Segunda parte de la ansiada, aclamada e internacionalmente famosa antología COSAS QUE ME METO POR LOS OÍDOS. ¿Qué por qué, oh, lector, oh dioses de la asistencia en carretera, hemos tardado eones en sacar esta nueva entrega? Podría argumentar que mi bagaje musical es el de un niño de preescolar introduciéndose los dedos empapados de témperas en los tímpanos. Podrían grabarme a fuego con tizones ardientes en el pecho la palabra pereza. Podría adoptar una posición rodiniana y explicarles las insondables diatribas que invaden al escritor profesional a la hora de abordar y replantearse su estilo. Pero nada de eso es cierto, nada en absoluto.

La realidad es que no he podido donarles este trocito de mi alma melómana porque he estado inválido.
Mucho.
En realidad no, pero durante un segundo se han sentido culpables, lo que anula toda responsabilidad por mi parte (de algún modo), así que adelante con ello.

 

Black Kids – I’m Not Gonna Teach Your Boyfriend How to Dance with You

A pesar de que soltar “eres la niña con la que llevo soñando desde que era una niña” pudiera entumecer algún rictus considerado a sí mismo como abierto de miras, estamos en 2015 y los juegos de género ya no escandalizan ni a un miembro numerario del Opus encerrado en un confesionario con el Espíritu Santo, el espectro de Escrivá y un cilicio de zafiros incrustados en mitad de un estigma.
Sin embargo, hay que reconocer que el tacón con el que gira y gira y da requiebros la letra tiene su gracia. Según Dawn Watley, se inspiran en todas esas pérfidas ocasiones en que una zagala se arrima en la discoteca para, en invitación silenciosa con mambo en los huesos, compartir bailoteo. ¿Eso, eso, se merece una canción? En cosas más raras se ha inspirado Perales (junto con Dantés, probablemente el literato juntasolfas más prolífico a este lado del norte de África) o Jarabe de Palo, pero la cuestión es que uno pertenece al género que ha creado esta civilización, el mismo que la reducirá a un zurullo humeante antes que transmitirla pacífica y suavemente al futuro gobierno de Madres Redentoras. En efecto: el hombre, el varón, el pene rastreador no concibe que aquella propuesta se limite a la sacudida del esqueleto, por lo que sobra aclarar la clase de chasco épico-babilónico que universalmente (incluidos los miembros de los miembros de Black Kids) que a lo largo de los siglos se ha llevado el caballero en la pista de baile cuando, en lenta aproximación, descubre al bandido corazón forajido dueño de los afectos de la susodicha.
¿Qué pasa, que el mastuerzo no sabe arrastrar el pie entre los botellines de Estrella y la pegajosa capa del periodo cámbrico que se extiende por el suelo de la sala? Pues chata, ahí os mire un bizco, cantan los Black Kids. Que este fulano con la mandíbula inundada de espuma, los bolsillos rajados a la entrada para una consumición de garrafón y una pena coreografiable en el corazón no está para entretener con gratuidad y sin alevosía.
Hombre ya.

 

Bedroom Philosopher – I’m so Postmodern

 De cantantes graciosos está la faz planetaria llena. A uno puede tentarle pensar que no es sino una revancha de varios dioses hindúes contra aquella afición propia de la Guerra Fría de escuchar a tipos con pantalón de pana ciscándose en cualquier clase de rima, augurando el final de los tiempos y ahogándose en la nostalgia de una casa con vaca, valla y alberca. Pero no, porque ahí tienen a Allan Sherman y su me-mo-ra-ble Hello Muddah, Hello Faddah (1963), donde un niño suplica de rodillas volver a casa mientras relata cómo sus compañeros de campamento sucumben a plagas de mosquitos, cocodrilos y monitores negligentes cual parodia de Kevin Smith. También estaban Los Beatles post-Magical Mistery Tour, a los que también costaba bastante tomarse en serio. Así, la larga tradición de tocaacordes nacidos para la stand-up comedy ha mantenido un pulso bastante notable hasta hoy, incluso cuando a Hidrogenesse se les va la pinza y se ponen elegiacos con Alan Turing. Incluso entonces.
Con The Bedroom Philosopher el asunto va de gracioso con apetencias culturales sin pasarse de hipster malasañero. Vamos, que hay todo un mundo entre El Sevilla enumerando toda la taxonomía posible de zonas clitorales o los citados Hidrogenesse dedicándole una canción a los ordenadores de Apple.
¿Que por qué es tan guay y tan descacharrante esta melodía plana, dos por cuatro, dos por cuatro y rasgueo amodorrado de guitarra? Lean, lean.

