¿Es un hombre aquel que pena en el fango, que no conoce reposo, que pelea por un mendrugo de pan? ¿Es una mujer aquella que ha perdido su nombre y sus cabellos, a la que no le quedan fuerzas para recordar y que tiene vacíos los ojos y el regazo como una rana en invierno? La respuesta a estas preguntas que nos plantea Primo Levi, superviviente de Auschwitz, es sí. Por supuesto que sí. Una persona no deja de serlo porque otros hayan decidido robarle su humanidad. Ningún ser humano es mejor que otro, no existe una raza superior y nadie, ninguna persona ni pueblo, tiene derecho a decidir si otro debe vivir o morir. Es una lección muy simple, pero, por desgracia, la Historia nos demuestra que el Mundo se resiste a aprenderla.

Al visitante del campo de Auschwitz – Birkenau (¿es que alguien puede ser ‘turista’ en un lugar así?) le recibe una cita del filósofo español Jorge Ruiz de Santayana en el pabellón 4: “Quien olvide su historia está condenado a repetirla”. Bajo esa premisa, el Estado polaco ha conservado y abierto al público este campo de concentración y exterminio, como recuerdo y testimonio del horror nazi. El objetivo es mostrar al mundo lo que allí ocurrió porque, como dice Primo Levi: “Ocurrió. Y, en consecuencia, puede volver a ocurrir”. Y es necesario que el mundo lo sepa para evitarlo.

Con este fin, durante los próximos siete años diferentes ciudades de 14 países acogerán una muestra itinerante sobre Auschwitz, la primera de ellas Madrid. La exposición, que abrió en diciembre, permanecerá abierta en el Centro de Exposiciones Arte Canal hasta el próximo mes de junio. En ella se exponen más de 500 objetos originales del campo, incluyendo enseres personales de los prisioneros, un barracón, el escritorio del comandante del campo, Rudolf Hoess, o instrumental del doctor Mengele.

NO HACE MUCHO. NO MUY LEJOS

¿Sirve realmente de algo mostrar el horror? ¿O es una excusa para convertir un drama en espectáculo? Como en toda polémica, ambas posturas tienen sus defensores y detractores. Hay quien piensa que exponer los zapatos de los prisioneros, los cabellos que les cortaron, las maletas con sus nombres o las fotografías con sus rostros es morboso y sensacionalista. Sin embargo, otros muchos creen que poner rostro a esas personas anónimas, que en el campo de concentración ni siquiera eran consideradas personas sino simples números, es una forma de hacer justicia, de devolverles aunque sea tarde la dignidad que se les robó y su humanidad. Y, sobre todo, de remover las conciencias de todos los visitantes, porque, como reza el lema de la exposición, aquello ocurrió no hace mucho y no muy lejos. ¿Es tan descabellado pensar que se pueda repetir? Desde luego que no.

El doctor Viktor Frankl, también superviviente de Auschwitz, analiza en su famoso ensayo ‘El hombre en busca de sentido’ las razones que pueden llevar a un prisionero a aferrarse a la vida incluso en esas circunstancias. Y también las que llevan a un ser humano, sea oficial, guardia, funcionario, delator o un simple ciudadano que mira hacia otro lado, a aceptar esa situación y contribuir a que ocurra. Como psiquiatra, intenta explicar lo que es imposible de comprender. ¿Es el ser humano malo por naturaleza? Al respecto, afirma: “Debemos concluir que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la raza de los hombres decentes y la de los hombres indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo social se compone exclusivamente de hombres decentes o indecentes. En ese sentido, ningún grupo es de pura raza”. Eso explica, en su opinión, que entre los guardias asomara a veces alguna persona decente y que entre los prisioneros también hubiera monstruos, como los kapos, que colaboraban con los oficiales y podían llegar a ser incluso más crueles que ellos con sus propios compañeros.

Foto: Pedro González

“La Historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién  es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración”, concluye Frankl. En ese sentido, y volviendo a la pregunta que nos plantea Primo Levi en su obra ‘Si esto es un hombre’, con la que comienza este artículo, la respuesta es, una vez más, que sí: que todos, los buenos y los malos, son hombres y mujeres. Son personas. El origen, la raza, la religión, el género o la condición sexual no convierten a nadie en un ser menos humano o inferior a otro.

