Lendorio debía ser un tipo simpático. Tal vez lo siga siendo. Quienes conocían a Jesús Gil dicen que también, un tanto socarrón y con cierto regusto por el humor soez. No se cuentan las mismas alegrías de Lopera, o de José María del Nido. Nadie le ha escuchado nunca a Florentino Pérez un chiste pero todos le han reído sus gracias porque es quien es. Estos hombres, junto con muchos otros, tienen en común varias cosas. El fútbol y la burbuja inmobiliaria.

 Tranquilícense, éste no es otro de esos artículos sobre ladrillos y balones, porque eso ha quedado meridianamente claro. Éste es un artículo sobre la magia. Prestidigitación, si lo prefieren. ¿No saben lo que es? Miren, “arte o habilidad de hacer juegos de manos y otros trucos para distracción del público”. El público, sí, el público. El mismo que en el año 2000, recién cruzado el Segundo Milenio, se maravillaba de sí mismo al contemplar al Real Madrid y al Valencia disputando la final de la Champions League.

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Piensen por un momento en ese palco. Da igual que estuviera Lennart Johansson, presidente entonces de la UEFA, ése solo era un “cuchara” (ni pinchaba ni cortaba). Allí estaban Pedro Cortés, presidente del Valencia y uno de los principales accionistas de SEUR, y el Rey Juan Carlos, accionista mayoritario de España. A la cabeza de todos Lorenzo Sanz, entre una nutrida representación de lo más granado de la sociedad política y económica del país en ese momento. Allí se encontraba representado el 16% del PIB de España. Nada menos.

El fútbol alcanza a ser el 1,7% del PIB de España. Casi al nivel del Reino Unido, el primero de una lista en la que somos subcampeones. La media mundial se sitúa en torno al 0,79%. En 2013 el sector de la construcción sufrió un poderoso incremento en el país de la Premier League y se situó en el 6’6% de su PIB. En España, pocos años después de aquella final, se situaba en el 10%. Reino Unido invierte un 1,7% en I+D+i, España un 1,3%. Alemania un 2,8%. Eslovenia, por cierto, también.

Cuando terminaron los fastos por aquel cruce del Milenio, el Financial Times se maravillaba de cómo los cambios de la era Aznar estaban transformando la economía española. “El neoliberalismo funciona”, dijeron, al ver cómo las privatizaciones y liberalizaciones del suelo estaban generando cantidades ingentes de dinero. La locomotora franco-germana se sostenía a duras penas gracias al recién creado Euro con el cual se financiaban los gastos en el Sur de Europa. Todo encajaba. Todo no, oigan, que seguimos siendo un país católico y, como subraya el catedrático de Historia Antigua Genaro Chic, “un país muy romano y sin civilizar”.

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En una economía de mercado los analistas internacionales esperaban que los ingresos que estaban recibiendo las empresas a las que pertenecían Florentino Pérez, Lendoiro, Lopera, Jesús Gil, Fernando Martín, entre otros muchos, y que enriquecía lateralmente a otros como José María del Nido, sirvieran para reinvertirlo a medio y largo plazo en una economía más cualificada. En una palabra, el Financial Times y The Economist aventuraban que el declive franco-germano anunciaba el auge de un nuevo eje, el anglo-hispano. La Premier y la LFP.

En ese marco, Aznar se vio realzado como un nuevo Felipe II y buscó el amor inglés que Blair le entregó hasta tiempo después de su propia caída. Poníamos los pies en la mesa del Emperador Bush y nuestras empresas se lanzaban a comprar el mundo. Ese declive franco-germano se dejaba ver, decían, en la tremenda recesión que asumían ambos países, especialmente Alemania. Pero, sobre todo, decían también, porque el extraordinario crecimiento español, cercano al 4% casi al comienzo de la crisis[1], se plasmaría en una reinversión de los beneficios obtenidos por el ladrillo en un mercado con muchísima más proyección: el de la industria y la tecnología, el I+D+i.

En el Financial Times y en The Economist, como en muchos sitios, desconocían el significado de la Economía de Prestigio. Lejos de invertir en ese tipo de asuntos, maravillados de su propia efigie que algunos, como Lopera, situaron como busto en bronce en el mismo palco del estadio, todos se lanzaron a invertir en aquello que les iba a reportar mucha más satisfacción: el fútbol.

