En una red social un colaborador de la revista amiga de Cebrián se expresaba como es habitual con esa superioridad moral que da escribir en una revista amiga de Cebrián. Como yo escribo en una revista con menos amigos puedo permitirme ciertos lujos. El primero es criticar a Cebrián. El segundo es criticar a los que colaboran y dicen sandeces como las que dijo. En parte tenía razón, tampoco hay que ponerse severos cuando se carece de ganas de hilar pensamientos e ideas. Con el atentado y asesinato al embajador ruso en Ankara muchos empezaron a hablar de Gavrilo Princip. Ya saben, pam, pam, adiós Francisco Fernando, hola Primera Guerra Mundial. Las ganas que tiene la gente de una desgracia. Al colaborador de la revista amiga de Cebrián le repateaba la comparación y decía que no había nada parecido porque aquel era diferente, que era otro apellido, etc. Muy de ese colaborador por cierto centrarse en los hechos y no en los procesos. Muy de ese tipo de análisis de hechos históricos.

Les voy a contar porque sí se parecen y porque se trata de hechos tangenciales que suceden en función de unas sinergias. Primero los ejemplos. Mayo de 1618. Martinit y Slavata son literalmente defenestrados, es decir tirados por la ventana, y caen en una montaña de estiércol. Son consejeros católicos enviados por Fernando II y secuestrados por los calvinistas bohemios. Se le llama la Tercera Defenestración de Praga, pues era una costumbre que venía de atrás. Un tal Lutero un siglo antes había abierto una brecha fundamental en el seno de la Cristiandad Occidental, y no era en lo religioso, sino en lo autoritario. Ni el Papa ni el Emperador, las dos grandes instituciones que la Edad Media había donado a la Modernidad, cuestionadas. Con este clima, matanzas en guerras de religión mediante y el saqueo de Roma, solo había que esperar a que las dos grandes potencias antagónicas, Francia y España, se enzarzaran de nuevo. Después de la Guerra Fría que sobrevino con la captura y liberación del Rey Francisco por parte de Carlos V, Francia espero casi cien años para desatar el caos, y veremos si fueron ellos o no.

Segundo ejemplo. 14 de abril de 1865. Washington. A Lincoln le abren la cabeza. No muere en ese momento, sino un rato después, pero se muere. Su asesino, John Wilkes Booth, era actor y simpatizante confederado. Previamente había intentado secuestrarlo en una suerte de conspiración con otros tantos simpatizantes de la causa confederada. No era un asunto baladí: la Confederación estaba retrocediendo en ese momento y la cosa pintaba fea. Ahora bien, ¿qué era la Confederación? Una suerte de país escindido de los EE. UU. con once estados contrarios a las políticas de sus vecinos del Norte y solamente reconocido por la Santa Sede, Irlanda (es decir, la Santa Sede pero borrachos) y el Reino Unido. Lo que estaba en juego era un equilibrio de poderes entre los hacendados de los territorios agrícolas que se nutrían de mano de obra esclava y los liberales de la costa que hacía medio siglo habían ganado una guerra contra los ingleses insulares precisamente para crear un mundo donde todos fueran iguales ante el consumo.

El fracaso de Jefferson Davis al frente del ejército y gobierno confederados tiene que ver con Booth por simpatía, pero poco más. Booth había trabajado en el Teatro Ford al que iba a asistir Lincoln y era un fanático de la causa confederada. Poco más. Su compinche más alto en cualquier posible escalafón «gubernamental» confederado era Mary Surratt, madre de un «agente de los servicios secretos confederados» (las comillas es para que se hagan cargo de que no hablamos de James Bond). Lo mejor para hacerse una idea de la brillante organización que tenían es que Booth «conspiró» junto a Lewis Powell y George Atzerodt. El primero intentó matar al Secretario de Estado Seward llamando a su puerta, haciéndose pasar por un mandado del médico (estaba convaleciente por una caída) y, tras disparar y que la pistola se quedara encasquillada, golpearle unos cuantos culatazos. El resultado fue que Seward quedó herido pero vivo y Powell huyó al grito de «¡estoy muy loco!». Literalmente, que lo dice Kauffman en ‘American Brutus: John Wilkes Booth and the Lincoln Conspiracies página 274. Atzerodt también era un hacha. Tenía que matar al Vicepresidente Johnson y se le ocurrió alojarse en la habitación de al lado de su hotel. Se emborrachó en el bar y se arrepintió. Crack. Booth sí anduvo algo más sobrio y acertado aunque Lincoln no murió al instante. Le dio tiempo a huir del teatro con un peroné fracturado y gritando consignas a favor de los confederados. Lo acabaron pillando y murió de un tiro por negarse a salir del granero donde estaba escondido.

Último ejemplo. Gavrilo Princip termina de acabarse un tentempié y escucha que pasa por la calle por la que está el bar la comitiva del Archiduque. Momentos antes sus chapuceros compañeros de refriegas e intentonas de atentado habían tratado de acabar con la vida de Francisco Fernando, que tiempo después serviría al menos para ponerle nombre a una banda de rock británico. Si los terroristas habían sido chapuceros, los que debían proteger al Archiduque no lo iban a ser menos. En esta revista ya les han contado de que iba la cosa y a ello me remito. La cuestión es que Austria-Hungría pensó que detrás de todo está la mente malévola de Nikola Pašic, Primer Ministro de Serbia con el Rey Pedro I Kardordevic. No es para menos: ocupando puestos de ministro de exteriores y de primer ministro habían librado con los austro-húngaros la «guerra de los cerdos», también conocida como Guerra de las Aduanas por el cierre de las mismas para impedir el tráfico comercial con ese imperio tan moderno donde para ser emperador tenías que tener dos nombres que empezaran por efe.

