Siguiendo la lógica del kantismo neo-hollywoodiense, toda vida es una película o, al menos, es susceptible de entenderse como un largometraje. Resulta obscenamente sencillo: uno es el protagonista, los demás, los secundarios. También hay extras e invitados especiales en forma de famosos con los que uno se topa de repente, dioses del tuit a los que uno pone cara y olor o simplemente, nombres lo suficientemente resplandecientes y vibrantes como para contar con una personalidad propia incluso en la distancia de nuestras fantasías.
Esta, desde luego, es una filosofía de vida de lo más deprimente, solipsista y escalofriante pero, al mismo tiempo, demasiado sugerente en su simpleza y su poderosa adaptabilidad.
¿Quién se despierta todas las mañanas, remoloneando en la cama no por pereza sino por la ancestral duda universal sobre qué haces con tu vida, tú o ellos? ¿Quién siente físicamente el dolor de un modo empírico, ahí, en la rodilla, en los pinchazos en el estómago, tú o ellos? ¿A quién se le cementa el pecho cuando lo abandonan, lo hieren, lo humillan o se le infla con helio de orgullo cuando lo alaban y lo ensalzan? La respuesta sensata es: a todos.
La respuesta más emocional, la que salta desde lo más hondo del píloro, desde luego gruñe otra cosa. Tú, desgraciado, no me vengas con tonterías.
La experiencia humana directa, lo que comúnmente se conoce como poner un pie en la calle e interactuar con otros homínidos, ayuda a desprenderse de las falacias de la ficción, principalmente de aquella que sugiere que todo relato se centra en uno o varios protagonistas, vidas lo suficientemente relevantes como para sacrificar en pos de su narración espíritus, almas, inquietudes, escozores y dilemas de seres inferiores, los secundarios. Gente de fondo. Por no hablar de los extras o, en el fondo de la pirámide alimenticia del relato, los figurantes. El propio nombre no deja lugar a dudas: son muebles con cajas de voz a las que se da cuerda. Desde luego, el resultado televisivo, cinematográfico, ejecutado con la maña y el talento suficiente, no nos abandona precisamente a un pozo de dudas existenciales sobre esos fantasmas de decorado, de sala de montaje.
En cambio, dese un topetazo en la frente con su iPhone. No se corte, Steve Jobs lo querría así. Cada vez que alguien descubre un nuevo uso de su monolito-de-2001 a escala se revuelve de gusto en su cielo budista. Dese un golpe y piense en su escenario. Honestamente, recuerde a quienes ha tomado o podría tomar por secundarios, por actores invitados, por los Seinfeld de todas esas neo-sitcoms deudoras, por los sonrosados actores y escritores y políticos invitados arrellanados en los sofases de esa constelación infinita de late shows norteamericanas. Déjese llevar por un instante por la espectacularmente asimilable teoría de Su Vida Es Una Peli/ Un Late Night y reconsidere a los pobres asalariados arrojados a la caldera del motor de su relato personal.
¿Nota ya el peculiar encogimiento testicular solo de ponerse en su pellejo? ¿Será posible que usted, amigo prota, también sea el secundario de otras cientos de miles de historias, de cuyo desarrollo jamás se le informa, sobre cuya participación y efectos en la narración principal jamás se le ofrecen detalles? ¿Empieza a sentirse aun más solo y fané en este valle de lágrimas?
¡No tema! ¡Agarre un buen puñado de pétalos de rosas de ese cesto y arrójelos por los aires! Hoy tiene la oportunidad de redimirse con esta lista de esa gente de fondo sin la que Los Simpsons no hubieran alcanzado el estatus de Abstracción Universal Jungiana.
1) Actor Secundario Bob
El primero porque es mi favorito. No more, no less. La historia es de sobra conocida: obsesionado con transformar el show de Krusty en un espacio cultural, Bob incrimina a Krusty en el atraco al badulaque, Bart es testigo, Bart termina desbaratando los planes de Bob, da inicio la manía persecutoria-homicida del actor secundario, a la que tendremos que agradecer tantos episodios donde la referencia cinéfila y la cuidada narración dramática se unirán a la habitual galería de gags de los episodios comunes.
