La figura del dictador contemporáneo rodeado de multitudes enfervorecidas que aúllan su nombre y eslóganes repetitivos en grandes concentraciones de masas es un invento realtivamente reciente, típico de los regímenes populistas y totalitarios del primer tercio del siglo XX en adelante.

El proceso de formación de esta figura recurrente en la Historia, desde su surgimiento en la constitución romana hasta nuestros días ha sido complejo y a veces, contradictorio.

Surgido como un magistrado provisional que acumulaba el poder durante seis meses en caso de crisis, con el tiempo se tendió a no abandonar el cargo. Apoyados por el pueblo llano y en ocasiones, enfrentados a los poderosos, su evolución en muchos casos ha sido hacia una situación contraria.

Sin embargo, existieron dictadores que, convencidos de su superioridad moral e intelectual, se instalaron en el poder, ejerciendo éste de un modo paternalista: consideraban al pueblo llano como a niños menores de edad perpetuos a los que había que educar, tutelar y reprender a perpetuidad.

Gobiernos de este tipo, de reformas “desde arriba” fueron empleados a lo largo del siglo XVIII por los déspotas ilustrados, monarcas absolutos empeñados en racionalizar el gobierno de sus Estados y facilitar la vida de sus súbditos siquiera someramente. Ejemplos como los de Carlos III de España, Margarita y José II de Austria o Catalina la Grande de Rusia son o deberían ser conocidos de todos.

El ejemplo de la Ilustración no tardó en cundir por todo el orbe, llegando a las colonias hispanoamericanas a través de las Reformas Borbónicas o “Reconstrucción Imperial” emprendida ya en tiempos de Felipe V (1713-1746).

Este ímpetu ilustrado no iba a tardar en amalgamarse con  el ejemplo de la Revolución Americana, por la cual las Trece Colonias de Nueva Inglaterra se iban a transformar en los Estados Unidos de América del Norte, en el sentido de la búsqueda de la independencia política con respecto a las metrópolis, idea que a los criollos, blancos nacidos en América, les parecía de perlas: ellos se librarían de los gachupinos o españoles peninsulares enviados a gobernar las colonias y mandarían sobre una masa analfabeta de indios, negros, mestizos y mulatos de diverso grado.

Es en este contexto donde se sitúa la actuación del peculiarísimo personaje histórico que este artículo tiene a bien presentar.

 Para cuando  iban a desarrollarse los acontecimientos de la independencia de las colonias españolas José Gaspar Rodríguez de Francia no era un completo desconocido en la colonia de Paraguay, un rincón de Sudamérica sin salida al mar, con una selva impenetrable poblada por los belicosos guaraníes y cuyo único nexo de unión con el exterior era el río Paraná-Paraguay, que da nombre al territorio.

Francia había nacido en Asunción, la capital de la colonia, en 1766, hijo de un militar de origen brasileño, José García Rodríguez, y una dama criolla de la alta sociedad paraguaya, María Josefa de Velasco.  Cursó estudios universitarios de teología, obteniendo el Doctorado y filosofía, donde obtuvo el grado de Licenciado, entrando en contacto, como muchos otros, con las ideas de los Ilustrados franceses, que estaban, en la época, prohibidas por las autoridades españolas.

Con el estallido de la Guerra de la Independencia en España y el vacío de poder, la situación en las colonias se hizo tremendamente confusa.

 Así, desde Buenos Aires, varios ejércitos independentistas se desplazaron a las colonias vecinas con el fin de proclamar la independencia de España.

Reunidos en una junta los delegados paraguayos, entre ellos Francia, decidieron  seguir fieles a las autoridades españolas y no unirse a los bonaerenses. Al parecer, Francia sostuvo en solitario la opción de que la colonia de Paraguay cortase lazos con España y con cualquier otro poder “externo”  a la propia colonia.

Tras la doble victoria paraguaya en Tacuarí y Paraguarí, un golpe militar contra el gobernador colonial, Velasco, llevó al poder a un triunvirato compuesto por Francia, Zevallos y él mismo.

Ahora, Francia, ocupando las carteras de interior y exterior, cimentó su poder dando lugar en la asamblea a pequeños y medianos terratenientes a los que conocía.

