Perros de paja (Sam Peckinpah)
El astrofísico David Sumner (Dustin Hoffman) se muda junto con su esposa (Susan George) hasta un pueblecito británico, lugar de origen de ella, para terminar un libro que está escribiendo con una beca de la Universidad. Allí, David y su esposa alquilarán una granja un tanto aislada de la población, para encontrar la tranquilidad que no han tenido en Estados Unidos. Parece un plan perfecto hasta que los lugareños comiencen a demostrar a David que él no es uno de ellos, mofándose una y otra vez del pusilánime profesor y aprovechándose de su poco espíritu; así como la pareja comienza a vivir una crisis provocada por el escaso interés de David hacia su esposa y su matrimonio, que se siente cada vez más insatisfecha con su vida. Tras un accidente de tráfico, en el que atropellan a uno de los pueblerinos, una turba violenta se presentará a las afueras de la granja pidiendo que le entreguen a dicho personaje, acusado de la desaparición de una chica esa misma noche. La negativa de David a entregar como “chivo expiatorio” a aquel hombre dará como resultado una espiral de acontecimientos inesperados…
La década de los sesenta había provocado en la sociedad estadounidense una gran agitación en torno a varias reivindicaciones: la liberación sexual, el estallido de tensiones por los problemas raciales… estaba desencorsetando un american way of life que se había establecido durante los años cincuenta y que el Cine, como manifestación artística, se había encargado de plasmar en muchas de sus obras.
Hollywood no había estado dispuesto a permitir que muchos autores se saltasen ni dinamitasen esa sociedad bien establecida en la que las señoras eran buenas amas de casa y los caballeros, sombrero en mano y maletín en ristre, volvían del trabajo en su casa con jardincito delantero; fingiendo, muchas veces, una felicidad que brillaba, de puertas para adentro, por su ausencia. Para ello, el Código Hays, encargado de controlar los posibles excesos de sexo y violencia, actuaba de régimen inquisitorial cinematográfico desde los años veinte. Pero no era oro todo aquello que relucía… Debajo de toda esa pátina de perfección, la sociedad estaba viviendo una auténtica convulsión llegando a extremos que dieron como consecuencia todos los movimientos sociales citados durante los años sesenta. Como puntilla a una etapa que llegaba a su fin, 1969 le daba carpetazo al Código Hays e inauguraba un nuevo método de calificar las películas, esta vez por edades.
Y dos años después de todo esto, en 1971, un director con fama de bebedor empedernido, de misógino y de realizar películas violentas iba a aprovechar la coyuntura. Mofándose de todos los clichés que lo acompañaban, bien parece que Sam Peckinpah deseaba darles la razón a todos aquellos que lo acusaban filmando una película excepcional: Perros de paja.
Junto con el guionista David Zelag Goodman, adaptó para el cine la obra El asedio a la granja de Trencher, del escritor Gordon M. Williams. Retocando algunas características de los personajes, e insuflándoles los matices que el director requería, la historia se conservaba, en sus líneas argumentales principales, intacta. No es de extrañar que Peckinpah se interesase por una obra que reflexionaba sobre la violencia en el ser humano, puesto que (y para muestra un botón) había quedado maravillado con un libro que, al igual que la obra de la que estamos hablando, también giraba sobre el mismo tema: La familia de Pascual Duarte, de nuestro escritor patrio Camilo José Cela.
Perros de paja es un muy buen ejercicio cinematográfico desde el punto de vista formal: la fotografía, usando mucho los interiores, y dotándolos de la atmósfera que requiere cada escena; los planos, utilizando montajes en paralelo en algunas ocasiones, que dotan de tensión a la historia; la banda sonora de Jerry Fielding, que tan solo con escuchar sus primeros acordes al inicio consigue desasosegarnos… pero, por encima de todo, la violencia. La violencia rodada tal y como un director como Sam Peckinpah era capaz de rodarla: sin espectacularidades, sin coreografías… Se trata de una violencia sucia, realista; tanto que llega a poner los pelos de punta en algunas ocasiones. Pudiera parecer que la utopía hippie de los sesenta dio como consecuencia una visión pesimista de la sociedad y del género humano; no solo Perros de paja fue estrenada en ese año de 1971, sino que ese mismo año, el señor Stanley Kubrick se sacó de la manga una obra maestra como La naranja mecánica; por cierto, tan poco entendida y tan vilipendiada como la película de la que estamos hablando; acusadas, ambas, de los mismos “delitos”.
