¿De qué va una película con un nombre propio algo risible y una cara como la de Judi Dench? Pues miren ustedes, de lo que va es bien sencillo. Philomena es una señora irlandesa. He aquí la primera cuestión a tener en cuenta. Escuchen detenidamente a U2, piensen que Irlanda tiene su primera Ley del Aborto en 2014, y luego piensen en todos los estereotipos de los irlandeses. Menos el de borrachos. Católicos, efectivamente. Muy católicos.

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Porque de lo que va la película al final es de sumisión, oigan, no nos engañemos. Philomena es una mujer católica, apostólica, romana y sumisa ante poderes superiores que no sabe interpretar pero que entiende que debe respetar. Llámenlo como quieran, pero la película magníficamente dirigida por Stephen Frears va sobre eso. Luego, además, nos encontramos que Philomena fue una muchacha adolescente a la cual la crema Chilly no le fue suficiente para calmar sus ansias y tuvo un affaire (bueno, en Irlanda le dicen “echar un casquete”) con un muchacho. Sí, lo han adivinado, la represión cultural a la que Philomena adolescente era sometida no fue suficiente para reprimir la biología, como es natural por otra parte. Y de ahí nació un niño. Vaya por Dios, nunca mejor dicho.

Resulta que, como no podía mantenerlo y el padre de la criatura “caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”, Philomena se entregó a trabajar para un convento a cambio de que la mantuvieran. Las monjas no solo la hicieron sufrir en el parto sino que, además, vendieron al hijo. Y he aquí que la Philomena abuela intenta buscar al nieto con la ayuda de un periodista de la BBC caído en desgracia, Martin Sixsmith (Steve Coogan). Ya no les digo más o no van a descarg…a ir a verla al cine.

En general todos están correctos en el filme. Cuando digo “correctos” entiendan que resulta difícil desentonar cuando te está dirigiendo el que sacó adelante The Queen o Las amistades peligrosas. Steven Coogan hace de… Steven Coogan, es decir, es justo lo que se espera de un tipo con más cara de inglés que un penique. Quizá demasiado cara de palo si lo comparamos con lo visto en I’m Allan Partridge o In the loop. Lo mismo de Judi Dench.

Eso sí, quizá ese aire contrito de ambos sea lo que refuerce el aspecto temático de la película. Después de todo hay algo que cuesta trabajo entender para el fervoroso católico cultural anti-católico religioso que es el español medio. La represión como un elemento que llega a encauzar. El poder de la sumisión.

La cultura se basa en la violencia, dado que sirve para encauzarla. La cultura no es más que la interiorización de los instintos primarios, entre ellos matar o ponerse a follar como animales de forma descontrolada. Todos, al final acabamos asumiendo un cierto grado de auto-represión mediante la educación. Eso, como es evidente, es un arma de doble filo. Observen sino la cada vez más flagrante propagación de doble-moralistas hipócritas que exigen lo que no son.

De eso sí que no va la película porque las monjas de este filme no tienen relaciones sexuales y tan sólo en una frase se insinúa que el sexo es algo nefasto. Es más, en casi toda la película lo que se expone es que la no contención es lo que es malo. Eso va a resultar complicado para el espectador nacional (de nuestra proto-nación digo) que pertenece a un mundo donde la represión se asume como elemento negativo bajo un sistema de estructura social esquizofrénica: negamos por sistema (y por cuestiones históricas) el elemento católico que es inherente a nuestra cultura. Somos un país de reprimidos que actúan con una libertad que les es ajena.

La pérdida de valores de contención llevó en los 60 y 70 a Europa a un progresivo consumismo, llegando a pensar que este sentimiento místico de comunidad se podía comprar y tomar en dosis que aliviaran el desconsuelo de la sociedad que produce un exceso de individualismo. Al final se le dio la vuelta a la idea de que «la religión es el opio del pueblo», que se encontraba en los orígenes del movimiento, para llegar a esa otra de que «el opio es la religión del pueblo» que exaltaba el individualismo como bandera ilusionante. Se perdió el equilibrio, y se propagó la idea de que podía existir una «cultura permisiva» (o sea, una anticultura) como algo positivo para la comunidad (unión por el sentimiento), transformando ésta en pura sociedad (unión racional por los intereses). No es otra la idea que subyace tras el sistema educativo vigente.

Ese proceso no nos afectó a nosotros hasta mucho tiempo después, y en ello andamos, perdidos. Ése quizá es el problema de que la producción cinematográfica española respecto a un problema semejante, los niños “robados” con la connivencia de las congregaciones religiosas no aborde cuestiones de calado. Se limitan a la cuestión maniqueísta de sospechar que existen unos buenos y unos malos. Les da igual la parte humana y, al contrario que en Philomena, no profundizan en la naturaleza de la cuestión: la represión y la contención. Algo a lo que contribuye una notable Judi Dench que arregla la forma en la cual concluye Coogan su personaje, quizá más desacertado.

No deja de resultar paradójico que, como viene pasando últimamente, uno acabe por preguntarse, como sucede en otras tantas películas europeas, ¿qué está pasando mientras con el cine español?

Aarón Reyes (@tyndaro)