Tras crear una serie de crisis de Gobierno de forma sibilina y hacer varias renuncias teatrales, la Junta de Gobierno se disolvió y se creó un Consulado en 1813, ocupado por Francia y el coronel Yegros de forma alterna, aunque el espíritu de Francia descansaba en todas las iniciativas legales del periodo: la persecución a los gachupinos y la declaración de neutralidad perpetua de Paraguay.

Tras un periodo corto como Dictador Provisional, cargo para el que derrotó en unas elecciones al coronel Yegros con el apoyo del voto campesino, comenzó su gobierno personal a finales de mayo de 1816, poniendo en práctica su particular visión del gobierno ilustrado.

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Su primera medida fue rebajarse el sueldo (qué hace este hombre por Dios, que diría un político moderno) y luego continuó depurando la administración, eliminando a los no paraguayos, a los criollos corruptos y ganándose el favor de los soldados y funcionarios de bajo rango.

Acometió también una importante campaña de alfabetización, imponiendo la educación primaria obligatoria y gratuita, con el objetivo de que el pueblo llano aprendiese cuando menos a leer y escribir, constituyendo una Biblioteca Nacional en Asunción con los libros que se incautaban en las requisas a la aristocracia criolla.

Especialmente duro fue con la iglesia, con la que aplicó medidas regalistas, sometiéndola a la autoridad del Estado, nombrando a los obispos y párrocos y obligando a los curas a jurar fidelidad a la República, siguiendo el modelo impuesto por la Revolución Francesa recogido en la “Constitución Civil del Clero”.

Otro frente importante lo constituyó la reforma militar: depuró el ejército, eleiminando a los caudillos locales y poniéndolo al servicio del gobierno central, mediante la inclusión de reclutas y oficiales procedentes de las capas baja y media de la sociedad, eliminando la influencia aristocrática y promocionando los ideales de su particular “revolución”. Esto, unido al aislamiento del exterior promocionado por el propio sistema hizo que las potencias circundantes no se atreviesen a invadir

Paraguay ante la incertidumbre de enfrentarse a un ejército del que desconocían el número y equipamiento.

En el aspecto económico fue partidario del capitalismo de Estado y de la regulación estatal de la economía, controlando precios y salarios. Asimismo se empeñó en la construcción de un régimen autárquico que garantizase el abastecimiento del país y eliminase la especulación de los intermediarios a través de las “estancias del Estado”, una serie de fincas públicas, completadas con la producción de una suerte de talleres también sufragados por el Estado.

El reverso de la moneda lo constituyeron sus políticas de aislamiento y de represión constante para evitar cualquier conato de rebeldía, como la intentona golpista de 1820, que acabó con los conjurados, entre ellos Yegros, ante el pelotón de fusilamiento, y el caso del naturalista francés Aimé Bonpland, que, atrapado en las selvas paraguayas tardó veinte años en poder salir del país, ya que se exigía un permiso especial de entrada y salida que sólo Francia podía emitir.

Al mismo tiempo, se produjo una identificación total entre el Estado y la figura del “Supremo”: supervisaba y ordenaba a vocales y ministros y nada escapaba a su absoluto control, logrando construir una especie de “utopía” aislada en medio del subcontinente sudamericano.

Tras su muerte y sobre su personalidad, relativamente irónica, oscura y algo amargada por un desengaño amoroso, se empezaron a tejer una serie de leyendas más o menos apócrifas que contribuyeron, curiosamente, a acrecentar su popularidad como figura folklórica.

Pulcramente vestido, fumando siempre gruesos puros o bebiendo mate, no prermitía que nadie se asomase a la calle cuando salía a pasear por Asunción, llegando incluso a ordenar disparar a la gente que se atreviese a mirar hacia el interior del palacio de gobierno.

Amargado por el rechazo que la familia de una señorita criolla a la que pretendía, cuando llegó al poder, declaró mulata a toda la familia y jamás se casó, legalizando la prostitución, a la que recurría de vez en cuando y teniendo varios hijos naturales.

Incluso los belicosos guaraníes le tenían respeto o incluso miedo, llamándole Karai Guazú o “el Gran Señor”.

Murió en Asunción, en 1840, tranquilamente en su cama. Su obra sería destruida por las ansias políticas del presidente Solano, que embarcó al país en la Guerra Grande contra Uruguay, Argentina y Brasil, pasando a los libros de historia como un alucinante experimento en el que un sólo hombre construyó un Estado para sí mismo.

Ricardo Rodríguez (@ricardofacts)