Pocos nombres son tan magnéticos dentro del imaginario de los pueblos civilizados como el Congo.

Durante generaciones encarnó la aventura, el exotismo, lo desconocido; en resumen, la última frontera de la civilización, un espacio que era necesario llevar a la luz de Cristo; sacar de las tinieblas a su población y de paso, su caucho, su coltán y sobre todo, sus esclavos.

Sin embargo antes de que Stanley y un ejército de buscavidas como él apareciesen con sus Biblias, sus salacots y sus cajones de abalorios con los que compraban aldeas enteras (incluidos sus habitantes), antes de que Leopoldo II de Bélgica, uno de los criminales contra la Humanidad más cínicos de todos los tiempos mandase cortar pies, manos y narices, el Congo tenía una rica historia, curiosa y terrible, que nos muestra que no podemos, como tantas otras veces, simplificar y hacer inútiles y estúpidos ejercicios de presentismo.

Acompáñenme pues a las tierras del Manicongo a bordo de una carabela portuguesa con cuarenta chalaos a bordo. Allí verán ciudades, comerciarán con marfil y entregarán armas a los negros de la costa para que nos suministren esclavos…toda una experiencia.

LOS NEGOCIOS DE ENRIQUE EL NAVEGANTE

Hacia fines del siglo XIII Portugal había terminado su reconquista contra los musulmanes ocupando Faro. Esto suponía un problema: muchos hombres acostumbrados al uso de las armas iban a verse privados de ocupación e ingresos, con todo el peligro que eso suponía.

Iba a ser necesario encauzar sus ímpetus hacia fuera de Portugal: se trataba de llevar a cabo empresas ultramarinas que, por un lado, fuesen una válvula de escape para esa población de dinámica guerrera y por otro, sirviesen de fuente de ingresos a una Corona constreñida por Castilla, su poderoso vecino.

La figura sobresaliente de este periodo fue Enrique de Portugal, uno de los hijos de Juan I de Avís, que accedió al trono al derrotar a los castellanos en Aljubarrota.

Enrique no era un tipo idiota y se dedicó con celo a buscar la fortuna que el nacimiento le había negado: no era primogénito y por tanto, iba a ser hermano y tío de reyes sin poder ceñir la corona, así que se empeñó en ser el tipo más rico de Portugal.

Puso sus ojos en Ceuta, etapa final de las caravanas de oro que, tradicionalmente, cruzaban el desierto desde la cuenca del Níger y Mali, transportando aparte marfil, especias, tejidos y esclavos negros. En 1415 un ejército portugués tomó la ciudad[1] y Enrique, ejerciendo sus derechos ante la Corona, se dedicó a administrar los beneficios que ese comercio reportaba.

No contento con ello, y con olfato digno de un Rockefeller del siglo XV, comenzó a reinvertir financiando expediciones a las islas del Atlántico aún inexploradas, como Madeira y Azores, donde se instalaron colonos que rendían tributo al príncipe Enrique, que impuso en las islas el cultivo y manufactura de la caña de azúcar, que él monopolizaba.

Incluso puso Portugal un pie en Canarias, llegando a explorar algunas islas, capturando esclavos guanches que enviaban a Madeira y Azores. Los castellanos, asentados en algunas islas del archipiélago se alarmaron y expulsaron a los portugueses, a los que sin embargo, seguían vendiendo el excedente de esclavos guanches.

Tras la aventura canaria, Enrique se propuso un plan más ambicioso: eludir el Sahara e ir a las fuentes del mercado africano del oro, el marfil y los esclavos, la fabulosa “Guinea”[2].

Para ello llevó a cabo un proyecto colosal, creando supuestamente una escuela de pilotos en Sagres y enviando flotas periódicamente desde Lagos, en el extremo sur portugués.

