En Octubre del año pasado, la editorial Hogarth sacó una línea editorial basada en obras de Shakespeare rehechas por novelistas actuales. La verdad es que parecía prometedor viendo la lista de invitados: Margaret Atwood, maestra en distopías ecológicas, reinventaría “La Tempestad”, por ejemplo, mientras que Gillian Flynn, que suele escribir sobre matrimonios y asesinatos, llevaría a cabo “Hamlet”. La primera novela de la serie ha sido “Un cuento de invierno”, que corrió a cargo de Jeanette Winterson, una escritora bastante versátil.
Lo sorprendente es que a Winterson se le dio la posibilidad de elegir entre varias obras, como “Otelo”, “El rey Lear” o “Macbeth”, y eligió una de las obras más desconcertantes e irregulares de Shakespeare. Es probable, de hecho, que la mayoría de ustedes no tengan ni idea de que existía “Un cuento de invierno”. Los tres primeros actos giran en torno a una red de obsesiones y traiciones (nada raro en Shakespeare): el rey Leontes de Sicilia, seguro de que su esposa Hermione está durmiendo con su mejor amigo, el rey Políxenes de Bohemia, trata de envenenar a éste, rechaza a su hija recién nacida al creer que es bastarda, y lleva a Hermione a juicio por traición a la patria. Tal angustia lleva al hijo de ambos a la muerte, y la propia Hermione, del dolor, muere también. El mismo Tiempo aparece representado y en escena anunciando que hay un salto de 16 años adelante. Entonces aparece la supuesta bastarda, Perdita, ya mayor de edad, atrayéndose a Florizel, el hijo disfrazado de Políxenes. ¿Se trata de mostrar que el amor de los hijos puede cerrar las heridas abiertas por los conflictos de sus padres?
Lo que ha desconcertado siempre a los expertos en Shakespeare, más allá de la yuxtaposición de géneros, es el origen de los celos de Leontes. A diferencia de “Otelo”, no hay un Iago para suscitar su desconfianza. La obra de Shakespeare es en sí misma una versión, una adaptación de un romance en prosa isabelino de Robert Greene. En el original, Greene da a las preocupaciones del rey un ritmo lento, de obsesión que se va cocinando poco a poco. De este modo, tenemos la sensación de que el rey fue acumulando diferentes obsesiones, complejos, miedos, que lo empujan en un embudo de celos. Shakespeare, en cambio, sacrifica la credibilidad por un drama urgente: cuando Leontes ve a Hermione y Políxenes hablando en la primera escena, simplemente estalla.
La obra elude situaciones casuales, circunstanciales, y todas las posibles invitaciones a dar explicaciones de los personajes transcurren fuera del escenario donde, Leontes, dice “podemos tranquilamente cada uno exigir una respuesta a su parte”. Estas respuestas faltantes dieron a Winterson el título de su novela, “La brecha del tiempo”. Ella mismo explicó que entendía la obra como un juego donde cada motivo se oculta en algún lugar, pero fuera de su alcance. Shakespeare no nos da el trasfondo de ningún personaje, no nos los manifiesta. Al llenar ese vacío, Winterson convierte el juego en una fábula psicoanalítica, acercando a Leontes a Edipo, sentados en el diván de un terapeuta. Esto también sugiere una manera de acercarse a los personajes que va más allá de la tradición del realismo psicológico. Al mover la historia hacia la fantasía, cambia la propia comprensión de Shakespeare.
Si nos paramos a pensarlo un momento, Shakespeare no era más que un asaltante de caminos literario que saqueó la tradición de la novella francesa e italiana. Adoptó las tramas cómicas que luego han sido fuente de inspiración de novelistas y directores de cine. Quizá Woody Allen es el ejemplo más claro. Pero también está en Huckelberry Finn, Wilhelm Meister e incluso Bovary. No hay obra clásica que hable del camino hacia la victoria personal como algo pírrico que no tropiece con Hamlet. Ahora bien, esto genera una extraña paradoja: Shakespeare, que no hace sino crear remedos del pasado grecolatino junto a reescrituras de obras y estilos de su época, es a su vez una fuente de inspiración para producciones literarias posteriores lo que es, en última instancia, lo que le da integridad a su obra.
