“No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos.”

Baudolino

Debo serles honesta: lo primero que leí de Umberto Eco no fue ni El nombre de la rosa, ni El péndulo de Foucoult ni tan siquiera Baudolino. La primera obra a la que tuve acceso fue Cómo escribir una tesis cuando al final de mi carrera le comenté a un profesor que quizá me apuntaría a los cursos de doctorado. “Toma, léete esto y luego me cuentas”. Para Eco, un filósofo divertido y un novelista conocido por sus trabajos sobre semiótica, había una razón para escribir una obra así.

Se trataba de una cuestión práctica. En Italia, hasta 1999 todos los estudiantes tenían que hacer una memoria de licenciatura al final de su carrera, una especie de trabajo de fin de carrera. Unificar todas sus ideas y sugerencias en una publicación le ahorraría tener que estar cada año repitiendo los mismos consejos. Desde que se publicó, han sido 23 las ediciones que ha tenido en Italia y se ha traducido a 17 idiomas.

Empezar con Cómo escribir una tesis para acercarse a la obra de Eco te da una perspectiva diferente, asimilas algo que es muy importante en los escritores de la era pre-Internet: la descripción del mundo desde la sustancia más que desde la presencia. Me llamó la atención, por ejemplo, que al mencionar el uso de tarjetas para anotar bibliografía, estrategias para superar los límites de la biblioteca local, me estaba situando en una posición compleja.

De una parte, aquello respondía a un mundo previo, pero no extinto. Al igual que Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa, los elementos que conforman la vida de las personas en una serie de acciones tan rigurosas como elaborar una tesis o investigar un crimen eran expuestos como elementos sustanciales susceptibles de ser repetidos aunque cambien las tecnologías. Es por eso que el monasterio nos resulta tan cercano y, sin embargo, tan perfectamente alojado en el imaginario común sobre lo que creemos que era la Edad Media.

La tesis que nos recomienda hacer Eco es el camino que lleva a Baudolino de simple ayudante a estilita, tras pasar como creador, fabulador, y superviviente junto a personajes como Federico Hohenstaufen. Es un proceso mágico de autorrealización, una especie de curiosidad con el mundo que anima a seguir con ello más allá de la veintena y hacerla una forma de vida. “Su tesis”, predice Eco, “es como su primer amor: será difícil de olvidar”. Por el dominio de las exigencias y rigores del trabajo de investigación para una tesis, Eco nos anuncia que comenzaremos a equiparnos con una serie de herramientas para el mundo que hay más allá de nuestra mente, un mundo de ideas, filosofías y debates.

Umberto Eco

La sustanciación de la materia de los pensamientos es un recurso frecuente en la literatura italiana y en ese sentido hay ciertos resabios de Italo Calvino en la literatura de Eco, definida por el deseo de compartir las preocupaciones de la academia con un público más amplio. El nombre de la rosa es un verdadero tratado de teoría literaria creado desde la perspectiva de un encuentro entre dos mundos: el del lector contemporáneo y el del mundo creado.

Sin embargo, al mismo tiempo, esto vuelve a crear una doble situación: el lector subyuga el mundo que el escritor ha creado a su propia forma de entender la realidad, elabora una Edad Media basada en su imaginario; pero, del mismo modo, la habilidad de Eco tanto aquí como en Baudolino consigue subyugar a lector al mundo creado porque, como Eco sabe por sus propios estudios de semiótica, quien usa un lenguaje está destinado a quedar condicionado por él. Por este motivo, igual que los individuos usan el lenguaje y éste es moldeado por el uso por ellos, El nombre de la rosa impone y se moldea al mismo tiempo que el lector avanza en su desarrollo. Esta maravilla sólo es posible porque Eco conoce perfectamente un hecho esencial: el libro es una realidad creada que debe dialogar con la realidad imaginada de quien lo lee.

La clave nos la da su primera aportación a la investigación de la lengua, Obra abierta (1962). Peña Marín cree por ejemplo que en esta obra Eco demuestra que llega al medievo por simpatía tanto a esta época como a la cultura de masas. Trata de vislumbrar y analizar el objeto que observa y lo revuelve de mil formas hasta tratar de comprender su estructura. Por eso la Edad Media es un recurso tan frecuente en su literatura entendida al modo de lo que plantea en Obra abierta. No se trata de explicar el mundo, sino de contar cómo es.

En ese sentido, volviendo a Cómo escribir una tesis, Eco plantea su obra como un panegírico al hecho de investigar. Quien se acerque a ese proceso debe respetar las herramientas que se le proporcionan y que debe aprender a usar, porque la finalidad, como escribe al comienzo del libro, es “una sociedad más justa” donde cualquier persona con “verdaderas aspiraciones” esté apoyada por el Estado con independencia de su origen o recursos.