Hacia 1434, uno de sus asociados, el piloto Gil Eanes logró doblar el Cabo Bojador, considerado la puerta a unos mares infernales e hirvientes (Mar de las Tinieblas). A su regreso trajo esclavos y otros `productos e información de que más allá había tierras aún más ricas.

Ayudados por la carabela, tecnología punta en aquellos años, los marinos portugueses se dedicaron a costear el litoral oeste africano cada vez más al sur, fundando factorías (Sao Jorge da Mina) y comerciando con los pueblos de la costa.

Un rosario de navegantes iría completando la labor, dándose cuenta de que África no terminaba en Guinea, sino que seguía más al sur.

El año 1460 moría Enrique de Portugal, al que el historicismo del siglo XIX dio el mal nombre de “El Navegante”, cuando debía haberle llamado “El Negociante”.[3]

LAS COLUMNAS DE DIOGO Y EL REINO DE CONGO

Todo lo contrario a Enrique eran Diogo Cao y los otros capitanes al servicio de la Corona portuguesa: tipejos que habían echado los dientes en la cubierta de un cascarón, jugándose el cuello contra guanches, bereberes y salvajes, acostumbrados a vivir con poco y matar por menos.

Navegante experto, fue costeando y allí donde recalaba erigía una columna de piedra o “padrao”[4], reclamando las tierras para Portugal, aunque lo mismo daba que las hubiese reclamado para, un poner, el Imperio de Marte, allí en medio de aquellas soledades.

Así llegó a la desembocadura del río Congo, donde  le llegaron ciertos rumores de un gran reino tierra adentro, dirigido por un monarca que ostentaba el rimbombante título de “Manicongo”.

Decidido a hacer  fortuna con el comercio local, Cao logró remontar el rio y entrevistarse con el legendario “Manicongo”, cuyo nombre era Nzinga Nkuwu, que aceptó en su país la presencia de comerciantes portugueses.

Estos se asentaron en torno a la capital del reino, la ciudad de Mbanza Kongo, un importante centro de control comercial y base del dominio del curso inferior del gran rio africano.

Allí obtuvieron oro, pieles, marfil y sobre todo, esclavos, que los congoleños capturaban en el interior del continente y trasladaban hacia la costa.

Los portugueses vieron el filón y decidieron estrechar sus relaciones con el Manicongo: contrariamente a lo que hacían generalmente, no asentarse y mantener simplemente una base comercial, se decidió desde la metrópoli el envío de misioneros: en 1491 los primeros frailes llegaron a la zona. Nzinga Nkuwu adoptó el cristianísimo nombre de Joao I, a imitación de los monarcas portugueses, pasando la ciudad de Mbanza Kongo a llamarse Sao Salvador[5].

Joao, Rey del Congo

A partir de entonces se dio lugar a una fructífera relación de varios siglos, en la que los agentes comerciales portugueses, por cuenta de la Corona primero y mediante empresas estatales y privadas después, obtenían los exóticos productos del África negra a cambio de licores, armas, tejidos caros de Europa y lingotes de hierro y acero provenientes de Suecia y el Báltico[6].

Portugal, intentando asegurarse el comercio recurrió a la vieja táctica de los rehenes, tantas veces empleadas por los imperios: hijos de los nobles congoleños iban a educarse a Portugal, de donde volvían con una especie de síndrome de Estocolmo. Esta práctica aseguraba en última instancia el buen comportamiento de los padres.

El Congo prosperó mucho durante el periodo en el que Portugal ejerció su tutela (no  un dominio férreo, ya que el Manicongo seguía detentando todo el poder) y cuando los holandeses capturaron las posesiones portuguesas en la zona, los congoleños no tuvieron problema en seguir comerciando con los nuevos amos (la pela es la pela), especialmente en lo referente a los esclavos, que exportaban a sus recién ocupadas colonias en Brasil a costa de los portugueses, y a otras zonas de América, donde los españoles los compraban de contrabando, contraviniendo las leyes de monopolio de su propio rey.