Algo tan obvio sigue siendo hoy cuestionado con excesiva frecuencia. Primo Levi define como una “infección latente” el convencimiento, demasiado extendido, de que el extranjero es el enemigo. Normalmente, explica, solo se manifiesta en casos aislados, sin fundar un sistema. “Pero cuando esto se produce, cuando el dogma no formulado adquiere el rango de premisa mayor de un silogismo, llega el lager”. Al respecto, insiste, la historia de los campos de concentración debería tomarse como una siniestra señal de alarma.

LA DESHUMANIZACIÓN DEL OTRO

Esa deshumanización del otro es lo que llevó a miles de personas (si, miles, no unos cuantos locos)  a justificar la persecución a los judíos y otras minorías étnicas como los gitanos, su deportación a los campos de concentración y, por último, la Solución Final, es decir, el exterminio.

Quien no considera a otra persona como tal, no la trata como tal. Un ser humano puede llegar ser visto como un animal, o incluso una simple mercancía, que no provoca la más mínima empatía en la persona que se considera a sí misma superior. Ejemplo de ello es la forma en la que el comandante del campo, Rudolf Hoess, explicaba las dificultades que se encontraban para llevar a la práctica la Solución Final como un simple problema logístico: “Matarlos era lo que menos tiempo exigía. En media hora podía acabarse con 2.000 de ellos, era la incineración lo que tardaba mucho más”. ¿Estaba refiriéndose a personas? Sí, pero en su cabeza sus vidas no tenían más valor que las de una plaga de insectos. “Se introducía el gas. Un simple grito de ahogo, y se acabó. En realidad, la primera ejecución no me marcó demasiado”, llegó a confesar.

Tras los juicios de Núremberg, este comandante fue condenado a muerte y ahorcado frente a la puerta de entrada del campo, contemplando “su obra”. Si llegó a arrepentirse alguna vez de sus actos, solo él lo sabe, aunque, atendiendo a la forma en que defendieron sus acciones los acusados en estos juicios, parece poco probable.

Foto: Pedro González

Al respecto, explica Viktor Frankl que entre los guardias había algunos sádicos en el sentido estricto de la palabra. Pero también había muchos que tenían el corazón embotado por presenciar durante años los métodos brutales del campo. Estos hombres se negaban a participar de forma activa en las acciones de carácter sádico, pero no impedían que otros lo hicieran. E incluso hubo algunos (aunque fueron minoría) que llegaron a sentir compasión por los prisioneros. ¿Cómo no recordar el caso de Oskar Schindler, por ejemplo?

Y también entre los propios prisioneros la lucha por la supervivencia les llevó a actuar como jamás lo habrían hecho fuera de allí. Cuando en un traslado (que implicaba casi inevitablemente la muerte) existía la posibilidad de salvar la vida propia o la de un amigo, “no teníamos tiempo ni ganas para consideraciones abstractas sobre ética o moral”, afirma Frankl. Porque sacar de la lista del traslado a un número (es decir, a una persona) implicaba necesariamente meter a otro. Dicho en toda su crudeza: mandar a otro ser humano a la muerte. En consecuencia, se lamenta, “los escasos afortunados que regresamos de allí, estamos convencidos de que los mejores de entre nosotros no regresaron a casa”.

Entre esos ‘mejores’ que no regresaron, Frankl recuerda el caso de Janusz Korczak, un doctor polaco que dirigía un orfanato en el gueto de Varsovia. Su caso también lo cita David Safier en ‘28 días’, una novela de ficción pero basada en hechos reales sobre la resistencia de un grupo de judíos durante cuatro semanas en aquel gueto. En 1942 los huérfanos de Korzcak fueron deportados al campo de Treblinka y, aunque a él le ofrecieron quedarse, se negó a abandonar a aquellos niños y los acompañó a la muerte contándoles historias alegres. “Otros héroes reales fueron asesinados por defender a un compañero, o por ocupar el lugar de otro en una fila, o por negarse a cumplir una orden de las SS para agredir a otra persona, o por dar u trozo de pan a un niño hambriento”, explica Frankl.

LA BANALIDAD DEL MAL

Una justificación ampliamente aceptada entre quienes participaron activamente en el holocausto fue la obligación de todo buen subordinado de cumplir con su deber, sin importar lo que ello implique. Hannah Arendt lo analizó en su obra ‘Eichmann en Jerusalén’, en la que acuñó su famoso concepto de la banalidad del mal.

