Es difícil entender la cultura y la mentalidad del Barroco sin explicar la situación de crisis y conflicto que viven. No podemos ignorar tampoco el carácter conservador de ambas, con poderes que tratan de dirigir a grupos humanos. Sin embargo, pese a potencial de sus fuerzas de presión, el Barroco no consiguió anular las formas de existencia individual. De ahí su empeño por predecir el comportamiento e integrar el cambio como propio, para penetrar en el proceder humano.

El siglo del Barroco en Sevilla es un siglo de decadencia. El esplendor traído por el comercio americano se empieza a evaporar en manos de una monarquía cada vez con más deudas y menos potencial. Sin una burguesía mercantil fuerte, la riqueza vuela hacia el extranjero mientras el puerto fluvial cada vez presenta mayores inconvenientes. Las carestías y las epidemias no ayudan tampoco: la peste negra de 1648- 1652 se llevaba por delante a más de la mitad de la población y abría una crisis en la ciudad de la cual, siendo severos, no se ha salido todavía.

Pero no todo iba a ser negativo. Los encargos llegados del nuevo continente y la destacada posición de la Iglesia y de la nobleza convirtieron a Sevilla en un importante centro cultural donde se desarrolló con maestría y particular personalidad la imaginería. Escultores de la talla de Ruiz Gijón, Pedro Roldán, José de Arce, Andrés y Francisco de Ocampo, Martínez Montañés o Juan de Mesa ejercieron su oficio en la ciudad del Betis, elaborando obras de gran interés para consumo interno y para su exportación. Estos autores, con sus peculiaridades y diferencias cronológicas, comparten aspectos comunes de un imaginario colectivo con consciencia de crisis.

Como cualquier sociedad en crisis, el Barroco responde a una mentalidad donde los conceptos de carácter dinámico toman gran relevancia. Las crisis ahondan la consciencia de cambio en el ser humano, que tiene frente a sus ojos una metamorfosis patente y patética. La mudanza constante le tira a la cara al hombre la más cruel y existencial de las verdades: la vida pasa a través del cambio. Para encauzar esta realidad se emplea la experiencia, una experiencia que ordena mentalmente la relación del hombre con el mundo, con el tiempo, una experiencia desde la que trata de asimilar los secretos naturales.

La cultura del Barroco, para manipular la experiencia (ya hablamos que el Barroco es una cultura conservadora, aunque todas las culturas son por definición conservadoras) se vale del propio movimiento, del cambio. La estética barroca se apoya en el deleite, en la impresión. Impacta sobre la emoción para conmover. No apela a la racionalidad ni a la serenidad sino al desasosiego que genera el propio cambio, el movimiento. Provoca sacudidas en el espectador, removiéndolo, desarmándolo. La emoción como forma de control. Pues tras el dinamismo y la inestabilidad está el rigor de las leyes generales. En la conmoción, el Barroco lanza su mensaje, que cala como experiencia personal, como algo íntimo. Delectare et docere. El deleite y la experiencia que genera el movimiento no son más que una forma de aprendizaje que impone una ideología, un instante desmesurado que desemboca en el orden perenne de Dios (el Barroco es una cultura al servicio del poder y este, en los siglos XVI y XVII, viene de Dios).

Las imágenes, como forma de comunicación emocional, se convirtieron en el lenguaje por excelencia de la cultura barroca, probablemente por su propio carácter irracional y su capacidad para impresionar. Así lo entendió la Iglesia Católica, que encontró en las imágenes el vehículo perfecto para difundir su doctrina a una población mayoritariamente analfabeta. Paleotti (Discorso intorno alle immagini sacre e profane), Molanus (De picturis et imaginibus Sacris, pro vero earum usu contra abusus) o Pacheco (El arte de la pintura) fueron los encargados de definir lo que el Concilio de Trento había dejado en el aire: el empleo de las imágenes como objeto de culto y representación de Dios. Delimitando la iconografía en claves de decoro e interpretación, estos autores consolidaron el empleo de las imágenes como una forma para adoctrinar y enseñar teología.

Uno de los tres tratadistas anteriores, Pacheco, conocido por ser suegro del gran Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, tuvo gran peso en la Sevilla de inicios del siglo XVII, la misma que habitó Juan de Mesa y Velasco. Cordobés de nacimiento, discípulo de Juan Martínez Montañés, Mesa permaneció muchos años en el ostracismo, pues sus obras se atribuyeron a su maestro, conocido popularmente como “el Dios de la Madera”. Los documentos, los historiadores y alguna que otra casualidad pusieron las cosas en su sitio y Juan de Mesa es reconocido hoy como el autor de imágenes que hasta hace poco le eran negadas (hoy en día aún están por documentarse varias atribuciones). Una de ellas es la imagen de Jesús del Gran Poder.

Según el contrato de ejecución encontrado por Heliodoro Sancho Corbacho, fechado en octubre de 1620, Juan de Mesa recibió 2000 reales de a treinta y cuatro maravedíes cada uno por la ejecución del Señor y de un San Juan, que en la actualidad procesiona junto a la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso. Realizado en madera de cedro, el Gran Poder es un caso paradigmático de enseñanza y aprendizaje a través de la conmoción y los sentimientos. Su expresividad única, acentuada por las deficiencias en la conservación de la policromía, es un juego de emociones que esconde la imagen de Dios en el Barroco, mezcla de la recuperación de la Escolástica medieval y del valor del individuo moderno.