EL FIN DEL SUEÑO

Pero el fin de las cosas es inevitable, que diría Toynbee: el tribalismo y la propia estructura política del Congo, más propiamente una confederación, lastraron al reino, junto a las cada vez más frecuentes expediciones en busca de esclavos, que mermaban demográficamente una posible base de expansión política (los manicongos llegaron a protestar ante el rey de Portugal, pidiéndole una rebaja en el número de esclavos).

La delicada situación acabó, como no podía ser de otro modo en África, en una guerra civil en la que incluso se llegó a la antropofagia, protagonizada por diversos usurpadores a la muerte del manicongo Antonio I en 1665, en lucha contra los portugueses.

Finalmente Pedro IV unificó a duras penas el territorio en 1709, dando fin a la guerra civil; no obstante el Congo salió muy debilitado y Portugal pudo ejercer una tutela directa, manteniendo al Congo como reino vasallo, aunque en la práctica era una colonia portuguesa más, administrada desde Luanda (actual Angola).

Finalmente el reparto colonial de África, orquestado por Bismarck para evitar una guerra entre potencias por las colonias supuso la desmembración de lo poco que quedaba del antiguo reino entre Bélgica, Portugal y Francia.

El último manicongo

Los diversos manicongos, convertidos ya en poco menos que caciques regionales eran respetados como símbolos religiosos  por los portugueses, quienes a cambio del mantenimiento del orden público les reconocían como autoridad, aunque no tenían ningún tipo de poder político.

El último de ellos, Manuel III, fue depuesto por Portugal tras una revuelta de la población local contra las autoridades coloniales poco antes de la Gran Guerra (1914)

LA CULTURA AFRO-PORTUGUESA

Un rasgo particular de las colonizaciones ibéricas (españolas y portuguesas) que no se comparte con las de, pongamos por caso, los pueblos anglosajones, es que tanto colonizadores como colonizados acaban mezclándose tanto racial como culturalmente (déjense de tanto genocidio y tanta Leyenda Negra).

Los portugueses, aunque fueron los principales negreros a escala mundial entre el siglo XV y 1750, tuvieron a bien el mezclarse con las mujeres de las zonas en las que comerciaban y se asentaban, dando lugar, como posteriormente en Brasil, a una cultura criolla africano-portuguesa tan particular como desconocida.

El hecho ya comentado del envío de embajadas y rehenes congoleños a Portugal, que eran educados en la Corte del rey y los nobles portugueses es buena muestra de ello, así como la evangelización, comenzada hacia la década de 1490.

Las creencias paganas y animistas se mezclaron con el cristianismo, que fue bien aceptado por la población local, adaptándolo, como en tantas otras partes, a sus necesidades e identidades religiosas anteriores, pero siempre en franca oposición al islam que dominaba en las inmediaciones.

Sin duda la conversión del manicongo Nzinga Nkuwu ayudó mucho: como ya dijimos, rebautizó a su capital como Sao Salvador y erigió allí una iglesia, la primera más allá del Ecuador. Andando el tiempo, uno de los descendientes de este Joao I sería ordenado obispo, el primero de raza negra del catolicismo, Don Enrique del Congo.

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Jesuitas, carmelitas y franciscanos se asentaron en el territorio y aparte de predicar y combatir las tempranas herejías, se dedicaron a escribir gramáticas bilingües entre el portugués y el idioma bantú hablado en el Congo (kikongo), el primer idioma subsahariano en tener gramática y diccionario, éste último elaborado por Manuel Robredo, de posible origen africano.

Poco tiempo tardaron los primeros portugueses asentados en las bases del litoral y algunos archipiélagos como Cabo Verde (conocidos bajo el nombre de lançados) en emparentar con algunas de sus esclavas negras o, dando lugar a una población de mulatos que hablaban portugués y que se movían con cierta facilidad en los ambientes africanos: de hecho muchos de ellos se convirtieron en eficaces cazadores de esclavos, capaces adentrarse en los misterios africanos y volver al año siguiente con varios centenares de “piezas”[7] embarcadas rápidamente para Cabo Verde o Lisboa, grandes depósitos de “ébano[8]” a escala mundial.

