Viernes, 10 de octubre. 21:33.

La barra libre empezó hace más de dos horas y la vejiga me va pidiendo la independencia. De Bombay a la Schweppes pasando por el aseo. Mi señora está hablando con la madre de la novia, el camarero encargado de servir copas trata de ligar con una de las invitadas y suena el riff indiferente de Los Ronaldos. Es el momento perfecto para escapar al servicio. En las mesas vacías unos matrimonios mayores conversan sobre sus nietos, añorando la juventud que perdieron. Bodas de mañana y churros con chocolate, lejos de excesos y vasos rotos. Me distrae el color rosa nube de la mesa de chucherías. Si como una porquería más mi intestino grueso no se responsabilizará de sus acciones. Me quedo mirando una foto de la novia con diez años menos. ¡Parece mentira que fuéramos insultantemente jóvenes!

Me siento inspirado, entre triste y lúcido. Probablemente sea por el exceso de alcohol en sangre. Junto a un pilón encalado y vacío se ilumina un escritorio con un flexo estilo Blake Edwards y un libro en blanco. Con paso pausado, mi naturaleza busca la cadencia de las palabras. Mi mente pide prestados los versos a la Roma Eterna que fluye y nunca vuelve. No los encuentra. Somos un espejismo, un conjunto de buenas intenciones a quienes solo une la nostalgia. El aire frío me recuerda aquello que nunca volveré a vivir. El vínculo ha muerto, somos incapaces de crear. Nos hemos engañado tanto, hemos renunciado a tantos sueños, que únicamente nos quedan los recuerdos.

Y por divagar, acabo perdiendo mi cita con el papel. Una mujer se sienta en el regazo de quien parece su marido mientras otra pareja descorcha un biberón. Jurándose amistad eterna, beben la leche materna de ella. Resulta siniestro contemplar a unos padres formales tratando de recuperar un mundo que ya no existe. Peter Pan murió cuando firmaron la hipoteca. Las brujas ardieron en pisos alquilados. El país de Nunca Jamás es ahora más que nunca una mentira.

Lejos de asustarme, los saludo camino del servicio, aunque no me devuelvan siquiera una mirada. Me encierro en el váter (nunca me gustaron los orinales de pared). Lo evidente. El lavabo, además de jabón y servilletas, tiene un frasco de colonia y un blíster de Omeprazol. Dudo pero me abstengo. Recoloco mi pañuelo de la solapa y rectifico un poco el nudo de la corbata. Los dos matrimonios corren ahora por el empedrado. “¡No te has bebido mi leche!”, grita una mujer con un vaso de bebé en la mano. La escena es daliniana, pero no me importa. Por fin podré sentarme frente al libro de firmas. Aunque tal vez no tenga gran cosa que escribir.

Sábado, 20 de septiembre. 16:37.

Según el filósofo Silvio Fernández Melgarejo, no es lo mismo invitar que convidar. Lo primero se hace por compromiso, lo segundo por gusto.

Cuando vengo invitado a una boda siento que vivo una aventura entre simpática y vergonzante. Sin conversación y con pocos amigos, mi capacidad de observación se afila. Como casi siempre, he acabado montando historias sobre rostros no del todo extraños que pululan por los aperitivos. Picoteo de las bandejas. Me irrita la manía de combinar dulce y salado, aunque los fritos están en su punto. Peor fisonomista que catador, el arte de la prudencia me ha resguardado junto al cortador de jamón. Atrincherado en un plato de ibérico, invento (o no) una atracción oculta entre la prima pechugona del novio y un testigo con pinta de agente secreto de la extinta Unión Soviética. Ser tímido tiene su parte buena: fomentas tu imaginación y reduces en gran porcentaje la posibilidad de quedar en ridículo ante terceras personas, además de ser un ahorro en saludos incomodos y conversaciones vacías. Lo peor es la sensación de haberte perdido algo o a alguien. Exceso de expectativa. Nada que no solucionen dos copitas de manzanilla.

El dilema ha llegado cuando una señorita ataviada de color negro catering se ha acercado a mí y educadamente me ha ordenado que pase al salón a sentarte, expulsándome de mi particular paraíso (bendita cueva). Olvidé mirar la distribución de las mesas y ahora estoy en un aprieto. Busco mi sitio. Las mesas están bautizadas con los nombres mal escritos de los monumentos que los novios van a visitar en su luna de miel. ¡Qué no daría yo por estar en Manhattan, aunque hayan equivocado la hache de sitio y falte una te!

No conozco a ninguno de los comensales de la mesa “Empaire Stait”. Aguardo sentado, casi impaciente. Estoy deseando ver el ego ideal, libre de defectos y triunfante que van a tratar de venderme mis compañeros de mantel. Las bodas son un Facebook constante, un teatro calderoniano donde nos dibujamos con las mejores galas. Vanidad, divino tesoro. Superada la tentación de inventarme una vida ficticia en la que soy CEO de una importante compañía de obtención, conservación y venta de semen porcino, he decidido disfrazarme de humilde profesor de pueblo. Una desgracia como cualquier otra. Paso al frente y saludo resuelto. A mi derecha se ha sentado la inevitable pareja de gais que trata de disimular lo evidente. A mi izquierda, una morena y una rubia. La morena es esbelta, quizás demasiado flaca, pero enormemente atractiva. La chica rubia es más generosa y despide vigor. No tiene, sin embargo, el encanto de su amiga. La morena está enamorada, la rubia tiene novio. No le acompaña.

