«Toda huella lleva implícito el trazo de una desaparición» (‘Después del cine’, Ángel Quintana)
Proust, al hablar sobre la sensación que le produce ver la foto de su abuela, ya muerta, esta situándonos en un nuevo problema de la modernidad: la imposibilidad de escapar del recuerdo. Como Quintana[1] expone, la foto o el vídeo son huellas de elementos de la experiencia que actúan como moldes del original. Es decir, al contrario de lo expresado por Walter Benjamin, el aura de la experiencia no se encuentra en la original aquí y ahora, sino en la referencia. En tanto que podamos hacer recuerdo exacto de la referencia, el aura está presente como huella.
Quizá eso haga de la fotografía un hecho fundamental de cómo cambia el siglo XX. Probablemente el gran problema de Benjamin sea que su obra se escribió en 1939 y algunas de sus predicciones no solo se han cumplido sino que lo han dejado en pañales por diversos motivos. Al fin y al cabo, tras múltiples revisiones, Benjamin busca justificar su posición respecto al comunismo bajo la idea de que éste ha politizado el arte mientras que el fascismo busca estetizar la política.
Esto es fácil de postular en un contexto como el actual donde toda la política se fundamenta en proyecciones. Las apariciones de los representantes políticos, ya sea en las democracias al uso o en los gobiernos autoritarios, se basan sin duda en dicha estetización.
Ahora bien, probablemente esto solo refleje una realidad de un calado mayor. Después de todo, Benjamin utiliza su obra como un gigantesco circunloquio para decir que el comunismo es mucho mejor que las democracias «burguesas» o el fascismo porque, mientras estos sistemas solo buscan la proyección de los elementos, la reproducción sin más, el comunismo se introduce en el arte, en el aura que posee, y lo pone al servicio del pueblo para que éste lo interiorice a su vez. De algún modo, Benjamin trata de hacernos creer que solo el comunismo es capaz de atrapar ese geist nuevo que está surgiendo con los nuevos tiempos.
Entremedias hay más, menos mal. Lo que más hay es que Benjamin percibe que las nuevas realidades van a propulsar una experiencia fragmentada de la realidad de la cual la fotografía y el cine son el mejor ejemplo. Al establecerse mediante experiencias de shock, ambas, pero sobre todo el cine, van a ser capaces de captar y mostrar al ser humano en un plano más cercano a la esencia de la experiencia. Al pensador alemán todavía le cuesta algo percibir en qué modo podrá ser así porque, como él mismo afirma, en su época aún era impensable que un espectador eventual visualizase una película fuera de una sala.
«En las obras cinematográficas la posibilidad de reproducción técnica del producto no es, como por ejemplo en las obras literarias o pictóricas, una condición extrínseca de su difusión masiva. Ya que se funda de manera inmediata en la técnica de su producción. Esta no sólo posibilita directamente la difusión masiva de las películas, sino que más bien la impone ni más ni menos que por la fuerza. Y la impone porque la producción de una película es tan cara que un particular que, pongamos por caso podría permitirse el lujo de un cuadro, no podrá en cambio permitirse el de una película.» Esta cita tiene una doble paradoja actual:
1) Actualmente es posible adquirir películas a precios irrisorios e, incluso, tenerlas gratuitamente. Incluso la tecnología nos permite encargar o realizar pequeñas grabaciones fílmicas.
2) También podemos encargar cuadros, como proponía Benjamin, pero jamás pudo pensar que el mercado de arte alcanzaría las dimensiones que ha alcanzado al equipararse la obra de arte con el valor refugio financiero que conlleva.
Es mundo distinto, Walter, mucho me temo. A pesar de ello, plantea una interesante reflexión sobre la fotografía y el cine. Más que la cuestión de si han democratizado o no la práctica del arte (también lo hizo en cierto modo los tubos de óleo industrial), es la forma en la cual han modificado la percepción de arte. No es tanto si el cine o la fotografía son arte, dice, sino de si han transformado o no la naturaleza del arte. Benjamin deja ver que sí lo han hecho. La introducción del objetivo, la aplicación de cortes, montajes, sonoridad, etc., en definitiva, de la máquina, han llevado a que la relación espectador-obra sea radicalmente distinta. Los dadaístas y los surrealistas ya se dieron cuenta y lo llevaron a cabo. El objeto se entromete en el campo del sujeto y genera nuevas realidades.
