No importaba su cara de espanto cada vez que me veía cruzar la puerta del salón, ni su agilidad innata para escurrirse tras el mueble del televisor y el acuario y los discos, optando por la posibilidad de morir electrocutada entre cables y alargadores y temporizadores antes que terminar, otra vez, otra vez a las siete y pico de la mañana, entre mis manos.

Tenía cuatro años y un espíritu científico de origen incierto me impulsaba a levantarme de la cama para lanzar a mi gata por los aires.

-Ven, Chispa. Bsbsbsbs. Chispa, Chispita.

A la semana el animal aprendió a desconfiar de los diminutivos y de mi presencia, pero hasta que la dura y dolorosa lección por fin se le tatuó en su diminuto cerebro, Chispa cruzó los cielos del salón de mi casa a mi voluntad.

Prueba número 3: gato catapultado en orientación vertical, ángulo de 74 grados.  Y ahí la tienen, luchando por reincorporarse sobre su panza, tratando de ser fiel al mito, desgañitándose por caer de lado. A veces ocurría y a veces (y esto a pesar de no contar con asistente, ni estudiante en prácticas ni tampoco un mísero bloc de notas) se dejaba las costillas contra el frío suelo, saliendo escopetada nada más recuperar el equilibrio sobre dos patas.

Afortunadamente para Chispa, mi talento potencial como Josef Mengele se vio truncado el día que se la llevaron al pueblo, eufemismo de sobra conocidos por cualquier crío menor de diez años con mascota. Enfermedad, hartazgo de mis padres ante la tortura I+D+i  que su vástago estaba infligiendo sobre el pobre felino o por cualquiera de las razones que fuese, Chispa desapareció. Probablemente aliviada ante la perspectiva de la inanición callejera o terminar bajo la rueda de un Fiat Punto camino a Matalascañas conducido por algún tipo con los brazos del color de las orejas de un boxeador y gorra de Caja Rural.

Con el paso de los años, mis experimentos fueron sofisticándose exponencialmente. A falta de sujeto de pruebas con bigotes y las uñas limadas, tenía que conformarme con mi hermano mayor. La cuerda para regular la capucha de mi abrigo y dos puertas situadas a una distancia menor que la prolongación de la Cuerda Misma son los vectores básicos para llevar a cabo la prueba: ¿Qué Pasa Si Atamos Dos Pomos Uno Frente Al Otro Mientras El Sujeto A Permanece Dentro de La Habitación?

Pasa que se queda atrapado. Pasa que se pregunta en voz alta qué narices está pasando. Pasa que una puerta cierra la otra cuando se tira de alguna de las dos para intentar salir. Pasa que una madre asoma al final del pasillo preguntándose a su vez qué escándalo es ese. Pasa que el experimento es todo un éxito pero las consecuencias, como todo gran pionero, resultan nefastas para el investigador.

Desgraciadamente, la enseñanza primaria obligatoria fulminó mi talento primerizo para la ciencia. Bastaron un par de ceños fruncidos ante mi excesiva y reprochable imaginación y la fácil detección de lo fácil, satisfactorio y fariseo que resultaba aprobar exámenes, memorizar datos y ganarme los Muy Bien++ y los Perfecto con que calificaban antes del Efecto 2000 y empezar a tratar a los mocosos de siete años como Hombrecitos Emprendedores con Tablet.

El momento crítico de aquel declive lo concentró un cactus de supermercado, atrapado en un macetero de plástico con agujeros. En segundo nos animaron a comprar una planta, ponerle un nombre, colocarla en la Estantería Vegetal y cuidarla hasta que adoptara el sano aspecto de un zapato de mendigo. A punto de reventar de orgullo, coloqué a mi flor del desierto bien cerca de mi mesa, por si se producía alguna emergencia. Lo cierto es que si elegí un cactus fue por la firme convicción de que sería inmune a la sobradamente conocida ineptitud de los niños de seis años para ejercer de horticultores. “Un cactus, bueno, si se me olvida regarlo aguantará más tiempo que el resto de, ¿qué es eso? ¿Una orquídea? ¡Qué elección tan sumamente presuntuosa!”

Quizá no lo expresara así aunque la idea básica se le acerca.

Sin instrucciones ni preparación previa, abandonamos a nuestros hijos de tallo y raíces a la buena de Dios, confiando en la sabiduría universal de un Profesor y la seguridad que aporta contar con una regadera celeste del tamaño de una depuradora de piscina olímpica.

Apenas había transcurrido una semana y aquello parecía un Austwichtz de pulpa y putrefacción celulosa: retorcidas sobre sus troncos, los Trueno y Poweranger y Planta fueron desapareciendo gradualmente, siempre con nocturnidad, nunca delante de nuestros ojos, deportados al que sea el equivalente de pueblo para los geranios de saldo. En este caso ni siquiera se esforzaban por consolarnos con una excusa mitológica; encogimiento de hombros, silencio institucional y si no te gusta así es la vida, ¿qué quieres, niño de las narices? Al final, aquel hermoso proyecto ecológico acabó convirtiéndose en una competición secreta por ver cuál de nosotros era el último en llegar a la mañana siguiente y encontrarse con el hueco dejado por su tiesto de plástico. Si no recuerdo mal, Chispa II, mi cactus-homenaje aguantó como un campeón hasta bien entrada la fase final, donde algunos miserables de metro veinte hicieron trampa, dando el cambiazo de sus plantas condenadas por otras de la misma familia, como otoñales becarios frescos e inocentes reemplazando a los siervos de verano.

-Tenemos que tirar tu cactus.-me aseguraba mi profesora, observando aquel bulto pardusco como si fuera la limpiadora de la tarde, a la que ahora imagino contemplando con resignación aquellos pedazos de mierda reseca etiquetados con nombres sacados de series de televisión.

