En agosto de 2006 pasé de vivir en un barrio de la ultraperiferia de Sevilla a hacerlo en el centro de Roma. Cada día, durante los siguientes meses, tenía que intentar coger el autobús hacia el trabajo. La cuarta vez que tuve que abrirme paso a codazos para montarme ante las hordas de turistas que cogían la misma línea desistí. Al fin y al cabo, iba a tardar menos si iba andando y podía disfrutar de veinte minutos de paseo por Roma.
El año antes yo había sido uno de esos turistas. Para mí fue un impacto serlo porque con 24 años que tenía entonces jamás había pisado como turista una gran ciudad. Había estado en Madrid tres veces pero ninguna de las tres para hacer turismo. No había salido de mi país y el turismo que había hecho hasta entonces era de camping y lugar remoto en la naturaleza. Desde entonces he sido turista a tiempo parcial en París, Roma, New York, Lisboa, Oporto, Lyon, Londres, Sicilia, Asturias, Florencia y en otros muchos sitios también remotos. En esos mismos sitios también he sido viajero, y a veces incluso habitante.
No es lo mismo hacer turismo, que viajar a un sitio. Les dejo un rato con Foster-Wallace y ‘Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer’ hablando sobre su experiencia en un crucero: “En una semana he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado de piel dos veces. He sentido el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo –parecido a una flatulencia de los dioses de la sirena de un crucero–. He asimilado los rudimentos del mah-jong, he aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquin y he perdido al ajedrez con una niña de nueve años. He regateado por baratijas con niños desnutridos. Ahora conozco todas las razones y excusas imaginables para que alguien se gaste tres mil dólares en un crucero por el Caribe. Me he mordido el labio y he rechazado hierba jamaicana de un jamaicano de verdad. He oído música reggae de ascensor -y no puedo describirla-. He aprendido a tenerle miedo a tu propio lavabo. Me he acostumbrado al movimiento del barco y ahora me gustaría desacostumbrarme. He probado caviar y he estado de acuerdo con el niño sentado a mi lado en que es apestoso. Me han cuidado de forma absoluta, profesional y tal como me lo habían prometido de antemano. Con humor sombrío he visto todas las modalidades de eritema, queratinosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, verrugas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral, várices, postizos de colágeno y de silicona, tintes baratos, trasplantes capilares fallidos. Es decir, he visto casi desnuda a un montón de gente a quien habría preferido no ver en ningún estado parecido a la desnudez. Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2 tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético, esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».”
Vuelvo. El fenómeno del turismo es algo eminentemente occidental. Tanto en origen como en cómo se mueve actualmente. En su momento, Baudelaire clamaba contra la forma en la que los ingleses iban por el mundo haciendo lo que llamaban el Grand Tour, origen de la palabra turismo, ya que únicamente les llevaba a la contemplación del mundo como un inmenso escaparate. De hecho, Carlyle argumentó entonces que el inglés burgués debía conocer el mundo para darse cuenta de aquellas cosas en las que los ingleses eran superiores al resto.
Desde esta perspectiva, podemos entender que el turismo es un fenómeno evolucionado desde estructuras mentales que proceden del siglo XIX como los Estados Nación, el liberalismo político y económico o la costumbre alemana de hegemonizar Europa. Se viaja para conocer y vivir otras culturas, se hace turismo para ratificar que la propia es la mejor.
Este fenómeno supone una hibridación entre algo también muy decimonónico como es la colonización vinculada de forma indisoluble al concepto de Estado Nación y la emergencia de una clase social que es también otra hibridación: la gentry. Esta clase, que provoca la llamada gentrificación, es una alta burguesía postmoderna subvencionada por el nivel de vida que proporciona un modelo de Estado donde los beneficios de un sector económico no se los reparte el conjunto de la sociedad sino tan sólo quienes participan del sector. Eso fue lo que pasó, por ejemplo, con la burbuja inmobiliaria que infló los sueldos del sector de forma desproporcionada. Es una forma de subvención indirecta ya que el Estado no interviene para permitir un aumento del capital circulante, evitando el ahorro y llevando al desastre a esa clase social cuando sobreviene una crisis.
La mezcla explosiva sobreviene cuando se supera la crisis de 2007. Porque la crisis se ha superado, otra cosa es cómo se ha superado. La clase gentry no es la clase media previa a la crisis, que en su mayoría no ha recuperado su nivel de vida. La gentry guarda un perfil vinculado a la imagen que nos ofrece Foster-Wallace: sus intereses van unidos a refrendar una idea previa, un prejuicio necesario, que ya no está vinculado al hecho de ver que tu cultura nacional es superior a la que visitas, sino que tus gustos de destino son superiores a los de origen porque en esa disolución de la identidad se impone con fuerza la idea de infinitud, de eterna juventud, de no-tiempo, indispensable para la estructura del capitalismo donde todo recurso, beneficio y riqueza no deben tener límite.
Éste es el ámbito en el que la cultura se musealiza. En lugar de ser un fenómeno en perpetuo cambio, la ‘turistificación’ de las manifestaciones culturales, los usos de los espacios monumentales o naturales, las propias tradiciones, pretende dejarlas como están en el momento de ser puestas en el mercado. Es más, llegan incluso a imponer modificaciones para hacerse accesible o comprensible al turista de masas. Pienso en la Feria de Sevilla y su caseta en inglés cargada de tópicos, pero también en los indígenas impostados en Machu Pichu o en los falsos gondoleros de Venecia.
La musealización de la cultura cumple una primera paradoja: tiene un nexo común en André Malraux, ministro de cultura francés entre 1958 a 1969, ex combatiente en la II Guerra Mundial, reportero en la Guerra Civil española, etc. Es una paradoja porque Malraux formuló la teoría del museo imaginario postulando que en un futuro la gente podría trazarse su propio museo a partir de recreaciones y eso le permitiría visitar los lugares con más interés. La segunda paradoja es que para ello fomentó la difusión entre la clase media de las vacaciones pagadas. ¡Corran a conocer mundo!