Los hay que compraron paquetes accionariales directamente, desde Lendoiro a Jesús Gil, Del Nido, Hidalgo, Lopera, y los hay que pusieron sobre el tapete mucho más que eso, pusieron la tupida red de intereses clientelares que te permite fichar a Cristiano Ronaldo por el equivalente a “3 tuneladoras y una turbina”[2], o incluso refinanciarte la deuda. Como hizo el FC Barcelona gracias a que por el palco del Camp Nou pasa cada dos por tres lo más selecto de la oligarquía catalana.

El mayor centro de negocios de Madrid, y de parte de España, no lo duden, pasa por el palco del Bernabéu. Florentino Pérez se encargó durante años de que así fuera, actualizando los mecanismos de relación clientelar que se habían manifestado como insuficientes en las etapas de Mendoza, Sanz y Calderón. Ese modelo, el de no tener nada y gestionarlo todo, ya no servía. Pérez tenía su propia cartera de clientes y amigos[3] y la ponía al servicio del Real Madrid, al tiempo que el club le ofrecía un entorno de negocio inmejorable para sus propias empresas.

Pero, ay, la justicia no es igual para todos. El Real Madrid y el FC Barcelona se pueden permitir la indulgencia y bula papal ofrecida gobierno tras gobierno a sus cuentas. Ni Lendoiro, Del Nido, Gil o Lopera podían recibir tales indulgencias. No importaba. Lo que movía temporada tras temporada a estos ricos de la cultura del pelotazo y la burbuja inmobiliaria era figurar. Aparecer. Que su nombre fuera coreado.

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“Existe el mito de que a Lendoiro nunca le han pitado”[4]. Durante 53 años ha presidido clubes deportivos y ha manejado cerca de 1500 millones de presupuesto en el Deportivo de la Coruña. Su marcha fue la del último representante de una época, y, al menos, ha podido irse. “La persona más importante del mundo es el Presidente del Sevilla FC”, decía tajante Del Nido cuando su equipo alcanzó la cúspide futbolística ganando la Copa de la UEFA dos años consecutivos. No importan las condenas, ni las corruptelas, la cuestión es que durante años los beneficios obtenidos nunca fueron a reinversiones futuras, sino a vivir un presente mágico.

El prestigio mismo fue lo que puso a Jesús Gil en un Atlético de Madrid que servía de trampolín a su imagen. Hizo programas de televisión, golpeó a otros presidentes literalmente y se vanaglorió de su inmenso ego proyectado. Los mismos vítores que recibía Manuel Ruiz de Lopera en el estadio cuando, una y otra vez, recordaba que todos los éxitos del Real Betis se debían a su gestión. “¿Dónde estaban en el 92?”, repetía sin cesar recordando la pantomima que creó ese año cuando el club estaba al filo de la desaparición por su conversión en SAD.

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Y es que ahí, en suma, estuvo una de los alicientes. El fútbol siempre había sido, y sigue siendo, un marco incomparable de proyección de un tipo de prestigio muy cercano, muy humano. Decenas de miles de personas coreando tu nombre aporta más al ego personal que una casi anónima aportación como mecenas a un museo o montando una editorial, por poner dos ejemplos. En el momento en el que a ese prestigio se le permite acceder mediante el mercado, transformándolos en empresas, todo cambia. Porque España, como en Holanda, el que paga es el que manda.

Y allí han estado, en esos palcos. El 16% del PIB español que, en lugar de invertirse en mercado, se invirtió en prestigio. Sortes sint tibi, no obstante, y esa suerte que parecían tener algunos, como en el mismo fútbol, es cambiante. A algunos el prestigio, como sucede con la familia Gil Marín, les ha servido para eludir la justicia gracias a las clientelas y amistades. A otros, como parece que puede ser el caso de Lopera o Del Nido, no les va a evitar la cárcel.

Es el prestigio, estúpidos.

Aarón Reyes (@tyndaro)

 


[1] Alonso Pérez, M. y Furio Blasco, E., “La economía española. Del crecimiento a la crisis pasando por la burbuja inmobiliaria”, Cahiers de civilisation espagnole contemporaine. De 1808 au temps présent, 6, 2010.

[2] Leopoldo Abadía en El Economista, 28/10/2012.

[3] En el sentido latino del término. Un cliens no era lo mismo que un amicus. El cliens te ofrece un favor, un beneficio de algún tipo, pero se sitúa a un nivel inferior al de la persona al que se lo ofrece. El amicus sí se encuentra al mismo nivel, y la relación de negocio es diferente. Faltaría plus.

[4] “El ocaso del mago del deporte coruñés. Lendoiro ya no sabe hacer milagros”, El Confidencial, 13/06/2013.