaba Queso Con Miel Y Con Mermelada Y Con Nocilla Y Con Canónigos Y Con Tomate Y Con Otros Dos Tipos Más De Queso!), pero si he de señalar algo fuerte con el dedo eso es el ayram. Vaya, es yogur líquido agrio, no tiene más misterio. Pero se usa como bebida para acompañar comidas picantes y cortar ipso facto la sensación aquella de que los 7 Círculos del Infierno han montado una rave en tu boca. Así te queda la tranquilidad de poder seguir tragando como un pato cualquier cosa que te pongan por delante.

11) Llegamos al Gran Bazar, y nos dejan sueltos para que nos gastemos nuestros dineros. Contra todo pronóstico y con lo fácil que soy de entusiasmar fuera de casa, no veo nada que me interese, así que no encuentro ninguna excusa para degustar el arte del regateo. Algunos miembros de mi familia lo hacen, y me cuentan que los de las tiendas los invitan incluso a entrar en las trastiendas mientras profieren insultos en turco cada vez que se ven obligados a bajar el precio. Yo me dedico a patearme las calles del Gran Bazar mientras me pregunto si toda la mercancía habrá sido siempre tan hortera también en la época de los bizantinos, y encuentro no sé cómo un pequeño patio con una fuente seca, donde hay una tienda española que va de toros. No entiendo nada, y tengo que recogerme porque hemos quedado para ir a otro bazar, así que solo me da tiempo a volver a toda prisa con mi padre y veo una pequeña tienda medio oculta donde no entra nadie, sobre libros y dibujos en árabe, con una caligrafía de una belleza orgánica tal, que me quedo absorto en los trazos durante unos segundos que parecen eternos. Decido que si encuentro un Corán con la suficiente pinta de auténtico, me lo llevo aunque cueste un trillón de dólares.

12) Aparecemos ante la Universidad de Estambul. No es la única, hay bastantes, pero esa es como la oficial y se nota. La entrada es acongojante, con unas torres inmensas rematadas por unas banderas turcas del tamaño de un autobús. Mi primo estudia allí, y dice que eso es solo en la entrada, que luego es como cualquier facultad de comunicación en España. Al lado está la Mezquita de Suleimán, la más gorda de todas, pero el grupo ya ha visto mucha mezquita y democráticamente decidimos volver.

13) Al cabo de un rato se nota una tendencia a que haya bastante niño pequeño tirado en las aceras al lado de un platillo con el que pedir limosna, con edades no superiores a 5 o 6 años. La guía dice que la mayoría son refugiados sirios, que antes la cosa estaba más relajada. Mi primo calla, pero más tarde sin la guía delante reconoce que duda dicha práctica tan pintoresca sea cosa exclusiva de sirios.

14) Para llegar al Bazar de las Especias, hemos de descender por una serie de calles que son frecuentadas más por los locales que por los turistas, pero que unen ambos bazares si uno las controla. Vaya, sólo hay que tirar para abajo hasta llegar al Cuerno de Oro, el golfo que parte Estambul Oeste por la mitad y que se llama así porque refleja el sol del atardecer que da gusto. Debe de ser algo puntual porque no guardo recuerdo alguno de tamaño espectáculo natural que merezca un nombre tan grandilocuente.

15) Tras calles y calles descendiendo sin percibir el final, me invade la inspiración divina y, epifánico perdido, me doy cuenta que eso es el Auténtico Bazar. Las tiendas se amontonan y apenas dejan espacio para la multitud de personas que recorren para arriba y para abajo las calles, comprando, vendiendo, transportando productos, con tanta actividad que aturde, como si eso fuera el Corte Inglés de los mercadillos. Tardamos lo nuestro en recorrer todas las calles, hasta el punto de encontrarnos metidos de lleno en un atasco humano en los callejones más próximos al Bazar de las Especias. Allí, inmóvil y encajado entre decenas de turcos, oliendo una mezcla de sobacos turcos que debe comprometer una muestra bastante completa del país, me doy cuenta que eso puede ser lo más auténtico que experimente en esta ciudad. Estoy entusiasmado.

16) El Bazar de las Especias destaca porque es otro bazar para turistas pero éste va de chuches y tés. Hay tés de todo, y para todo. Que si para el Amor, que si para la Felicidad, que si para las Almorranas, etc. Yo me conformo con naranja y con limón, esperando que sea una decisión prudente y acertada. Ya de vuelta en España me daré cuenta de que no podía estar más equivocado.

17) Hay puestos de sanguijuelas en el mismo bazar. Sanguijuelas vivas, en botellas de agua de 5 litros. Me doy por satisfecho.