Esta nueva línea de publicaciones reincide en este hecho, que no es nuevo. En 1807 Charles y Mary Lamb publicaron “Cuentos de Shakespeare”, y entre 1850 y 1852 Mary Cowden Clarke publicó “The Girlhood of Shakespeare’s Heroines” en una serie de novelitas. Aunque Shakespeare sólo presente la niñez como breves recuerdos en sus obras, Clarke imaginó la vida de los personajes femeninos antes del tiempo en el que las obras tienen lugar. Clarke liberó a Julieta, Ofelia y Desdémona de los límites de sus propios guiones para tener una historia de fondo que no aparecía con Shakespeare. Todo ello, como es de esperar, en clave de su época: pensamiento victoriano y moral estricta.
Novelar a Shakespeare significaba por tanto llevar a cabo una “psicologización” de sus obras. George Eliot dijo de estas adaptaciones de Clarke que ella “podría haber llevado a cabo la redacción de un drama de Shakespeare como novela porque comparte el compromiso de Shakespeare de realizar un análisis psicológico”, de “localización, paso a paso, del crecimiento en la mente humana del bien y el mal”. Es un lugar común, cierto es, en el siglo XIX. Si el de Stratford-Upon-Avon hubiera vivido en ese tiempo, habría escrito novelas donde las críticas a las estructuras de la sociedad se hacen en forma de suposiciones y miedos que atrapan a sus personajes.
Si vemos, por ejemplo, qué obras fueron las más apreciadas en ese siglo, nos encontramos con que “Ricardo II” tuvo mucho más éxito de ventas que “El rey Lear” y “Corialanus” pasó por tantas ediciones como “Otelo”. Pero Bradley, quien llevó a cabo los estudios más citados sobre Shakespeare aunque se publicaron en 1904, cree que en realidad “Hamlet, “Otelo”, “El rey Lear” y “Macbeth” son las tragedias principales. Este axioma se ha mantenido así, y ha sido el causante de que, por ejemplo en el Reino Unido o muchas escuelas de EEUU, sean las obras de estudio principales y las que la mayoría de las personas que han pasado por sus sistemas universitarios han repetido y hasta interpretado una y otra vez. Bradley las escogió porque eran las que mejor encajaban con su teoría de un análisis psicológico de Shakespeare, pero no por su valor literario o semiótico.
Es por ello que los editores de Hogarth quedaron sorprendidos cuando Winterson rechazó comenzar la colección con una de estas cuatro tragedias. Al igual que en las narraciones de Clarke, Bradley había tratado de crear un mundo científico y psicológico para intentar comprender lo que había llevado a los personajes de Shakespeare a comportarse de tal manera. Cómo, por ejemplo, había afectado a Cordelia el hecho de crecer con Goneril y Regan como hermanas, o cómo se comportaba Hamlet antes de la muerte de su padre. Bradley quería leer a Shakespeare como si se tratase de un novelista realista.
Lo que hace Winterson es, de hecho, reflejar un enfoque que Shakespeare no pretendía ni por asomo, proporcionando historias personales y motivaciones que nunca tuvieron lugar. El rey Leontes se convierte en un londinense actual llamado Leo, viste de Hugo Boss, conduce un Porsche y espía a su esposa, Mimi, con una webcam. Después de un mal día en la Bolsa, se deja caer en el sofá de su psicoanalista, el Dr. Wartz, para hablar de su madre. Cuando sospecha que Mimi podría estar acostándose con su mejor amigo, Xeno, su mente une como una cremallera los días que pasaron juntos en la escuela. Winterson crea esta escena partiendo de una breve mención que hace Shakespeare: noches que pasan en un campo de tiro, escuchando a David Bowie y teniendo sexo entre ambos. Es la adolescencia gay de los héroes de Shakespeare, una precuela que desde luego Clarke sí que no hubiera escrito. Cuando el asistente de Leo le pregunta “¿tienes celos de él o de ella?”, le responde “ahórrate el psicoanálisis de televisión”. La represión como forma de confesión.