Las formas del Gran Poder guardan múltiples señales, como la poderosa zancada y el dinamismo exacto que evita su caída al filo de la muerte, metáfora de la firmeza ante los designios de la vida. O la exagerada corona de espinas posada sobre su cabeza, una serpiente mordiéndose la cola que simboliza como Jesús carga en sus sienes con el pecado del mundo. Y mientras la corona y la inclinación de la cabeza entronizan a un Dios humilde y misericordioso, cercano y humano, las potencias (poder, magnificencia y divinidad) nos recuerdan al Dios Padre, a su fortaleza, a ese primer motor creador de todo. Lo que Tomás de Aquino explicó mediante silogismos en la Summa Teologica lo talla Mesa en madera.

Si hacemos un análisis detallado, en el Gran Poder se recogen las cinco vías para demostrar la existencia de Dios que Santo Tomás tomó del Pseudo Dionisio. Estás cinco vías son:

a) La vía del movimiento, que viene a decir que las cosas del mundo se mueven. Todo movimiento tiene una causa exterior a él mismo, ya que nada puede ser a la vez motor y cosa movida. Pero, si lo que se mueve necesita, a la vez, una cosa que lo impulse, se genera así una indefinida cadena de motores movidos. Sería necesario un primer motor inmóvil (Aristóteles en vena) que no sea movido por nadie, que es al que todos llaman Dios. Al menos según Santo Tomás, que se apoya en la Biblia para reforzar esta idea. Leyendo Isaías 44:6 nos topamos con ese pasaje donde se dice: “¿Quién lo ha hecho y lo ha realizado, llamando a las generaciones desde el principio? Yo, el Señor, soy el primero, y con los postreros soy”. Si vamos al libro del Apocalipsis 1:8, 11, también damos con el famoso fragmento “Yo soy el Alfa y la Omega -dice el Señor Dios-, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso”. En el Gran Poder esta vía cobra un sentido mayor cuando el Señor viste la túnica persa que le bordara Rodríguez Ojeda. El alfa y el omega que aparecen en la parte inferior redondean un simbolismo implícito en la propia imagen. El marcado sacrificio que redime al hombre del pecado original es el final de un largo camino que empieza en el Génesis. Del “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” al “todo se ha cumplido”. Teología con mayúsculas.

b) La vía de la causa eficiente refiere la exigencia de una primera causa eficiente, que es Dios, dado que ninguna cosa puede ser causa de sí misma y efecto a la vez. Y como toda causa está causada, no es posible una cadena infinita, sino que hay una primera causa eficiente.

c) La vía de lo contingente, según la cual todos los seres existen, pero podrían no existir, pues son contingentes. Es, pues, forzoso que exista un ser necesario: Dios. Sin el Dios padre del creador que se representa en el Gran Poder no habría mundo ni seres humanos. Sin el Dios humano que sufre, no se habría redimido al hombre del pecado.

d) L vía de los grados de perfección, por el contrario, tiene un fundamento platónico. Asevera que para poder hablar de más o menos perfección de los seres es necesario que haya un ser perfecto que haga posible la comparación: Dios. Por comparación, dada las virtudes que acumula, ¿puede alguien ser más perfecto que el Gran Poder?

e) La vía del gobierno del mundo alega que todos los seres irracionales tienden a un fin. Esto es solo si alguien los dirige, luego debe haber un ser inteligente que domine todas las cosas: Dios. El Gran Poder, como advocación, indica exactamente eso, la potencia infinita de Dios, demostrada en la Epifanía. In manu ejus potestas et imperium. En tu mano están el poder y el imperio.

Otros aspectos teológicos se deslizan la imagen de Jesús del Gran Poder, como la descripción de los atributos de Dios (discurso que se refuerza con la indescriptible canastilla) o la idea Dios como el eterno presente por encima del tiempo que fluye también se recogen. Especial atención debemos prestar a la doble naturaleza de Dios, divina y humana, cuestión a la cual Santo Tomás de Aquino dedica varios puntos de su Summa Teologica. Con el silogismo categórico como arma, Santo Tomás va deshojando la diatriba. Lo mismo hace Mesa, combinando contrarios: la humanidad del calvario y la fuerza de la divinidad. El rostro velado por la sangre coagulada y la poderosa zancada avanzando con la cruz del mundo sobre sus hombros. Dos caminos para llegar a un mismo mensaje.

Se podría escribir un libro entero de sobre el Gran Poder y su relación con la Teología. Aquí nos hemos limitado a analizar la conexión entre el Gran Poder y la Summa Teologica, lo que no hace más que demostrar la importancia de una adecuada lectura de las imágenes pues, si no penetramos en su significado, perdemos gran parte de su valor. Un valor que reside, no solo en su belleza estética, sino también en la profundidad de su mensaje.

Francisco Huesa (@currohuesa)