Puro post-moderno humor post-moderno, divertido y nada cargante cuando dura lo que dura esta hermosa tonada. Más o menos el precioso y dulce intervalo en que uno descubre que resulta gracioso. No lo estiren, no abusen de él, los amores de doce horas tienen querencia por escurrirse entre la condensación del vaso y un ingenio encantado de sí mismo. Y por lo que más quieran, no hagan referencia a esa broma de internet.
Nunca.
Jamás.

 

Jarvis Cocker – Running the World

Que Cocker es un genio de las letras no es una novedad. Que los “gilipollas siguen dominando el mundo”, tampoco.
Los dos álbumes en solitario de su etapa post-Pulp son básicamente un canto a cogerse de las manos, alzar bien alto la voz y entonar un sereno pero poderoso “No nos tragamos más esa basura”, así, en general. En plena y espléndida era donde el debate se ha convertido en el sadomasoquismo de la argumentación (recibir, dar, gritar de dolor cuando es placer y de placer cuando en realidad no se siente gran cosa) y el intercambio de ideas en un Conmigo o contra mis Me Gusta, es de todo punto reconfortante andar oyendo a Cocker señalar cual profeta semidesnudo en toga deslavazada

 It’s the end, why don’t you admit it?
It’s the same from Auschwitz to Ipswich
Evil comes I know from not where
But if you take a look inside yourself
Maybe you’ll find some in there

Porque las idas y venidas de nuestra preocupación montada en sidecares morales, apuntando hoy a la guerra de Siria y mañana a su alcalde empapuzado hasta las rodillas de corruptelas por ese polideportivo tan molón a las afueras del pueblo, nada de eso se aproxima ni por asomo a las aristas afiladas, hediondas, incómodas y piadosamente compartidas que cada uno guarda bajo la frágil capa de fotos, comentarios y retweets.
La crítica de Cocker no es baladí. No son las angustiadas reflexiones de nuestros paladines musicales patrios. Es pura literatura cargada hasta los topes de ácido clorhídrico, salfumán y queroseno.
Desde esta humilde y desnortada publicación reclamamos la inmediata imposición totalitaria, pateadora y nada consensuada de Running the world como letra del himno patrio. Imaginen, imaginen a Nadal cuando vuelva a ganar algo, gesto contrito, bíceps aun palpitando, trofeo en la mano, emocionándose ante estos demencialmente celestiales versos:

The free market is perfectly natural
Do you think that I’m some kind of dummy?
It’s the ideal way to order the world
Fuck the morals, does it make any money?

And if you don’t like it, then leave
Or use your right to protest on the streets
Yeah, use your right, but don’t imagine that it’s heard
No, [Incomprehensible]

Cunts are still running the world
Cunts are still running the world

 


Y de paso nombrar a Cocker, el hombre que irrumpió en mitad de aquella actuación mesiánica de Michael Jackson, emperador definitivo de todos los hemisferios. Con retroactividad de años luz, por si acaso las masas se aburren y deciden deponerlo.
La gracia, por supuesto, está en que jamás lo sea, como la rabia narrativa de Pulp siempre nos ha invitado a dar una respuesta desbocada, rabiosa pero no violenta, antes de regresar a beber y fumar y ponme una última canción antes de que otro pimpollo se me acerque mientras el novio va al baño.

 

My Cat is an Alien – The Antigravitational Sense Of Nothingness

Thurston Moore, de Sonic Youth, dijo que los hermanos Opalio formaban el mejor dúo musical desde el final de la Gran Guerra. Tan ancho se quedó Moore.
La verdad es que me fijé en ellos porque el nombre de la banda me hace mucha gracia. Yo también tengo la sospecha de que el felino que cohabita conmigo es una entidad extraterrestre procedente de dónde guiñan las estrellas. El viaje lo ha dejado exhausto, por lo que se pasa tres cuartas partes del día sobando como un cebú narcoléptico aficionado a la Paul Anner. Por la noche se yergue sobre sus patas delanteras, alertado por microorganismos únicamente observables a través de sus saturninas pupilas rasgadas. Cuando le coloco la mano sobre la cabeza se queda paralizado para, minutos después, tratar de liberarse bailando una especie de ritmo batusi muy divertido. No entiendo nada de lo que hace, ni siquiera por qué caga cuando caga (nunca cuando ando cerca, últimamente ni siquiera cuando estoy en casa). Si una raza procedente de más allá de las estrellas decidiera conquistarnos, evidentemente su estudio de mercado concluiría que la decisión más económica, rápida y efectiva sería adoptar la forma de la especie dominante: los gatos domésticos.
¿Cómo de seguros están de la naturaleza terráquea de ese mamífero suelta pelos? ¿De verdad, ingenuos dispensadores de fiambre y cariños, creen que maúllan a horas prohibitivas solo porque están fatal de la mollera esos animalitos?
Ni por asomo.
Prueben a comprar un arnés de esos para someterlos al cariño feudal con que se neutralizan a los cánidos, ya verán que gracia y que pronto termina en la basura el cacharro.
No se dejan, los muy cabrones. Y ningún ser pasivo con un desmesurado respeto ante sus propias decisiones puede albergar buenas intenciones. No aprendimos cuando dejamos proliferar entre risas y coñas de junta de vecinos a los “community managers” y no aprendemos con los gatos.
Sobre los menganos italianos, decirles que por lo visto se inscriben dentro de un género extraordinariamente marginal del rock, la “Psicodelia Ocultista Italiana”, corriente que, al parecer, aboga por recuperar la mística taranta, los ecos decibélicos de las pelis giallo y los efectos de sonido super horteras del spaguetti western, entre otros tantos y tantos referentes de la Italia en technicolor.