Para dar credibilidad a la obra hacían falta dos actores potentes, porque potentes son los personajes principales, aunque los primeros minutos del film parezcan que contradicen esta afirmación. El protagonista masculino se lo llevó Dustin Hoffman, que ya había demostrado su solvencia en películas como El graduado (1967, Mike Nichols), y que daba la talla perfectamente en el papel de tipo apocado con sus gafas, su flequillazo y sus pocas ganas de comerse el mundo, si no es el académico. El papel que representa, David, es el de un pobre tipo que más bien parece un pringado que otra cosa, que ha cruzado el Atlántico huyendo de la violencia de su país para no tener que posicionarse, y que se encontrará ¡ironías de la vida! con un choque de violencia tan brutal como los que ha visto como espectador por la televisión estadounidense, pero con una salvedad: ahora el antiguo espectador será el protagonista.
Su esposa, una Susan George que rebosa sensualidad en las casi dos horas de película, hilvana un papel magnífico: una esposa decepcionada, hastiada de un matrimonio en el que su marido pone más interés en sus ecuaciones que en ella misma. Una mujer insatisfecha que vuelve a un pueblo de cuyo nombre no desea acordarse porque en él comenzó a ser mujer demasiado pronto, rodeada de hombres rudos y violentos que la empequeñecieron como persona y donde ha pagado demasiado sus errores de juventud.
Y el tercer gran protagonista… el pueblo. El pueblo como escenario, como grupo de individuos cortados por la misma tijera. El pueblo que se reúne en torno a la taberna todas las tardes tras el trabajo para beber y beber mientras se regodean en sus miserables vidas; porque miserables son sus mentes, porque miserables son sus actos. Un reparto coral formado por cinco hombres (cinco amigos) repulsivos, que consiguen transmitirnos repugnancia en todos y cada uno de sus actos. Todos ellos crean una atmósfera ponzoñosa, malsana… que nos advierte de que las cosas no pueden acabar bien. Un pueblo donde los hombres parece que hubieran involucionado, tratando a las mujeres como posesión, como trofeos sexuales sometidos por una violencia física y psíquica latente (y explícita en algún momento) durante toda la película.
Con todos estos elementos, afirmar que Perros de paja es una película “hermosa” o “agradable” sería mentir con todas las letras. Sam Peckinpah consigue urdir con dichos mimbres un film donde la violencia y el sexo se entremezclan de una forma desagradable; porque la violencia jamás puede ser bella. Parece como si el director quisiera demostrar, a ejemplo de lo que hoy en día consigue el maestro Eastwood, que nunca hay hermosura en el mal, a diferencia de lo que hemos visto en otras producciones.
No quedó exenta la película de polémica, debido sobre todo a la utilización y al papel de Susan George, ya que ciertos sectores se quejaron del rol de objeto que parece que la protagonista enarbola en algunas ocasiones. Se trata de un tema ambiguo, porque parece que el director quiere incitarnos a pensar que ella, como método de venganza hacia su esposo, inicia un juego “del gato y el ratón” con su antiguo novio (consciente o inconscientemente) que tendrá horribles consecuencias. Hasta qué punto podemos calificar de misógina esa parte de la historia es algo que el mismo espectador debe juzgar, ya que queda abierto a posibles interpretaciones.
Con polémica o sin ella, Perros de paja se ha convertido en una de las grandes películas de la década de los setenta; y una de las más grandes obras (si no la más grande) de su director. Una película que es capaz de revolver las entrañas del que más y el que menos, y plantear sobre el tapete una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto somos seres civilizados? ¿en qué nos convertimos cuando abandonamos la cultura que nos reprime y es nuestro gran mecanismo para vivir en sociedad? El protagonista se verá abocado a tener que plantearse éstas y otras preguntas de semejante índole cuando sea él mismo el encargado de defender su territorio, su casa, como único espacio libre de la barbarie de unos borrachos sedientos de sangre y de venganza. Pero, ¿hasta qué nivel de violencia estará dispuesto a llegar para mantener su pequeña utopía de (irónicamente) justicia libre del castigo y del ensañamiento popular?
Una película incómoda, valiente (pocos en una época de corrección política que ha derivado en tiranía se atreverían a rodarla como Peckinpah lo hizo) y totalmente actual, porque las preguntas que nos escupe a la cara sin anestesia el director nos las debemos hacer todos: ¿existe alguna licitud en la violencia? ¿Realmente somos tan civilizados como nos gusta creer? ¿Verdaderamente tenían razón Plauto y Hobbes al señalar que, en ciertas circunstancias “el hombre es un lobo para el hombre”? Para el director parece claro que sí; en una pesimista visión del mundo quiere hacernos plantearnos que al final, parece que la vida (y nuestros congéneres) nos tratasen a veces como a esos “perros de paja” a los que hace alusión el título, que una vez usados en las ceremonias religiosas de la antigua China eran pisoteados y olvidados, tratados como los muñecos que eran en un mundo al que les importaban bien poco…
Disfruten de la película y su reflexión, merece la pena.
Carlos Corredera (@carloscr82)
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