Arendt analizó en este libro el juicio al teniente coronel de las SS Otto Adolf Eichmann, encargado de transportar a los prisioneros para aplicar la Solución Final. En su obra (que fue muy criticada), Arendt no lo presenta  como un monstruo  antisemita y cruel, sino como un hombre poco inteligente, muy normal e incluso simple, que había asimilado la ideología nazi y no había cuestionado jamás las ordenes de sus superiores. En el juicio, él defendió que solo cumplía con su deber y con las leyes “siguiendo principios kantianos”, obedeciendo fielmente lo que podría considerarse el imperativo categórico del III Reich. Si se le ordenaba transportar prisioneros (a la muerte) lo hacía de la forma más eficiente posible, como habría hecho con cualquier otra mercancía, porque era lo que debía hacer. Su culpa, afirmó, venía de la obediencia, que, desde su punto de vista, era una virtud.

El mismo argumento esgrime Hanna, la protagonista de ‘El lector’ cuando es juzgada por su papel como guardiana en la novela de Bernard Schlink. Ella solo cumplía con su deber. Y en la misma línea basó su defensa, en este caso real, en Núremberg el general Alfred Jodl, por citar otro ejemplo. “No es misión del soldado ser juez de su comandante supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios”, afirmó.

Foto: Pedro González

REALIDAD Y FICCIÓN

Junto a los muchos casos reales que han salido a la luz, a veces contados por quienes los vivieron, la literatura y el cine han tratado de mostrar el horror y, al mismo tiempo, la humanidad que hubo detrás del holocausto. Incluso en aquellas historias en las que los protagonistas son ficticios, la certeza de que el contexto y los hechos que narran fueron reales ha contribuido a visibilizar un horror que no puede dejar indiferente a nadie. La imagen de la niña del abrigo rojo siendo deportada en Cracovia es difícil de olvidar para quien haya visto aunque haya sido solo una vez ‘La lista de Schlinder’. Como tampoco puede nadie evitar pensar en el proceso de selección que llevaba directamente a unos prisioneros a las cámaras de gas y otros a la muerte lenta de los trabajos forzados al contemplar una imagen de la estación de tren de Auschwitz – Birkenau.

Los ensayos, los testimonios reales (Como ‘El diario de Anna Frank’), las novelas y películas de ficción, etc. han mostrado al mundo con toda su dureza lo que ocurrió en los campos de concentración. ¿Es sensacionalismo? ¿O es una forma de mantener vivo el recuerdo de uno de los peores episodios de la Historia de la Humanidad? ¿Contribuirá a evitar que se repita? Es difícil de saber. El ser humano es capaz de todo, de lo mejor y de lo peor, y la Historia lo demuestra día a día.

Lamentablemente, el holocausto no ha sido algo aislado. En la Historia antigua y reciente los genocidios se han ido sucediendo a lo largo y ancho del Planeta siglo tras siglo y, aunque cueste creerlo, la respuesta del resto de la Humanidad ha sido en muchos casos mirar hacia otro lado. El reciente siglo XX ha sido ejemplo de ello: el genocidio armenio en Turquía, al que Rusia respondió masacrando a turcos y kurdos; las deportaciones en la Rusia soviética, Vietnam, las matanzas en Camboya bajo los Jémeres Rojos, Ruanda… Y en este siglo XXI que casi no ha hecho más que empezar los rohingyas son perseguidos en Birmania dentro de una campaña de limpieza étnica. ¿Quiere esto decir que la Humanidad no ha aprendido nada?

Es difícil responder a esa pregunta. En cualquier caso, ocultar el horror no va a contribuir a evitarlo. Puede ser duro enfrentarse a la realidad, pero si no lo hacemos corremos el riesgo de dejar que los culpables permanezcan impunes y de alentar a los negacionistas. Si mantener abierto al público un campo de concentración, aun a riesgo de que algunos visitantes no traten aquel lugar con el respeto debido, contribuye a que eso no ocurra, merece la pena hacerlo. Y si mostrar a través del cine, la televisión, la literatura o una exposición itinerante lo que puede llegar a hacer un ser humano contribuye a remover conciencias, a rechazar cualquier tipo de supremacismo y a salvar aunque sea una sola vida, también.

María José Vidal Castillo (@mjvidalc)

Obras citadas:

Ensayos y testimonios reales:

Si esto es un hombre. Primo Levi

El hombre en busca de sentido. Viktor Frankl

Eichmann en Jerusalén. Hannah Arendt.

El diario de Anna Frank. Anna Frank

Ficción:

El lector. Bernard Schlink

28 días. David Safier.

Galería de Fotos: Bernardo Díaz