¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

Hace apenas dos horas que caías adormecida y ya vuelven a ser las seis y media. El tono del despertador de tu iPhone 5C no entiende de alteraciones del ritmo circadiano. Tampoco parece conocer las cuatro fases del sueño ortodoxo humano. Simplemente chirría un maniqueo riff de piano. Cumple con su obligación, igual que haces tú obedeciéndole. Torpemente, arrastrando bastamente los dedos por la pantalla de cristal mineral, callas la alarma. Maldices tu trabajo, tu sueldo, tu pasado, tu suerte, tus oportunidades, tu vida. Pero te incorporas. Sentada en el borde de la cama recibes una inmensa bofetada en forma de resaca. El alcohol dilatando los vasos sanguíneos de la cabeza, la sequedad en la boca, el zumbido en los oídos y la sensación de nausea lo confirman. Te arrepientes de todo pero de momento no te acuerdas de nada. Forzando tu hipocampo, y tras apretar los dientes para aguantar una nueva punzada de dolor, tu memoria empieza a reconstruir.

De nuevo era el cumpleaños de una amiga (tal vez tengas demasiadas, tal vez ninguna) y te viste obligada a asistir, a poner un fondo para un regalo inútil y hortera, a estrenar el vestido de cortes asimétricos que guardabas para una ocasión realmente especial. La cumpleañera invitó sólo a las copas de después, por lo cual también debiste pagar una ensalada a las finas hierbas que apenas probaste, un plato de espaguetis con salsa vongole y arena (ocurre cuando no se limpian bien las almejas), la parte proporcional de tres botella de lambrusco peleón y un pedazo de tarta de tiramisú demasiado dulce con dos gotas de cera de la vela del número dos. El chupito de amaretto fue cortesía de la casa. Luego fueron cinco vasos cortos del tradicional coctel color verde petróleo. Te habías prometido no tomarlo más porque las burbujas se te suben con mucha facilidad pero la presión social y la costumbre mandan. Porque no hay nada mejor para celebrar que alguien ha sobrevivido a 27 vueltas de la tierra alrededor del sol (como están las cosas no es poco) que destrozarse el hígado, el estómago y el paladar. Carpe diem. Luego el reservado en la discoteca, los amplificadores Acoustic Control PA-600 taladrándote el tímpano, los cubatas aguados, la cámara del móvil inmortalizando el momento para las redes sociales, el buitre babeante arrimándose como un novillero en la Maestranza, la exaltación de amistad de una lengua viperina que mañana en la tarde te vestirá de guapa, el amago de fuga con la excusa del trabajo… Una madrugada de jueves como otra cualquiera. Y esa llamada…

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

En la pantalla del móvil aparecía su nombre y esa foto vuestra que os hicisteis en una escapada de fin de semana a una casa rural donde la naturaleza y el senderismo eran una excusa para acostaros. Desde entonces, habían llovido demasiados desengaños. La penúltima noche que pasasteis juntos fue mecánica, plana, previsible. Estancada, le dejantes claro que era el final. Pero aunque fuiste rotunda al decirlo, la inseguridad transmitida por tus pliegues vestibulares sembró su certeza. Los cocteles y los chupitos hicieron el resto. Los 0,7 gramos de alcohol por litro de sangre afectaron a tus emociones, a tus procesos de pensamiento y a tu juicio. La alteración de la acción de tus neurotransmisores disminuyó tu capacidad de alerta y retardó tus reflejos. Descolgaste.

Tuviste que salir a la calle para escapar de los 110 decibelios de la sala. Al relente de la noche, de envolviste torpemente en tu abrigo para tiritar lo menos posible. Te excusaste por no responder a sus whatapps, flirteaste con él para hacerte la interesante y fingiste tragarte una burda historia sobre una pelea de billar. Y aunque inicialmente te asustó, el jadeo de mujer procedente del Ford Fiesta donde te apoyabas activó tu libido. Cuatro minutos y tres carcajadas después habías accedido a que te recogiera. El instinto es más fuerte que la razón.

Un portero de la discoteca inflado a horas de gimnasio y esteroides te sujetó la puerta al entrar. Discretamente recogiste el bolso del guardarropa. Evitaste despedirte de nadie para esquivar las preguntas incomodas y el reproche fingido de alguna compañera de fiesta con facilidad para dar consejos que no se aplica a sí misma y te largaste. El gorila híper-musculado, enfundado en un traje oscuro y un loden color negro pecado, repitió cortésmente la operación y te regaló un piropo interesado. Un cuarto de hora al relente después, montabas en un Audi TT y lo recibías con un beso apasionado.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

Buscas tu ropa interior entre las sábanas. Descubres el sujetador colgado en la lámpara de la mesilla de noche. Planchas con la mano tu vestido arrugado y, poniéndote las bragas, das un salto al suelo. Tras entender que estás en su casa, sin vehículo propio y sin posibilidad de huida silenciosa, tratas de espabilarlo para pedirle que te lleve al trabajo. Sin esperar contestación, corres de puntillas hacia el cuarto de baño y te encierras para darte una ducha rápida. Tienes ganas de asearte, de quitarte de encima esa sensación de suciedad, de borrar el olor de su piel y de sus sábanas. Por suerte, tu cerebro ha eliminado cualquier recuerdo desde que subiste en su coche. Y sin embargo, la vergüenza sigue pesándote. Colocas la ropa sobre la tapa del wáter. Registras sus muebles y su bolsa de aseo con curiosidad malsana. Algo mareada, decides robar un Ibuprofeno suelto que has encontrado en el armarito del lavabo. Te lo tragas bebiendo directamente del grifo. Deseas que te haga efecto pronto y te alivie el dolor. Te quitas las bragas, retiras la cortina y, girando el monomando, esperas a que el agua salga caliente y purificadora. Pero ni el agua ni el jabón aclaran el fracaso (jamás lo hacen). Reflexionas. Te cuestionas por qué una princesa joven y atractiva como tú no está junto a un hombre sensible, cariñoso e inteligente, un hombre interesado en tu persona y en tu cuerpo y no sólo en lo segundo. Intuyes que mereces más pero allí te ves, presa de los caprichos de un gañán cuyo mayor logro es ganar un Gran Premio de Fórmula 1 en un juego de la Play Station 4. Estás enganchada a un niñato hipotecado por un deportivo. Eres presa de una mediocridad que se agarra a anécdotas vacías para justificarse a sí misma. En un alarde de crueldad, el espejo te devuelve la imagen de una mujer acostumbrada a dejarse arrastrar por las circunstancias, incapaz de plantarse para cumplir sus anhelos e ilusiones. No te soportas. Te vistes y huyes de tu soledad. Él sigue durmiendo. Lo despiertas con un punto de agobio y negocias una tregua.

-Te acerco si cenas conmigo esta noche.

Él nunca te ha regalado dado nada.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo. Tal vez sea el momento de cambiar las cosas.

Francisco Huesa (@currohuesa)