LUCES Y SOMBRAS

No sería descabellado afirmar que fue la trata negrera la responsable en última instancia del esplendor del Congo (que no debe ser confundido con los países actuales de esta denominación, ya que abarcaba parte de éstos y de Angola) y esta afirmación ha de ser hecha claramente.

Tradicionalmente desde la descolonización y la “toma de conciencia de los hombres negros”[9] desde los años 60, se ha culpado a los europeos blancos del triste destino de cientos de miles de africanos esclavos. Esto es cierto, pero sólo en parte, ya que para que alguien compre, alguien debe vender y éstos eran los africanos de la costa, de tez tan oscura como aquellos a quienes capturaban.

De hecho, cuando en 1847 un contingente de esclavos negros liberados procedente de EE. UU. asentados anteriormente en la zona, creó la República de Liberia, lo primero que hicieron fue capturar esclavos y emplearlos en sus propias plantaciones, un hecho que se soslaya.

Y es que antes de los portugueses, los grandes imperios africanos como Níger o Mali, vendían esclavos a los mercaderes musulmanes de Marruecos y Argel a través del Sáhara. Desde allí eran enviados a Europa, donde eran muy apreciados.

Los portugueses solo cortaron el flujo y lo desviaron en su provecho, aunque sí es cierto que aceleraron el proceso incrementando el número de personas capturadas, cosa que algunos monarcas africanos intentaron impedir. Sin éxito, porque otros más ambiciosos se ponían en su lugar: cuando los manicongos protestaron y comenzaron a decaer, los reyes de Dahomey, en la acertadamente llamada “Costa de los Esclavos”, comenzaron a vender a cualquiera que apareciese por allí[10].

Grandes fortunas fueron hechas con la exportación a América, especialmente a Brasil, a ambos lados del Atlántico, gozando los monarcas africanos de gran lujo y reconocimiento (la realeza los es independientemente del color de su piel) y un cierto desarrollo material en sus dominios que no tiene nada que ver con la tradicional visión de África como un lugar depauperado y lleno de moscas desde que nos alcanza la memoria.

De hecho los portugueses en sus relatos cuando llaman a alguna localidad “ciudad” es que lo era en sí misma, ya que ellos las tenían en Portugal y reconocían en aquellos lugares elementos comunes que podrían ver en Lisboa u otros sitios (si bien no al mismo nivel, pero tampoco la Europa del XV era un mundo urbanizado).

Esto constituye la grandeza y la servidumbre de la historia africana, sus luces y sus sombras, de un continente ignorado en la historiografía tradicional y no siempre comprendido

Ricardo Rodríguez

[1] Ciudad que España arrebató a Portugal en el siglo XVII, país al que en todo caso habría que  devolverla

[2] Nombre genérico del África subsahariana en la época

[3] Enrique jamás montó en un barco ni conocía siquiera teóricamente el arte de “marear”. Hay historiadores que incluso discuten que llegase a fundar la Escuela de Sagres, ciudad en la que vivió los tres años antes de su muerte.

[4] Ubicó tres, el último de los cuales se encontraba en las costas de la actual Namibia

[5] Las élites tienden a identificarse entre sí: copian modas procedentes de élites más sofisticadas como método para reforzar su estatus, como pasó con la “romanización”, la “islamización” y ahora la “americanización” o “europeización”.

[6] Como se puede ver, nada de espejitos y abalorios, como comúnmente se cree.

[7]Nombre que se daba a los esclavos como miembros de un lote

[8] Otra designación para los esclavos

[9] Frase de Léopold S. Senghor

[10] Incluso daneses y suecos se animaron a crear factorías a costa de portugueses y holandeses