18) Nuestra guía se queja a intervalos regulares del gobierno de Erdogån. Me dice que apague la cámara para no grabarla mientras lo hace. Hago como que la apago, y ya está. Hasta qué punto se debe preocupar esta turca aleatoria de que su opinión no se registre en ningún lado me sorprende como núbil y virginal europeo de la década de los 90 que soy, casi más que las mezquitas y el ayram.

19) El nacionalismo impacta. El de verdad, quiero decir. Cuando fui a Barcelona y estaba deseando ver catalanes furibundos por todos lados exigiendo la independencia, lo más fuerte que presencié fue como a un amigo no le hablaban en español en una farmacia. Pero lo de Turquía, es otro nivel: es imposible no ver el perfil de la ciudad sin encontrarse con una bandera turca gigantesca dominando los alrededores como ideológicas torres de vigilancia. Y más llama la atención el sinfín de retratos de todo tipo que uno puede ver por la ciudad de Mustafa Kemal Atatürk, el fundador de la Turquía moderna: Atatürk en grande; Atatürk en pequeñito; Atatürk con sombrero o sin sombrero, con bigotín discreto u mostacho soviético; o de civil, militar, y hasta con el atuendo tradicional turco; mirando al infinito sideral, o firmando papeles; de pie; sentado; en un velero o montando a caballo. Falta Atatürk cagando, casi.

20) El amor sin frenos por el Padre de la Nación nos suena muy alienígena a todos porque tanta bandera y tanto rojo y tanto ilustre líder por todas partes trae reminiscencias de otros tiempos pasados más imprevisibles para el ciudadano medio. Es verdad que Atatürk no le daba tanto al bigote y eso parece buena señal, pero cierto es que incluso con esas los turcos que amen muy mucho a su ex-presidente resulta bastante raro. Están hasta dispuestos a perdonarle que se fuera al otro barrio por tener el hígado hecho una verbena, después de tanto darle al muy nacional raki (que es un alcohol hecho a base de uvas que se mezcla con agua, y que le da un color blanco lechoso sospechosísimo que por desgracia no llegué a probar).

21) Insistiendo en el tema del amor filial nacional, se nos explica el porqué de tanta pasión desbocada: Atatürk («Padre», en turco), tras la derrota a manos de los Aliados en la Primera Gran Guerra, encabezó el bando revolucionario apoyado por el ejército en una guerra civil que acabó con el califato anterior e instauró la República de Turquía actual. Lo más asombroso es que este golpe de estado militar (que huele a uno de nuestros muy nacionales pronunciamientos lo que no está escrito), lo que hizo fue acabar con siglos de dominación supersticiosa y religiosa instaurando políticas modernas de educación pública, separación de poderes, medidas laicistas, y todas esas cosas que en Occidente parecen que dan alergia a los militares. Todos nos miramos con cara de que esto es el mundo al revés.

22) En una de estas vamos al cementerio del barrio del barrio de Eyüp, que es el cementerio multicultural histórico de Estambul. Domina la ciudad y el Cuerno de Oro desde el oeste, sobre un monte cuyas laderas están sembradas con lápidas de todo los tipos y formas, y a cuya cima puede uno llegar en teleférico y así contemplar cómodamente desde las alturas una estampa muy bella de cómo vamos a acabar todos. Y tomarte un tchá mientras, ya que estamos.

23) En lo alto del mirador del cementerio, veo a un grupo de cuatro chicas jóvenes musulmanas tan retocadas y despampanantes (con sus velos y todo) que parecen recién salidas de Mujeres y Hombres. Es imposible mentir y no decir que son hermosísimas, pero la cantidad de selfies que se hacen con las tumbas otomanas detrás es tan alta que soy físicamente incapaz de seguir mirando.

24) En el palacio de Topkapi, más que las apabullantes riquezas y las siete salas para la siesta más grande cada una que mi propia casa, lo que impresiona es la cantidad desmesurada de turistas. Llegan en hordas. Mi prima lamenta el daño que le hacen al lugar, que visitó hace años prácticamente sola, como en un sueño. Yo espero que sea temporada alta, pero en mi interior sospecho que este es el futuro que nos espera: oleadas interminables de extranjeros armados hasta los dientes con réflexs y objetivos de más de 300 euros. Podría ser peor.

25) Intentamos ver las Reliquias Sagradas de los Profetas, pero la cola es cataclísmica y nos tenemos que conformar con la sala del tesoro que exhibe las medallas otorgadas al califato turco. Es tan rancio como suena. Hay una otorgada por España y todo, y aunque no recuerdo la fecha supongo que será anterior a Lepanto. Es tela de hortera, de manera que me la creo sin dudar ni un ápice.