 

A pesar del cariño por My Cat is an Alien, este redactor se queda con Heroin in Tahiti, que suena más a trance al encenderse las luces, frotarse los ojos y empezar a asimilar, hermanos en la fe, que esta madrugada ya peinada de amanecer azulino, nos vamos a volver igual de solos y puntiagudos a casa.

 

Dead Skeletons – Buddha-Christ

 

Hablando de trances.
Jón Sæmundur Auðarson, artista tanatofílico de profesión, un día necesitaba música para la instalación que iba a inaugurar en el Reykjavik Art Museum, así que se puso en contacto con Henrik Björnsson y Ryan Carlson Van Kriedt, miembro de los Singapore Sling y Asteroid #4 respectivamente. Lo que salió de esa colaboración fue carburante para superpetroleros transoceánicos. Lo que en principio surgió como como un mero acompañamiento para la obra museística de Auðarson, Dead Skeletons, que así se llama la banda de estos tres hijos de la madre más nórdica de todas, salieron zumbado a lo más alto de los ya no tan oscuros rankings de la música underground. Tal como dicta el libro de estilo no escrito de la crítica musical, basta señalar que Dead Skeletons molan cantidubi dubi dubi, cantidubi dubi dá. Un huevo. Molan tanto que solo pueden sonar en la fase cumbre del trance, no durante la noche. No hay que desperdiciar semejante cantidad de energía vital. Temas como Buddha-Christ, con lo mejor de los 13th Floors viniéndole a uno a la cabeza, deben, Es Imperativo, que se empleen para los más nobles fines de la potencia juvenil.
Ejemplo: póngase a los Dead Skeletons antes de entrar al despacho de ese jefe de recursos humanos que sabe que no le va a contratar en su puñetera vida pero le ha hecho acudir de todas formas. Los siervos de la gleba de oficina, como los escritores, necesitan azotar con el palo los limites (algunos francamente amplios) de la paciencia de toda criatura racional incluida en su radio de inquina y jodienda. Créanme, no conocemos otra forma más humana de comprobar que no hemos muerto y resucitado en un purgatorio exactamente idéntico a nuestro despacho/habitación-desde-donde-escribimos-en-pijama.
Por eso, entren al ritmo de Buddha-Christ, siéntense con la espalda ligeramente encorvada, las palmas de las manos sobre los muslos, colocadas con precisión de bushido, la mirada sutilmente torva, casi, casi, casi al borde de un ceño fruncido, el mismo que pondrán cuando Setano El De Recursos señale que deberían formarse un poco más. Suba el volumen (en su mente, no me sean básicos: no pueden sabotear su propia entrevista de trabajo con los cascos puestos), aguarde cinco, diez segundos y, eso es, agarre a ese buen hombre que en el fondo solo se está ganando la vida como usted y clávele la corbata a la mesa. Seis grapas bastarán. Luego abra la lengüeta de la grapadora y presione ligeramente contra la frente del de recursos humanos. Lo dejo a su elección, pero yo sinceramente no iría por ahí abriendo agujeros craneales por un empleo del güano. Se trata de infundir espanto y pavor, no de terminar en la cárcel por una cicatriz. La clave del terror y la venganza inteligente, como a estas alturas hemos aprendido con este regalo del cielo islandés, consiste en mantener un ritmo constante, un mantra, un susurro constante, como aquella oración del peregrino. Oigan los repetitivos bloques de Buddha-Christ, maravíllense ante la fuerza de esa minuciosa reiteración.