Bob, el estirado y pedantérrimo hombre de letras atrapado por un instinto psicopático alimentado ante la omnipresencia de la bazofia televisiva, el espectro de Bart Simpson como emblema de un público menudo (¡el futuro de la nación!) que aplaude a rabiar las bromas sin gracia del viejo bufón. ¿Cómo no va a caer en gracia un personaje capaz de fusionar en cuatro trazos de lápiz y amarillo canario la cara de palo de Buster Keaton sazonada con el erudito frenesí asesino de Hannibal Lecter? Dos, dos son las secuencias definitivas del maníaco del pelo rojo y las dos son musicales: uno, la interpretación de He is an Englishman, de la opereta HMS Pinafore de Gilbert & Sullivan y, dos, la interpretación del aria “Vesti la giubba” del I Paggliaci de Leoncavallo. ¿Y por qué son geniales? Porque en menos de minuto y medio las cualidades que convierten a un personaje soberbio como el actor secundario Bob en lo que es salen disparadas cual petardazos en Fallas: el refinamiento, el sadismo de plantarse a cantar una pieza clásica como preludio a una escabechina machete en mano, el inevitable fracaso y resignación. Es la tragicomedia musical de un hombre perdido, desolado por los extraños vericuetos tomados por sus aspiraciones, la progresiva degeneración personal azuzada por el fracaso y, en tantos otros capítulos, por la desconsoladora imposibilidad de redención, de adaptación. Y todo ello, de fondo, por supuesto.
2) Doctor Nick Riviera
Si Bob es la tragedia de la derrota, Riviera es la pura satisfacción de la negligencia. Curiosamente, las ficciones televisivas han perdido tradicionalmente el culo por los doctores, cirujanos y otros sacaórganos, representándolos siempre bajo un mismo patrón: mayor o menor nivel de genialidad pero nunca fuera del campo de la brillantez supina, inteligencia suprema que, porsupu, los sume en abismos emocionales insondables que solo pueden llenar a base de acostarse entre sí, con comedidas adicciones a los analgésicos o, en el que quizá sea el experimento más arriesgado al respecto (Scrubs) poniendo a prueba a la audiencia con la cara de circunstancias y desconcierto de Zach Braff. En cambio, ¿quién se ha atrevido a serializar las desventuras de un auténtico y literal matasanos, un timorato y vil profesional de la medicina? Solo la idea de que un tipo al que confiamos nuestra salud pueda estar corrompido, sea un vividor de los que conducen con un cadáver en el coche para poder usar el carril para acompañantes o cualquiera de las nobles virtudes que uno atribuiría, digamos, a un concejal valenciano, esa óptica apenas ha sido tratada por ningún guionista. ¿Resulta descabellada o demasiado acojonante como para siquiera plantearse una ficción donde un médico multiusos se de la vida Jordan Belfort a base de exprimir pacientes en lugar de inversores bobalicones?
Quizá de ahí el hipnótico mantra del doctor Nick, imposible de evitar aun entre los miembros de un comité médico disciplinario: ¡Hola a todo el mundo!
3) Hans Topo
Diana humana. Criatura de textura de cacahuete emergida del reino subterráneo de los Hombres Topo, ataviado con el disfraz de un anciano arrugado que nunca, jamás, aparece en los flashbacks del abuelo Simpsons, al contrario que otros miembros del club de la parca, como Jasper. Sospechoso.
Posiblemente la mayor virtud de Hans Topo sea elevar a la enésima potencia las catástrofes humanitarias del slapstick: se cae por un precipicio mientras conduce un camión donde transporta la casa de Edgar Allan Poe, recibe el infame Balonazo en sus Partes, lo devoran cocodrilos, le taladran el cerebro, le borran la memoria para convertirlo en otro Bart Simpson y, ante todo, él sí que decía Bu-arns!.