Pero el dinero es un método de intercambio por el cual das tu producto (la fuerza de trabajo en este caso) a cambio de fichas metálicas y billetes de papel. Con ellos quieres obtener satisfacción. La satisfacción en las sociedades posteriores a la Revolución Industriales se obtiene de la infinitud. La muerte se secciona y deposita en tanatorios y funerales exprés. Los cruceros, como describe el propio Foster-Wallace, se preocupan de que nada en el barco parezca viejo, oxidado, desgastado porque eso te recordaría la vejez. A ningún turista le importa no encontrarse con gente en Venecia que viva allí, porque eso te recuerda que la vida sigue transcurriendo frente a unos edificios que parecen parados en el tiempo.
A ello se suma un vector nuevo de esta era propio de la gentry: viajo para encontrarme conmigo mismo. Tanto es así que incluso es el lema y tema de muchas campañas publicitarias, hasta de alguna marca de cerveza que vende el Mediterráneo como el sitio al que vas para seguir siendo tú.
El problema de esta cuestión es que es un enemigo silencioso al que nadie se ha querido enfrentar durante décadas porque era, como describe Frank Moya Pons en ‘La nueva república’, una red de intereses concupiscentes entre la sociedad, las empresas y los propios gobiernos: “La nueva república [el sector turístico] transmite valores foráneos que son asimilados por sus vecinos nacionales [el Estado Nación] con mucha rapidez, aunque no siempre sin cierta resistencia. La historia reciente muestra que esa resistencia de los vecinos nacionales, cuando existe, cede bastante pronto y hasta los más recalcitrantes adversarios de la nueva república terminan aplaudiéndola, adulándola, atrayéndola y visitándola. Los pueblos y naciones vecinos de la nueva república, más temprano que tarde, terminan seducidos por su ambiente, por sus placeres, por sus salarios, por sus empleos y por sus comodidades. Resultado: la nueva república ha terminado imponiéndose sobre las repúblicas tradicionales que la han acogido y ahora estas no pueden vivir sin aquélla.”
En medio siglo hemos pasado de 25 millones de turistas a 1186 millones actualmente, con una previsión de 1800 millones en 2030 según la Organización Mundial del Turismo. En retrospectiva, eso supuso por ejemplo el abandono de los planes de industrialización en España a comienzos de los 80 ya que la tendencia desde los 60 había sido situar a nuestro país en el foco del turismo mundial. Se trata de un sector que mueve el 7% de la economía mundial, suponiendo para España alrededor de 88 mil millones de euros (el doble de lo que se recauda en impuestos indirectos por ejemplo). ¿Cómo frenar a una estructura paraestatal que te proporciona los medios para mantener tu propia estructura?
El turismo es el perfecto paradigma del Capitalismo 3.0. Tiene buena prensa, porque todo el mundo acepta que viajar es bueno. Pero esto es absurdo, es como afirmar que aprender a escribir te convierte en Premio Nobel. Dependerá de tus aptitudes y actitudes como persona el aprovecharlo o no. Además de buena prensa se fundamenta en un sector intangible donde la materia prima no está necesariamente localizada. Hay que tener en cuenta que la materia prima del turismo son los turistas, no los espacios turísticos. Meliá Hoteles cuenta con más de 350 hoteles en gran parte del mundo turistificado, y Airbnb puede ofrecer alquileres allí donde haya alguien que quiera ofrecerlo. De forma que si sobreviene una etapa donde el turismo deja de acudir a algún sitio como Túnez durante la Primavera Árabe o París con el auge del terrorismo, la materia prima se desplaza a otros sitios y la empresa sigue ganando.
La intangibilidad afecta además a cómo procesamos el sentido de beneficio. El dinero que obtenemos por nuestra fuerza de trabajo se ha vuelto intangible desde hace mucho tiempo. Es crediticio, financiero, se basa en la fe, y en esa economía las empresas pueden existir sin beneficios reales (caso de Twitter por ejemplo) porque lo que las sustenta es el prestigio. Igual sucede con los destinos turísticos. Son prestigiosos, y la gente viaja a ellos porque otorgan estatus. Es el éxito del individualismo proyectado en las pantallas de los dispositivos electrónicos.
He aquí la cuestión insoslayable: si se hace turismo a destinos prestigiosos es porque se quiere encontrar un marco de referencia reconocible desde la idea original. En ella no tienen cabida los habitantes salvo que respondan al tópico. La gente quiere ver una señora mayor tendiendo en Lisboa, pero en París no, allí quiere ver a gente snob y exquisita comiendo croissants. Porque no vas a conocer el sitio, sino a reconocerte a ti en una situación atemporal.
Y es aquí donde sobreviene la ecuación perfecta: porque además aportas beneficios a donde vas. “Un número creciente de destinos de todo el mundo se han abierto al turismo y han invertido en él, haciendo del mismo un sector clave para el progreso socioeconómico, a través de la creación de puestos de trabajo y de empresas, la generación de ingresos de exportación y la ejecución de infraestructuras”. Lo dice la Organización Mundial del Turismo. Aunque todos y cada uno de los puestos de trabajo del turismo sean precarios, estacionales y en ocasiones incluso degradantes. Aunque los ingresos vayan en su mayoría a los grandes touroperadores, las empresas hoteleras, las de cruceros. Aunque esas infraestructuras no sean las que necesita la población nacional sino el ciudadano de la República Turística que como dice Moyano Pons ejerce sus derechos cuando paga temporalmente por ellos.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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