26) Nos montamos en un barco. Es uno de estos barcos que navegan a lo largo del Bósforo y nos lleva hasta el Mar Negro. Por el camino mi primo de 13 años coge el timón, y eso es lo más cerca que estoy de Asia. Llegamos al Mar Negro (que no es más oscuro que cualquier otro mar que haya visto antes), y volvemos haciendo eses pasando por la orilla asiática. Desde lejos parece muy civilizado e idílico, con sus jardincitos y sus niños jugando en los parques bajo la mirada distraída de los mayores. En el horizonte se perfilan los rascacielos, como haciéndole competencia a los que hay en la parte occidental.

27) Los perros callejeros de Estambul no son los típicos chuchos tristes y asustados que ves en cualquier otra ciudad: son animales grandes, bien alimentados y casi que puedes notar como se afanan por alzar la cabeza con orgullo y desprecio gatuno. Se duermen literalmente en cualquier lado; poco les importa que sea en medio de la calle más atestada de la ciudad, que ahí se repantingan como señores y no ves que a nadie le extrañe un pelo. Rumiamos teorías que expliquen este paraíso para canes, y la más votada es que harán el agosto con las toneladas de comida que deben desechar los turistas y que de alguna manera no acaba en las bocas de los refugiados sirios y no tan sirios.

28) Paseando por la calle de compras principal de Estambul, mi madre descubre una iglesia católica en plena ceremonia y nos acercamos a curiosear como buenos guiris que somos. Las puertas están abiertas, y desde fuera se observa una especie de misa donde el señor que oficia el sermón está flanqueado por un par de telas de varios metros de largo de un blanco níveo que descienden desde el techo hasta el promontorio. El efecto es aún más sobrecogedor debido a un rayo de luz que parece provenir de arriba, enmarcando el púlpito en una composición triangular que recuerda a algún rompimiento de gloria de El Bosco. No puedo entrar a ver la ceremonia porque me lo impide un segurata negro en la puerta. Nada más poner un pie dentro ha aparecido de la nada con un walkie-talkie; no tengo ni idea de cómo me ha visto llegar (¿Cámaras de vigilancia? ¿En vez de alfombras CÁMARAS DE VIGILANCIA?) y no me deja entrar ni aunque guarde la cámara. De ahí salen y entran gentes de todas las formas y tamaños y me enfado porque aunque lo entienda no consigo acostumbrarme a que me discriminen sin darme explicaciones antes. Intento grabar desde fuera con el zoom de la cámara. Horror; veo aparecer al vigilante negro por la puerta y busca con la mirada hasta que me encuentra. Me alejo con premura y súbitamente me encuentro rodeado de negros en traje. Por suerte no me buscan a mí, y parecen estar bastante a gusto charlando entre ellos en un ambiente muy de buen rollo neoyorkino del que ves en las películas y series modernas. Hablan inglés con acento del Bronx, pero ni me molesto en grabar porque desde el negro con walkie-talkie ya no me fío de los de tez oscura.

29) Fuera hay un niño de unos 4 años en la calle, sólo, tocando lo que parecer ser un ukelele pero versión turca. Un poco más adelante un nórdico le está haciendo fotos con un gran angular en toda la puta cara a un sin techo que parece no darse cuenta de nada. Al lado está la novia del guiri haciendo de perchero femenino para el abrigo y el resto del equipo fotográfico, esperando pacientemente a que el artista acabe. Seguramente esa foto genere cientos de miles de likes en Instagram.

30) A nuestra guía le encanta jodernos los estereotipos y lo último que nos revienta es que los turcos son en realidad muy blanquitos y muy rubios. Toma castaña; lo que nosotros creíamos que eran turcos en realidad son turcos pero de etnia kurda principalmente, de las zonas cercanas a Siria y a Oriente Próximo. Ya es que no te puedes fiar de ná.

Veo carteles anunciando el Festival de Cine Internacional de Estambul. Me hacen los ojos chiribitas pero voy en viaje comunal y sólo alcanzo a mirarlo de lejos como un niño afgano hambriento miraría el comedor de mi ex-facultad. No entiendo absolutamente nada de lo que pone en los carteles pero salivo pensando en lo que debe parir fílmicamente esa ciudad que a nadie le importa hasta que los turistas pueden ser atropellados por avalanchas de jóvenes manifestantes musulmanes. Se acerca el fin. Toca comprar regalos de despedida. Registramos tiendas y tiendas y al final mi padre y yo decidimos que currárselo y buscar regalos personalizados está sobrevalorado, y compramos entre los dos un cargamento de 10 afrodisiacos turcos a 1 euro cada uno a repartir entre las amistades (y sobre los que, aún, nadie me ha comentado nada acerca de su presunta o no eficacia). Son mis últimas horas en esta ciudad. En el aeropuerto a la vuelta mi padre y yo nos escapamos durante la espera que precede la apertura de puertas y nos comemos una pizza turca, casi lo último típico de aquí que no hemos probado.

Sabe un poco a plástico.

No consigo dormirme en el avión.

Guillermo Cerrato