Hay un elemento que asoma en sus recomendaciones sobre la escritura de una tesis que nos devuelve a la sustantividad de su obra, manifestada también en El péndulo de Foucault. Cuando menciona la “coartada de las fotocopias”, critica, no sin cierta sorna, la forma en la cual los estudiantes acumulan papeles, páginas y páginas de información y contenidos porque eso les permite sentir que poseen el trabajo, que está en sus manos. En la propia novela, su protagonista lleva a cabo una investigación plasmada en una realidad creada por el escritor en forma de libro esotérico al tiempo que choca con el imaginario de un lector que vuelve a encontrarse en esa dicotomía entre saber que lo esotérico no es real, pero querer que el libro le convenza de ello.

Algunos han visto en El péndulo de Foucault no una crítica al esoterismo sino, más verosímilmente, una crítica a la investigación académica y la forma en la que ésta tiene lugar. La supuesta conspiración contra los templarios que Ardenti dice guardar y a la que Casaubon quiere acceder para completar su tesis sobre el proceso que los llevo a la hoguera, se proyecta en forma de actitudes en todos los personajes a lo largo de la novela. Fundamentalmente porque los tres protagonistas muestran el síndrome del librero que afecta a toda tesis doctoral. El librero es feliz porque puede demostrar dos cosas, la calidad de su memoria y su erudición por la cantidad de libros que atesora. El conocimiento sin aplicación fundamentado en miles de citas bibliográficas y en la acumulación y reunión de conocimientos dispersos en una obra única.

La recurrencia medieval en Eco no es únicamente una cuestión de elección experta sino que bucea en la necesidad de un modelo mental particular para explicar su propia concepción de la realidad. En la propia literatura medieval, plasmada en las miniaturas como las del Beato de Liébana, hay una poética de lo unívoco, donde cada ente natural y supranatural está ordenado al estar entregado a la preexistencia de un logos, un demiurgo, que permite la generación de toda la realidad. Este pensamiento heredado de la filosofía presocrática que se hilvana con el Uno de Plotino, vuelve a saltar a la Edad Media y es la forma en la cual se mueven los personajes en las novelas de Umberto Eco.

Las reglas de la lectura de cualquier texto suyo se conforman como verdaderas reglas de un gobierno que guía al lector por los pasos que son adecuados para entender la narración al mismo tiempo que le entrega herramientas para que pueda ser capaz de asimilarlo. Es lo que sucede al comienzo de Baudolino cuando ni lector ni personaje son conscientes de lo que leen, y no existe comunicación hasta que ambos aprenden las herramientas de comunicación.

Eco manifestó en Obra abierta su fascinación por la forma en la cual los artistas medievales ejecutaban verdaderas obras conclusas dado que todo estaba prefijado. Debía ser así para llevar a cabo un plan pedagógico tanto a nivel formal como en el mensaje que se transmitía. Esto le permitió adelantarse a una idea que hoy se acepta entre algunos estudiosos de la Edad Media tanto en literatura como en arte o historia. A saber, que el medievo fue bastante moderno en tanto en cuanto el disfrute de todos los elementos comunicativos no correspondía sólo a los monjes y clérigos. Podía ser accesible mediante la reinvención de los lenguajes visuales a cualquier persona del pueblo.

El punto donde Eco alcanzó su máxima expresión acerca de esta idea fue cuando tuvo que enfrentarse al estudio de una obra que es espejo anacrónico de su propia obra, el Apocalipsis. La recuperación de esta temática como prisma que servía para mirarlo todo en determinado momento de la Edad Media le llevó a indagar sobre cómo el mundo europeo, superada la crisis del año Mil, pasa de una estética del número, pitagórica, a una de carácter humanístico. Si El nombre de la rosa es una obra crepuscular al mostrar estructuras que se encuentran en el final de una era, Baudolino y El péndulo de Foucault nos traen a la cabeza las Cruzadas, las revoluciones civiles que plantean las luchas comunales, un mundo donde lo bello es un atributo de lo individual y no de lo abstracto.

Umberto Eco

Al exponer estas ideas en su análisis del Apocalipsis, Eco nos da una lección tanto de historia como de semiótica al relatar de forma abierta el texto siguiendo lo que el mismo texto sugiere y lo que llevó a su proceso de creación. Para él, un texto era una serie de formas significantes que debían ser rellenadas, normalmente, con otros textos. De ahí que se encuentre fascinado por Beato de Liébana, lector del texto apocalíptico como él, que “se nos revela como un maestro por defecto de originalidad y exceso de buena voluntad”, nos dice. Al unir texto original con comentarios de otros autores a los que considera mejores, Beato ha creado su propia versión del Apocalipsis. Ese proceso, es el mismo que hace Eco al realizar su análisis, e igualmente sería lo mismo que sucede en cada uno de los lectores al realizar su propia lectura del texto.