4) Frank Grimes
Graimito. Otro retrato aterrador en tanto que desmitifica un símbolo manido, repetido hasta el calambre lumbar especialmente por los Nuevos Predicadores del Evangelio del Coaching: el Hombre Hecho A Sí Mismo. En efecto, Frank Grimes sobrevivió a la explosión de un silo, se sacó un doctorado en física nuclear y ahora vive sobre una bolera y debajo de otra. Además, se pluriemplea para poder pagar el alquiler de tan insigne habitáculo. Su némesis: Homer Simpson, epítome de todo aquello que una vez consideró lastre y, por ende, lo tiró por la borda en menos de lo que se tarda en decir arriquitaun: la despreocupación, la falta de seriedad, la relajación (de marmota en el caso del Gran Hombre Amarillo). No entiende cómo un individuo así ha triunfado y he aquí la segunda gran tragedia protagonizada por un secundario de la serie, después de Bob: Homer se pasa las veinticinco temporadas demostrado cierta amargura ante cómo ha terminado siendo su existencia, logros que para Frank Grimes son poco menos que los tesoros escondidos en la cueva de Alí Babá. Todo su esfuerzo no podría ni empezar a pagar los logros que Homer Simpson ha acumulado a lo largo de su perezosa y peligrosamente negligente existencia. Tal como le espeta en su episodio: “En cualquier otra parte del mundo ya habrías muerto de hambre.” Hombre, Graimito, quizá en Alemania, incluso en Francia, pero en España no sé yo qué decirte.
A pesar de la crudeza de su retrato, la figura de Grimes deja entrever sin embargo una bonita lección en este neonrefulgente amanecer de Autoconfianza, y Póngase Metas y Trabaje Duro Y Lo Conseguirá: la suerte y cierta fe en el azar (¿a base de irresponsable despreocupación? ¿a base de no importarte lo que debería importarte porque es lo que te hace un Hombre Hecho y Derecho?) juegan un papel mucho mayor en la vida de uno de lo que el destino al alcance de su mano prometido por cursos, másteres y programas oficiales de Aprenda a Empoderarse desean admitir. Sea como sea, ofenda los mantras de autosuperación y meter la quinta hacia el futuro de quien ofenda, al final del capítulo es esa amenaza andante para Springfield que es Homer quien avanza y prospera cuando decide ponerse manos a la obra y “trabajar” un poco más, manteniendo su casi primitiva espontaneidad. En cambio, el pobre, desdichado y mártir universitario Frank Grimes ni se plantea modificar una filosofía de vida representada en el corte de escuadra y cartabón de su ridículo peinado. Trabajo. Esfuerzo. Eficiencia. Méritos. Al final, pierde la cabeza, incapaz de entender, incapaz de comprender qué falla en la sociedad. Incapaz de iluminarse y aceptar la menor modificación en sí mismo sin perder su esencia, tal como hizo su archienemigo.
Y termina electrocutado.
5) El perro de mirada aviesa
¿Qué maquina ese chucho? ¿Qué pinta ahí en mitad de la calle, plantado sin más, sin dueño, auscultando al personal? No se fíen, trama algo.
Esto es la vida y todo pasa, las praderas se ahogan en humo de petróleo gracias al fracking, las margaritas se marchitan para dejar paso al pasto y los actores de doblaje mueren. ¿Dónde fue a parar Troy McClure, al que recordarán por películas como Alicia voló por el parabrisas, Mamá, ¿qué le pasa a ese hombre en la cara? o Marcar A para Asesinamiento? McClure siguió los pasos de Lionel Hutz, a quien también ponía voz Philip Hartman, intérprete de doblaje kaput después de que su esposa le pegara un tiro mientras dormía en 1998. Así, la realidad siempre termina filtrándose incluso en los universos exagerados, entrañables, desquiciados más gloriosos. Por suerte, la memoria, sustentada en este caso gracias al bucle eterno de las dos de la tarde, se muestra más partidaria de aliviarse con una buena risotada cuando el drama se empeña en imponerse. Ahí es donde habitan los extras.
Isaac Reyes
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