La articulación completa de la teoría freudiana dentro de la novela viene por parte de uno de sus personajes más extravagantes: Autólico, el vendedor ambulante locuaz de la versión shakesperiana se convierte en un picapleitos de coches de segunda mano. Es aquí donde Winterson usa los principios del psicoanálisis para jugar con la fantasía al mismo nivel que el realismo. En la Nueva Bohemia, Autólico es capaz de coger un DeLorean para devolver a un cliente al futuro, con el fin de confundirlo en una suerte de complejo de Edipo. Es decir, hace hincapié en lo mismo que Salman Rushdie adoptó cuando en “Yorick” reescribe “Hamlet” como una mezcla de Freud y el narrador digresivo de “Tristam Shandy”. En el relato de Rushdie, un manuscrito revela que el joven príncipe, inquieto por los signos en la cama de los actos sexuales de sus padres, encarga a Yorick un veneno que mate al progenitor: el primer signo edípico.
Rushdie quiso alejar la novela de la austera tradición de realismo psicológico de Austen, Eliot y James, para acercarla a Dickens o Joyce. Es la misma corriente de Günter Grass, García Márquez, Desani, creando de este modo un grupo que sirva de contrapeso a la pornografía descriptiva y casi de manual científico del realismo que ha impregnado la Gran Tradición de la novela anglosajona y, en parte, americana. Si comparamos, por ejemplo, Franzen y Roth con Foster-Wallace o Pynchon, podemos ver esa dicotomía que no se da en otros países. En lengua castellana solo puede verse de este modo si comparamos a escritores latinoamericanos con españoles, pero en nuestro propio país no existe más que la narrativa realista donde la fantasía solo aparece como género.
Por eso, si nos preguntamos qué clase de obras escribió Shakespeare y recordemos el manido recurso a citar su contemporaneidad con Cervantes, no podamos sino sentir un escalofrío al pensar qué pasaría si les diera a los escritores en castellano por rehacer las obras cervantinas. Winterson es capaz de adoptar el punto más allá de lo que todo el mundo sabe de Shakespeare para situarse en la intención de Shakespeare. La novela se abre además como un cuento de hadas (“había una vez un hombre en un aeropuerto”) y su conclusión es casi utópica. Juega con los géneros como lo hacía Shakespeare y eso nos permite comprender mejor su obra gracias a los detalles. En “La brecha del tiempo” Xeno tiene un videojuego que consiste en burlar ángeles andróginos antes de que acabe el tiempo para encontrar una niña perdida: redime el tiempo mediante la recuperación de la hija (que de hecho Shakespeare llama Perdita) como sucede en “Un cuento de invierno”.
Fusionar el romance pastoral con la tragedia real no es un movimiento torpe por parte de Shakespeare: es una estrategia para la recuperación. En “Otelo”, Desdémona no puede ser salvada, pero en “Un cuento de invierno”, el regreso de Perdita trae a su madre, Hermione, de vuelta a la vida. Vira lejos del romance de Greene, y así, el final del cuento es una de las escenas más mágicas e increíbles en Shakespeare. “Se necesita / que usted despierte su fe”, dice Paulina Leontes, tocando una música que convierte una estatua de piedra de Hermione en carne en movimiento. ¿Puede el arte compensar la pérdida? Tal vez, si la fe puede sustituir a la sospecha y si un rey va a creer a las mujeres a su alrededor.
Winterson resta importancia a la escena de la resurrección en “La brecha del tiempo”. Mimi regresa de su exilio en París y, “de pie como una estatua a la luz”, canta una canción llamada “Perdita” para su hija, mientras Xeno pone su brazo alrededor de Leo. Adoptada en una estricta comunidad evangélica, Winterson presenta unos ángeles caídos de un mundo que, literalmente, se estrellan, al menos en el videojuego de Xeno. Ahí quizá esté la clave para comprender a Shakespeare, en la asimilación y posterior reinterpretación que se haga de lo que no existe en sus obras pero se intuye. Lo que le impedía a Bradley ver más allá de “Hamlet”, “Otelo”, “El rey Lear” o Macbeth” era que el mundo en el que Shakespeare escribió era también un mundo poético, realista por supuesto, pero fabuloso como la mente y las esperanzas de la gente.
Noelia Arlandis
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