El estudio tanto del Apocalipsis de San Juan como del texto del Beato de Liébana le lleva a varias conclusiones que se plasman en su literatura narrativa. Escribir es un acto en el cual quien lo lleva a cabo parte del punto en el que está y ha recorrido, no puede, por tanto, innovar en aquello que va a contar sino en el modo en el cual consigue penetrar el discurso cultural anterior en un nuevo tiempo. Para ello se hace necesario crear un mundo ajeno a la realidad, especialmente, señala en el caso del Beato, en la Edad Media. Herejías, muertes, condenas, venidas del Anticristo, eran temas que creaban un futuro imaginado.

Lo que se planteaba Eco es, ¿por qué preferían leer algo así? ¿Por qué leer el Apocalipsis a través de otro autor y no directamente? ¿por qué no otro texto más agradable como el Cantar de los Cantares? Probablemente, como cree él mismo, por la propia estructura cultural del medievo. La realidad estructural de la vida de una persona y su realidad biológica se encontraban en las antípodas. Era un mundo que despojaba a los seres humanos de la capacidad de determinar el resultado de algunas de sus acciones por la propia configuración estamental. Ningún acontecimiento vivido tenía razón de ser y sólo lo significante (lo sustantivo), era asimilable. Era un mundo ritual. Cualquier acción social debía ser ritualizada, desde la caza a la guerra, desde el arte a la religión.

El rito, el signo, sustituía y se concebía como expresión de lo sustituido. En este marco, aquello que se sustituía no tenía valor autónomo en sí, no tenía cabida en la concepción del mundo. Era, la Edad Media un mundo de expresión por encima de concepción. Esto afecta a la lectura dado que no se concibe como acumulación de textos diversos sino como lectura reiterada de un mismo texto con el fin de penetrar en su (o sus) verdadero significados. La estructura significante podía esconder, como en los supuestos textos esotéricos de El péndulo de Foucault, algún tipo de mensaje oculto. No como conspiración que guarde una información sino como una reflexión sobre lo sustituido.

Así es como sucede en El nombre de la rosa. Adso se muestra perplejo ante un mundo que mantiene una conciencia crepuscular al navegar entre el temor apocalíptico y la modernidad incipiente. Para comprender esa perplejidad Eco recurre al mismo modelo que hubiera usado un lector medieval. Lleva a cabo sus recomendaciones en Cómo escribir una tesis y crea una estructura narrativa y lingüística en la cual las herramientas de prospección de la información nos son entregadas a través de los personajes (“la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos”). Hay que tener en cuenta que se trata de una novela escrita por alguien que había afirmado que no le interesaba en absoluto escribir ningún texto narrativo y que, de hacerlo, sería sólo parodia, pastiche. Esto es lo que llevaría a concebir tanto El nombre de la rosa como el resto de su literatura no como deseos narrativos sino como necesidades prácticas de concreción de ideas.

Es uno de los motivos por los cuales Eco nos lleva en su narrativa a elementos policíacos tanto como humorísticos, y nunca bajo el cliché de la novela histórica, de la que huye con frecuencia al utilizar estructuras de otros géneros. Con esto no se puede decir que huya de todo rigor histórico. Antes bien, más que echar a andar un muerto como hacían Yourcenar o Graves, vemos en Baudolino una realidad envolvente, una historia que preexiste y se desarrolla, y que seguirá ahí cuando los personajes ya no estén. Las luchas de güelfos y gibelinos, las herejías, se unen a los conocimientos botánicos y teológicos, e incluso a inventos como las gafas, la pólvora, la brújula. Eco no utilizaba el tótem para que el lector identificara una época sino que deslizaba todos sus elementos con naturalidad. Donde mejor podemos darnos cuenta de ello es en el propio lenguaje de los personajes, con frecuencia apocalíptico que dejan ver el miedo a un mundo crepuscular.

Guillermo, en El nombre de la rosa, no es más que un instrumento de Dios (Eco) que es sustituido por un significante (Adso) porque “en el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios”. De ahí que la biblioteca deba arder. El monasterio debe dejar paso a otro mundo donde la ciencia no puede ser solamente una sucesión de ideas, debe ser formas de razonamiento autónomo. Eso es lo que Eco esperaba de sus lectores, que se adentrasen en una escolástica personal con el propio texto que iban a leer. Que confrontaran su realidad imaginada con la realidad creada a la que accedían. Buscaba que retaran la verdad absoluta de la palabra entendiendo que “no todas las verdades, son para todos”.

Noelia Arlandis