david bowie

A veces me gustaría tener una historia decente que contar sobre gente todavía más excepcional de la que merece hablar. Muchas personas la tienen. Eso que llaman pasión, devoción, amor y fascinación por una figura reconocida, un relato noble y bonito sobre la revelación y el descubrimiento. Haciendo recuento, creo que no tengo ninguna. Escritores, directores, músicos, a la mayoría de los que me han terminado atrapando por su talento los he descubierto a través de terceros, rebotes culturales de pinball de baja estofa.

Me gustaría poder decir, como tantos otros verdaderos amantes, que descubrí a David Bowie el día que me compré un disco, que lo escuché de pura casualidad en la radio (en alguna que todavía se atreva a evaporar ondias bowieanas de los 70 sin que medie su muerte o la nostalgia de un rancio presentador estrella), que me lo presentó un amigo y ahí se quedó, en mi selecta cueva cultural.
No fue así.
A David Bowie lo descubrí con quince años, una edad históricamente bastante anodina si no se tiene en 1967 o en épocas en que la fiebre tifoidea supone un reto vital a superar. Comenzó a sonar en un episodio de Sin Rastro, serie de la que habré visto dos capítulos y medio, no consecutivos y siempre por la inercia de la hora de la cena. Ahí estaba Anthony Lapaglia, actor (al parecer) con cierto reconocimiento en el mundillo teatral ‘tadounidense’, dando tumbos en mitad de un episodio donde el pobre hombre andaba arrastrándose por la vida en un agujero de miseria y confusión. Un minuto entero de Space Oddity a un tono tan bajo que no le quedaba más remedio que ir colándose entre delirios, ensoñaciones y las típicas líneas de guion sin mucha chicha de estas situaciones televisivas. Rompe cuando Lapaglia se asoma a una terraza, observa a sus subalternos del departamento de desaparecidos. No tenía ni idea de qué iba el asunto. A lo mejor podría saberlo si me veía los 839 capítulos previos a ese momento. Daba la impresión de que al hombre no le iba nada bien. De pronto, sin previo aviso, al editor español se le ocurrió que era buena idea subtitular la canción. Tenía algo que contar, algo tan común a cualquiera de los bípedos racionales de este mundo que hasta encajaba a las mil maravillas en aquel dramón detectivesco. Entonces Lapaglia se arroja al vacío en mitad de ese verso en que el comandante Tom, con la serenidad de quien por mucho que estire los brazos solo tiene toneladas de final al que agarrarse (Final, con esa gran EFE), le pide al control de tierra que le digan a su mujer que la quiere.

This is ground control to Major Tom. Your circuits are dead.

Y el tipo se despierta porque es el protagonista, era 2006 y esa clase de personajes no la palmaban con la facilidad de tele por cable de ahora.
¿Cuánto duró aquello? ¿Dos minutos?
Space Oddity, en su versión estándar, se extiende por cinco minutos y dieciséis segundos.
Descubrí a David Bowie en mitad de una serie clónica de CSI bastante flojucha, gracias a un tema cortado por la cabeza y los pies.
Aquella noche salí disparado a descargarme el tema, dispuesto a quemarlo los tres años siguientes una y otra y otra vez. Luego vino Starman, a la que me enganché porque me inspiraba (agárrense con indignación y nudillos blancos las rodillas) el tono siniestro de Zodiac. O el Hurdy Gurdy Man de Donovan. O ambos.
Y así con Let`s Dance, The Man Who Sold The World, Young Americans, Ashes To Ashes, Rebel Rebel, Modern Love, Queen Bitch. Todas (la mayoría) disfrutadas después de ser masticadas y ensalivadas por alguna otra fabulación facilona y de mérito artístico equivalente a seguir una dieta a base de Doritos y Chocapics rebozados.
Descubrí el genio absoluto de David Bowie por pura desorientación, lo que me convierte en la persona menos adecuada para seguir escribiendo una sola palabra más sobre este buen caballero blanco. Menos, incluso, que, pongamos, Federico Jiménez Losantos: al menos este grimoso hombrecillo de cera existió durante aquellos años en que Bowie era ‘lo que se bailaba y escuchaba y deshacía en cien mil pedacitos tu integridad como hispanoescuchante’. Tuvo hasta la oportunidad de coexistir en mitad de la adolescencia y la adultez del mito.
Sin embargo, hoy me he venido abajo a media mañana.

Me he echado a llorar por un tipo al que he tenido atrapado en el reproductor mp3 de forma alternante, a veces siete canciones, a veces ninguna, a veces interrumpido a medias para dar paso a mi siguiente moda decibélica, a veces desterrado al abismo digital donde ahora uno guarda la música, ahí, entre piltrafas y virtuosos.
De alguna manera, indescifrable, como la huella que dejan los que no deberían irse y expulsamos a base de estupidez y egoísmo, David Bowie se me filtró en la sangre de forma totalmente sutil. Su honestidad destilada mediante el infantilismo de letras sobre arañas marcianas, astronautas y payasos acabados. La ingenuidad de una voz nada pasmada, empapada al mismo tiempo de heroína, sexualidad desatada y la calma de los que ya saben demasiado mientras se lo siguen esperando todo. La falta de cinismo de sus aventuras en el cine, la fina línea que lo separa en la pantalla del capricho de quien puede permitirse colocar la jeta ante la cámara y el sueño de la niñez por fin hecho realidad.
Era todo contradicción, sin malditismo ni agotador descreimiento pos-pos-posmoderno. Era todo rock sin habitaciones de hotel destrozadas ni cenizas del padre esnifadas. Eso que siempre llamaron clase y que tan espantosamente anticuado suena en realidad tiene otro nombre. No es genio. No es talento. No es inteligencia. Es sencillez, un tipo único y especial de sencillez ajena a la que uno rescata de su diccionario particular cuando recurre a la palabra. Hay artificio, hay exhibición, hay exceso, hay chulería, hay todo el manual del Divo de la Música. Pero esta sencillez se encoge de hombros, se ríe y le hace una peineta a nuestro concepto unívoco y puritano de sí misma. Porque esta, esta sencillez nace de ser capaz de mantener lo candoroso y bueno de uno conforme pasan los años, la fama, la trayectoria, mientras quedan las decepciones, el cinismo, los deslices, las declaraciones morbosas y las marcas.
Su último disco no es solo una despedida. Ése es sólo el hielo sobre el que rascar. Blackstar habla de mucho más. Blackstar, al contrario que los diletantes que a duras penas sabemos oír y mucho menos cuidar, no se rige por azares ni ambigüedades: ahí la tienen, en la segunda estrofa, la palabra “marca”. La palabra cicatriz.
Me gustaría pensar que por eso esta mañana algo se ha quebrado en silencio. Porque, al contrario que la infinita corriente anónima, tan lamentable como abrumadora, de cadáveres, calamidades y desapariciones entre las que uno se mueve a diario, hoy me he despertado con la noticia de que un hombre capaz de mantener vivo lo mejor que uno puede dar a nadie, y a sí mismo, ha muerto.
Cuando uno pierde algo tan íntimo como eso, no le queda más remedio que llorar.
Aun cuando uno sea el menos apropiado para ello.

Isaac Reyes