 

Rick Astley-Never Gonna Give You Up

Pelirrojo, cara de niño bien de internado dublinés y, lo más fascinante de todo, vozarrón de contratenor devorado por un tenor mucho más grande encerrado en una mazmorra. La combinación ideal para memes y virales, como aquel de 2008 donde gente con pestilencia y hedor en el corazón utilizó el exitazo de Astley para mofa general. Un día recibías un e-mail con un enlace a youtube y la promesa de ver gatitos rodando ladera abajo a la caza de un ovillo de lana o la noticia del descubrimiento de una vacuna contra el cáncer y, de repente, quien asomaba la jeta por la pantalla del ordenador era Rick Astley en plena euforia videoclipera. Si, aquel videoclip donde al pelirrojo lo embutieron en una gabardina churrera tan ancha que podría acoger a un par de familias de refugiados dentro y aun le sobraría espacio para sufrir las consecuencias de la especulación inmobiliaria. Si, el mismo videoclip donde la cámara se mueve como si el travelling fuera montado sobre un coche de choque conducido por un mono con las manos amputadas. Ese maravilloso videoclip, incluido aquí para gloria y deleite salivoso de ustedes porque no todo en esta vida es andar por ahí pegando puñadas al aire, caramba. También conviene regocijarse, venirse arriba sin motivos, la risotada demente a la par que muy consciente de lo efímero de esa alegría sin origen ni futuro. Una pizquita de todo eso tiene buena parte de las canciones ochenteras que más me chiflan. Astley es un ejemplo tan bueno como cualquier otro. O mejor, porque a ver de dónde me saco arranques tan devastadores como éste:

 

Bobby J – TODO

No importa cuánto hable de Roberto Jota (quiero creer que se llama Roberto), ni si esta es la 931946 vez que termino atrapado en una maratón de sus tres únicas apariciones televisivas subidas a la red. ¿Quién es Bobby J? Nadie lo sabe. Una noche se peinó como Tom Selleck, apretó los músculos faciales como Tom Selleck y dio palmadas como Tom Selleck en el programa musical más mítico de la RAI, Discoring.

Daba la impresión de que bailaba amenazado o desganado o cumpliendo una apuesta perdida. A Bobby le cuesta engrasar las caderas, pero cuando lo hace, ay. Ahora a babor, ahora a estribor. Lástima que se desactive tan pronto en cuanto la música se escapa por el fondo del escenario, aliviado.
Solo que todo era un engaño sibilino. ¿Creían que a Bobby le tocaba la moral salir al escenario? Pues tomen del frasc Carrasc, porque no se sabe cuánto tiempo después, Bobby reaparece junto a un portentoso cuñado ochentero con aspecto de tener al ralentí el Renault R5 en la puerta.

Aquí vuelven las caderas, acompañadas de un juego de piernas que ni el dichoso Jabois sabría describir para deleite florentiniano. El cuñado se dedica a zurrar unos tambores, lo que en sí es el cargo más cuñado que se puede tener en un dúo.
Salto en el tiempo. Se acabaron las entrevistas en platós en inquietante penumbra y la estética de picnic al borde de los pinos. Bobby J regresa por todo lo alto. Esta vez nos da paso un Paco Lobatón de Erasmus en Italia, con un chaval al fondo en plena fase larvaria.
Ahí lo tienen.
Ahí está.

Bobby J disfrazado de exsargento de los Cascos Azules de la ONU en un día de nostalgia, acompañado de…de…en fin, de un piernas que no deja de brincar como si le hubieran aplicado dos pinzas de batería en cada nalga. Lo disfruta. Lo goza. Bobby también, solo que a su manera, como siempre lo ha hecho, embozado hasta las cejas en un delirio tan surreal que trasciende, oh sí, vaya si trasciende.
Les voy a confiar un secreto: cada vez que estoy en el penúltimo asalto de la decepción y las puñalás que da la vida, me pongo esta actuación. Esto, señores, señoras, hermanas de la señoritas, no es ridículo, no al menos de la forma que inunda nuestros bebederos catódicos y digitales. No señor. Bobby J se cree lo que es en toda su fabulosa extravagancia, tiene ritmo, tiene una canción pegadiza como ella sola, tiene el don de la diferencia y la extrañeza. Y, sobre todo, con su absurda puesta en escena, nos regala la estupenda sensación de que nada es tan importante, trascendente ni fundamental como la angustia nos obliga a creer que es.
Para el carro.
Esta vez te has pasado quince pueblos y una pedanía, Isaac.
¿Sí?
Bueno, es posible. Pero yo no sé ustedes: a mí, de un modo mágico e inconfesable, saber de la existencia de Bobby J me alegra el día durante cinco minutos. Y la vida, sin estos pequeños regalos, sería como no dormir nunca tras una noche demasiado larga, demasiado decepcionante.
Andiamo, Roberto. Andiamo!