Hechas las presentaciones, se levanta el telón. La morena presume de un master en gestión hotelera, de haber trabajado en un hotel en Inglaterra y de tener una aventura con un argentino capaz de robarle una sonrisa idiota cuando lo nombra. Pero está parada a la espera de una beca para irse al extranjero. La rubia oposita a la Administración y reniega de su pareja, que la ha cambiado la boda por un partido del Sevilla. Los gais no hablan de trabajo. Yo casi que tampoco. Los verbos se conjugan siempre en primera persona del singular y los temas van muriendo desapasionadamente cada cinco minutos. Se oye sin escuchar. El mundo gira en torno al yo.

Sin embargo, bajo el hedonismo elegante, tras la pretensión de excelencia, están los escombros de una generación perdida. Con una media de edad de treinta, apenas nos llega para subsistir. Las rutinas maquilladas en glamour soportan la mirada pero no engañan a nadie. Caminamos de boda en boda, de rito en rito. Igual que discurre el río hacia el mar. Pasar por seguir pasando. Ni corbatas de grandes almacenes, ni vestidos de prêt-à-porter. Ni siquiera el escote de la espalda. Nada disimula las arrugas de quien avanza hacia ninguna parte. Nos quebramos. Somos las migajas de unas promesas. Por no saber, no sabemos ni disimular que nuestros trenes no llevan a ninguna parte. ¿Y si nos quitásemos las caretas? ¿Y si aguara la fiesta descubriendo las miserias?

La visita de los novios y una conversación sobre Historia han cortado mis intenciones. Me motiva más explicar los conflictos diplomáticos entre los emisarios del Rey Cristianísimo y los embajadores de su Católica Majestad en la Roma del siglo XVI. Cada vez me cuesta más remover la mierda ajena. Quién sabe si porque la mía huele demasiado.

Sábado, 6 de septiembre, 12:12.

Según mi modesta opinión, los dos momentos culminantes de una boda, sociológicamente hablando, son la llegada a la iglesia y el baile. El principio y el fin, el alfa y el omega. El previo de la misa es la seriedad y la ostentación. La barra libre es el desmadre y el desahogo.

Hoy llego tarde a la ceremonia. Me he perdido los nervios iniciales del novio, los abrazos con dos palmadas en la espalda y los besos sonoros estilo “amiga de la abuela”. También el paseo de la novia por la alfombra roja. Me cruzo en la puerta con un grupo de hombres trajeados que huyen camino del bar más cercano. Cigarro colillero en mano, uno de ellos presume orgulloso sobre su innata capacidad para escaquearse de las misas ajenas. Otro, esperando que lo oigan, vocifera sobre las virtudes del escote de barco de la muchacha que, con mantilla, llega tan tarde como yo. Para rematar la faena, la puerta de la capilla es lateral y todos los bancos están repletos. Me quedo en la puerta. Una invitada embutida en un ceñido traje fucsia despropósito hace fotos compulsivamente. Trato de sonreír pero hace demasiado calor. Una señora se abanica haciendo sonar la pulsera metálica que le cuelga de la muñeca. El cura se empeña en alargar su sermón. Recalca la obligación de los contrayentes de reproducirse. ¡Muerte al sexo por placer! Me aburro.

Para colmo, la iglesia es bastante fea. Otras veces me he entretenido contemplando el retablo, la arquitectura o alguna escultura de mérito artístico. Hoy me conformaré con la belleza natural de ciertos perfiles prohibidos. Y cuando la belleza se tuerza y se extravíe el misterio, me pasaré a criticar los modelos, que para eso nos han educado para suponernos arrebatadoramente elegantes.

Más allá de gustos, llevas un par de tibias y una calavera cosidos en unos zapatos de gamuza azul es una horterada. Sobre todo si llevas chaqué. La democratización de la etiqueta de ceremonia ha hecho estragos en la dignidad humana. El socorrido chaqué alquilado, siempre sometido a protocolo, ha sido reemplazado por la prenda propia, libre de toda cordura. Aunque el empeño de determinadas casas de ropa por hacer las chaquetas dos tallas más pequeñas tampoco ha ayudado. Los torsos de gimnasio y las tripas de la felicidad casan mal con las estrecheces. Si la elegancia es una actitud, la moda es la esclavitud.

Entre tanto, los novios se han jurado ante su Dios fidelidad eterna hasta que la muerte los separe. La sacralización de un hecho racional como es el reparto de los machos y las hembras. Cultura reprimiendo la naturaleza. Gracias a ello, nuestra especie ha doblado su esperanza de vida. Luego está esa ensoñación llamada amor. Entre el hedonismo y el egoísmo, entre el sacrificio y la generosidad. Compartir los defectos y participar de las ilusiones. El tormento y el éxtasis más allá del abismo de una celebración que, sin contenido, no supone nada.