Si bien es cierto que detrás de todo esto estaba Dragutín Dimitrievic, creador del grupo terrorista Unión o Muerte (Crna Ruka) y jefe de los servicios secretos serbios, no era más que una fachada para influenciar al grupo de la Joven Bosnia liderado por Danilo Ilic. Él se encargaría de reclutar a los genios que prepararon el atentado. Piensen en lo bien que lo tenían planificado que las pastillas de cianuro para suicidarse si los cogían andaban caducadas y dos de ellos fallaron estrepitosamente en el intento de atentado. Princip acabó matando a Francisco Fernando sólo porque el chófer de éste se equivocó de calle.

Lo que tienen en común todos los ejemplos no es ni el apellido ni el continente, como es lógico y como se reía aquel colaborador de los amigos de Cebrián. Lo que tienen en común es el proceso en el que se llevaron a cabo los ataques. No existían grandes organizaciones terroristas ni agencias gubernamentales detrás. Se trata de inercias propias de los procesos históricos a los que van asociados. Piensen por ejemplo en el primer caso. Si los bohemios se hubieran rebelado únicamente por cuestiones internas al final no hubieran sido tres décadas sino mucho menos. Sin embargo, las tensiones de la Europa Central procedían de procesos generados siglos antes. La escisión papal que llevó a unos a Aviñón y a otros a quedarse en Roma había propiciado entonces, junto a la Querella de las Investiduras y otros procesos de ruptura de la autoridad, una situación donde el poder es cuestionable. Si a eso, que tiene que ver con las estructuras de pensamiento, le sumamos la inercia de la política europea donde reinos jóvenes como Castilla y Aragón van a unirse, tenemos un cóctel estupendo. Los castellanos habían tenido sus más y sus menos con los ingleses a cuenta de las injerencias en las disputas internas ibéricas desde la Guerra de los Cien Años, y los aragoneses tenían en el Mediterráneo Occidental los mismos puntos de interés que los franceses. Súmate y suma tus enemigos.

El proceso mental que, sin embargo, nos lleva a buscar paralelismos y conspiraciones deviene de una mezcla ácida donde concurren situaciones demográficas, estructuras de pensamiento y problemas derivados de las formas de comunicación. El mundo Occidental actual, donde se genera el «explicacionismo», es un  mundo en retroceso demográfico donde la fluidez de lo biológico se ve interrumpido por dos aspectos que trastornan la forma de comprender el mundo que había imperado hasta ahora. Por un lado, la creciente influencia de culturas ajenas, inmigradas, poniéndonos en una situación semejante a la altomedieval (o tardoantigua) cuando confluían numerosas culturas procedentes principalmente del empuje de pueblos de fuera de la esfera cultural grecorromana. Por otro lado, el creciente proceso de empoderamiento de la mujer occidental que está generando por primera vez una cultura propia, ajena en muchos casos a la impuesta por el hombre. Ambos factores llevan a la confluencia de espacios liminares infinitos donde las tres culturas (la masculina propia, la masculina ajena y la femenina propia) fragmentan las explicaciones de la realidad para acercarse pero también para alejarse y distinguirse.

En este limbo de comprensión de lo real surge el explicacionismo como medio para comprender de manera fluida el devenir histórico, tratando tanto de explicar el pasado desde el punto de vista de las estructuras mentales del presente como para explicar el presente a través de cosas que pasaron antes que nosotros. Es una reacción al desconcierto provocado por el exceso de fuentes de información.

Cuando Mevlüt Mert Altintas asesinó al embajador ruso en Turquía no estaba actuando más que como Princip o Booth, movido como un títere no de grandes organizaciones sino de consecuencias de su circunstancia. Era miembro de las fuerzas de seguridad de un estado gobernado por un personaje como Erdogan, que comenzó con ciertos tintes europeístas pero al que el rechazo sistemático de la UE empujó hasta posicionarse cercano a Rusia. Esta cercanía era impensable cuando EE. UU. metió a los turcos bajo su paraguas en la OTAN, pero ahora son los rusos los primeros en ver con buenos ojos que su embajador haya muerto: ¿qué mejor excusa para los turcos que acusar a «Occidente» de dejarles solos contra el terrorismo para salirse de una organización, la OTAN, en la que ya no cree ni el futuro presidente Trump?

La circunstancia tan diversa de gaseoductos y oleoductos que desde los 90 intenta construir EE. UU. a través de su sistema (el complejo industrial-financiero) destruye el Oriente Medio para cercar energéticamente a China (propietaria de la inmensa deuda exterior americana) y evitar el renacer de Rusia limitando sus ingresos económicos por el petróleo y el gas a Europa. Es el marco perfecto. No hace falta montar redes de «agentes secretos» ni pagar talibanes. Creado el marco, el resto se empuja solo, y es impredecible.

Tan impredecible como el exceso informativo. No hace falta una mano negra detrás de la información periodística parcial o fragmentada. Una noticia como la del embajador ruso habría necesitado de un titular escueto y un reportaje extenso semanas después. ¿Quién va a leerlo o verlo por televisión? Las noticias se consumen como verdades de libros de historia donde la información es extensa y contrastada pero a ritmo de píldoras informativas de unos pocos minutos donde se mezcla imagen, sonido y opinión. No es la confusión a propósito desde fuera sino desde nosotros mismos, que es lo que demandamos. Es el miedo de la sociedad postmoderna donde el desconocimiento de la propia técnica que genera la información, de cómo funciona o se estructura, potencia la ritualización de los procesos de comprensión, generando el explicacionismo donde se imponen nuevos tabúes (lo que es verdad y lo que en función del escalafón social-intelectual del que uno se crea partícipe) y verbalizando el miedo a través de paralelismos concretos, bien para negarlos bien para aceptarlos.

Fernando de Arenas