-Todavía se puede salvar.-me apresuraba a decir yo, demostrando con la regadera que aplicar la tortura acuífera de la CIA a mi pobre cactus podría resucitarlo. Ni diez ni cien litros podrían reverdecer aquel cadáver.

Por fin, una mañana, el hueco.

La decepción.

No era justo haber sido desposeído cuando me negaba a desprenderme de aquel fiambre semienterrado, ni tampoco asistir a la cruel descomposición de mi Super Vegetal Ultra Resistente solo porque simplemente se nos animó y nada más. Mis investigaciones científicas habían quedado al amparo de elevadas y preclaras mentes superiores para, al final, descubrir que toda su injerencia se limitaba a deshacerse de los restos llegado el momento y ofrecer su mudo lema adulto: La Vida Es Así.

Y una mierda.

Ultrajado, relegué mi afán experimental a  plantearle posibilidades científicas a cualquier individuo capaz de resolver ese portentoso enigma que son las matemáticas donde se emplean letras. Individuos concentrados especialmente en mi año de bachillerato compartido con los de la modalidad de ciencias. Ya se sabe: las aulas de griego clásico apenas cuentan con alumnos suficientes como para formar un equipo de baloncesto, pero las de Dibujo Lineal parecen el metro de Tokyo a las nueve de la mañana.

-¿Crees que si se bombardearan los Urales hasta reducirlos a arenisca y la masa de aire caliente europea cruzara hasta Siberia podría derretirse TODO ese hielo y favorecer un clima Mediterráneo?

-No.

-Si dos rectas paralelas nunca se tocan pero las acercas una a la otra hasta que se tocan, ¿siguen siendo paralelas?

-No. No pueden moverse.

-Pero alguien ha tenido que crearlas. Así que si ha podido darles forma puede…

-No. Así no funciona.

Entonces, de forma inesperada, iluminado por uno de los azarosos rayos de genialidad disparados por algún Jesucristo ocioso de domingo, recobré la capacidad inventiva.

Vagabundeaba entre mis conversaciones de Whatsapp cuando lo vi: si tapaba con el dedo la identidad y la foto de prácticamente cualquiera de mis contactos, resultaba del todo imposible saber con quién estaba hablando. Sin embargo, todavía tenía como referencia mis propias respuestas, por lo que apremiaba desengrasar el Espíritu Positivista y ponerse manos a la obra.

Desprovistas de mis contestaciones, desnudadas sobre un simple folio digital, las respuestas de la mayoría de mis conversaciones de Whatsapp se reducían a monosílabos, a frases hechas, a réplicas intercambiables. Solo unos pocos de aquellos intercambios textuales dejaban entrever personalidades concretas, tics, expresiones elaboradas capaces de sugerir que no podían salir de otra boca virtual que la de Tal o Cual. El resto, un resto donde también se arrastraban mis propias frasecitas de quita y pon, ofrecía un panorama triste, desolado, desazonador en tanto que aquellas muestras de atención sugerían el más puro desinterés a la hora de comunicarse con otra persona. Algo similar a ser testigo de las expresiones de fatiga o desdén de quien preferiría arrancarse las uñas con unas tenazas del quince a seguir pegado al teléfono con la persona que lo ha llamado.

¿Qué había ocurrido en todas esas conversaciones de monosílabos, de Ahams y Etc y Emoticono y Qué Bien? ¿Realmente una u otra persona había forzado la atención de alguien que no tenía demasiadas ganas de contestar? ¿Es cortesía automática, deferente, social o simplemente el interés sobrevive, solo que en una forma cada vez más barata, frágil, de consumo inmediato y a otra cosa?

Estar demasiado ocupado, estar demasiado alejado para ofrecer frases de más de cuatro palabras, cualquiera de las soluciones resultaba, cuanto menos, poco agradable. Antes bastaba con echarle un ojo al número de teléfono para evitar el apuro de mostrarse distante con el interlocutor; como la desaparición de gatos y cactus, el deseo de dejar en paz se asumía con cierto decoro pactado. Ahora uno sabe que su mensaje ha sido ojeado, valorado, sopesado y, en el mejor del peor de los casos, contestado con una corta y deferente respuesta.

Pero se acabó.

He aquí donde se obra la magia.

Con mi nuevo invento, el Generador Automático de Respuestas Para Contactos Que Ni Fú Ni Fa, (GARPCNFNFA!) uno ni siquiera tiene que molestarse por desbloquear la pantalla de su móvil. Basta con programar los monosílabos habituales en su patrón de Acción-Reacción textual.
-Hola.
-¡Hola!
-¿Qué tal?
-Bien, aquí.
-EMOTICONO DE SONRISA.
-¿Y tú?
-Bien, tu sabes. Tirando.
-EMOTICONO DE RISA CON LÁGRIMAS.

En un futuro no muy lejano, la eficiencia de la aplicación superara su propia barrera, interconectando terminales con mensajes programables entre sí, con lo que el interés de Usuario 1 por Usuario 2 podrá configurarse para seguir un calendario predeterminado tipo: “Preguntar cómo va todo a X cada veintiún días.”

Salvaguardado el fino hilo que nos une a las personas que alguna vez conocimos físicamente, el Usuario podrá recuperar la fuerza de sus relaciones, de las palabras que escapan de sus dedos, desactivando la opción de respuesta automática, raspando un último atisbo de fe en el prójimo con la confianza de que el otro usuario haya tomado o vaya a tomar la misma decisión en cuanto vea nuestras frases subordinadas.
Entretanto, uno puede aprovechar de manera más eficiente todo ese tiempo en tareas demoradas eternamente,  como averiguar de una vez por todas como se cuida un cactus.

Y luego, quizás, contárselo a alguien.

Isaac Reyes