Sábado, 18 de octubre. 01:59.

Después de las dudas iniciales y algún patinazo inoportuno, el disc-jockey de la boda ha acabado por soltarse la melena que no tiene. La gente se arrancó tras el vals con María “La Portuguesa”, un clásico donde se lucen por agarrado los bailarines más experimentados y los señores de cierta (y tan cierta) edad. Sin embargo, no hubo transición entre el repertorio tradicional y el más moderno y el cubata de ron acabó ganándole la partida a la pista de baile. Apurado por el vacío, el pinchadiscos tiró de tupé y chupa de cuero para levantar al personal, siempre dispuesto a imitar la chulería de Travolta o la inocente sensualidad de Olivia Newton-John. Los neo-conversos al raphaelismo dieron el siguiente paso y, por fin, esto se ha convertido en su gran noche.

Con el público caliente, buitres y casquivanas a la cabeza, el dj se ha lanzado al ruedo micrófono en mano, transformándose en animador. Camiseta blanca marcando bíceps, pantalón ajustado y zapatos de punta, lo que era un salón de celebración es ahora una pista de aerobic. El Follow the Leader adquiere un siniestro pero hipnótico significado. Y mientras sigo torpemente los pasos marcados, me alegro que el alopécico y animado muchacho haya escogido la música y la musculación como profesión y no le haya dado por la política o la carrera militar, pues nos hubiera empujado a invadir Polonia como un ejército de zombis.

Tanto movimiento me da sed. Necesito una botella de agua. Consigo perderme en la confusión y alcanzo la barra. Aunque desde dentro resultaba divertido, visto desde fuera el baile colectivo resulta estúpido y banal. ¿Cuánto cobrará este chico por boda? ¿Con una buena selección musical y un par de altavoces, Palito Ortega inclusive, no hubiera sido suficiente? ¿Para qué las luces, el humo artificial y las imágenes de fondo?

Una boda es un producto perfecto basado en la insatisfacción. Nunca se acaba, siempre pueden comprarse más cosas. Decorar con más flores el salón, servir bebidas espirituosas de mayor calidad o poner un plato más sabroso. Lo accesorio es imprescindible. Sin darse prácticamente cuenta, se acaba preso de los objetos, volcándose en ellos la personalidad, tratándose de definir uno por lo que tiene, por lo que da. La economía del don hacía economía de mercado. Somos lo que tenemos, lo que seamos capaces de ofrecer. Pero sin ser no somos nada.

Domingo 19 de octubre. 10:17.

Para la hora que me acosté, es temprano. Mi organismo tiene un reloj interno que me impide seguir dormido después de las diez. Miro el despertador. Me incorporo sigiloso. La resaca no ha venido a visitarme pero tengo la lengua estropajosa y la garganta seca. De puntillas alcanzo la cocina y me preparo una tostada con aceite y tomate. Cola-Cao, pan y vitaminas, combinación ganadora.

Por la ventana asoma el sol. Todavía no hay niños jugando en el patio. Hay un silencio fresco, de mañana de domingo. Después de la fiesta, la calma. El traje yace en la percha. El pantalón tiene un roce blanco en el bajo de la pernera izquierda y el pañuelo de seda está arrugado. Por suerte, no hay manchas, rotos ni quemaduras. Los zapatos están llenos de salpicaduras. Tocará limpiarlos. Luego.

Paso mecánicamente los tuits, casi sin leerlos. Mi mente vuela. Se alegra de haber concluido la serie de bodas del otoño. Hasta abril del próximo año no toca otra vez. Descanso. Muerdo. Mastico. Mi cabeza, demasiado empeñada en recrearse en los defectos, hace recapitulación de mezquindades: esa novia que te mandó callar y ni siquiera tuvo una palabra amable cuando fuiste a despedirte; el comentario inoportuno de aquel ex ridiculizando a la novia; la compañera de facultad dudando de la heterosexualidad de un amigo que no quiere caer rendido entre sus piernas. Bajo los oropeles, siempre la sordidez del hombre. La grandeza no se esconde en las mesas de buffet, en los pendientes de perlas o en los gemelos de diamantes. Está en la sencillez del ser, ese capaz de dar su sitio a las personas haciendo que se sientan cómodas donde están y con quien están. Todo lo demás es prescindible.

Rebaño con la cuchara el cacao del fondo del vaso. El lavaplatos está lleno así que tengo que fregar. Me seco las manos. Vuelvo al móvil. Los amigos y familiares van amaneciendo y llegan al WhatsApps (pronúnciese guasah) los primeros mensajes:

-¿Lo pasaste bien?

-¿Qué os dieron de comer?

-¿Iba bien la novia?

-¡Vaya tajá llevaba!

-¿Cantó el conjuntito del primo?

-¿Había jamón?

Nadie me ha preguntado si los novios se quieren. La felicidad se supone. Especialmente si hay un cortador habilidoso y una buena paletilla ibérica.

Francisco Huesa (@currohuesa)