En ese mundo, Stanley Kubrick destacó en una faceta que pocas veces se le ha reconocido. Su filmografía es tan descomunal que se olvida su gran valor como fotógrafo. Pertenece a una generación que por edad no participa en la II Guerra Mundial pero que los ha visto retratados en las fotografías de Cartier-Bresson y en especial de la escuela húngara con Robert Capa a la cabeza. Esteichen o Roshental habían mostrado el heroísmo del pueblo, representando la épica de una guerra descomunal en la que EEUU se llevó todos los honores.
Hay algo en la generación posterior que hereda la visión precedente pero la devuelve a lo más humano. Minor White, nacido dos décadas antes que Kubrick, fue uno de los mejores ejemplos de una nueva búsqueda de la huella de lo cotidiano. Al igual que Ansel Adams o Harry Callahan. Pero sin duda, la mayor revolución de todos fue la introducción de cámaras de 35 mm que buscaban captar la luz natural. Muestran más grano, un contraste áspero e incluso buscan ciertos desenfoques que aportan siempre una sensación de inmediatez.
El Kubrick fotógrafo está cerca de la sensibilidad visual de William Klein, quien se formó en París con Léger, Ellsworth Kelly y Jack Youngerman, y sobre todo de Lee Friedlander. Para este último, la fotografía era una documentación “del paisaje social americano y sus condiciones”. En otras palabras, Friedlander buscaba observar la forma en la cual la fotografía era capaz de cambiar la percepción de la realidad. La misma ansia por la fugacidad de lo que sucede en la calle se observa en Garry Winogrand, un verdadero obseso de la captación del instante. Más que la imposibilidad por escapar del recuerdo, como temía Proust respecto de la fotografía, Winogrand parece obsesionado por escapar del olvido.
En este contexto, es bueno recordar que Stanley Kubrick nació en Nueva York un 26 de julio de 1928, hijo de un médico del barrio judío del Bronx y con orígenes que se remontaban a lejanos parientes centroeuropeos por parte de una abuela de ascendencia rumana y un abuelo austro-húngaro. Ciertamente, si el nacimiento de cualquier persona es condicionante per se, en este caso sería conveniente pararnos en estos tres factores de base. En primer lugar, Kubrick vino al mundo un año antes de la Gran Depresión, por lo que su infancia transcurrió en un entorno ciertamente humilde, alejado de toda pomposidad. Esto le hizo poseer una visión totalmente cercana a la realidad, a lo humano.
Criado en uno de los barrios más conflictivos de la gran megalópolis de la costa este norteamericana, en su visualización de la realidad siempre podremos encontrar un cierto patetismo inherente a una óptica que reviste de una cierta dignidad los acontecimientos más sórdidos de nuestra sociedad. Por último, el tercero de los factores es su ascendencia europea que, de un modo u otro, se plasmó en su obra en la maestría ejercida por los mayores directores del cine del Viejo Continente anterior a la II Guerra Mundial.
Su primer contacto con una visión ordenada de la realidad pero siempre en una constante situación de conflicto lo tuvo a los doce años cuando de la mano de su padre adquirió una inusitada pasión por el ajedrez. El ajedrez le enseñó a tratar la cuestión del control de las emociones. Un año después pudo unir definitivamente sus dos pasiones cuando su padre le regala una cámara fotográfica Graflex.
Fue una suerte para la historia del cine y la fotografía pero también para el propio Kubrick ya que sus estudios en la Taft High School no eran muy brillantes salvo en Física, algo que curiosamente también le influyó posteriormente. Del contacto con sus profesores sacó en claro, sobre todo, un gusto por lo extravagante, lo grotesco, como manifiestan los retratos que hizo de ellos en poses extrañas y desquiciantes. Fue uno de ellos, su profesor de literatura inglesa[2], Aaron Traister, quien le puso en conexión con la revista Life.
Dada la mediocridad de sus notas, y el final de la guerra que propició la llegada de numerosos reclutas que poseían preferencia, Kubrick no pudo entrar en ningún college (nuevamente los condicionamientos del destino en su vida). Por ello, a los diecisiete años, comienza a trabajar para la revista Look gracias a las fotos que realizaba y vendía por 25 dólares, frente a los 10 que le ofrecía el New York Daily News. Sus fotos fueron publicadas en portada y mostraban a un vendedor de periódicos de adusto rostro que portaba en su diario la muerte de Roosvelt.
Esta temprana foto podría resumir toda su obra posterior. La muerte, un elemento subyugante y que no puede evadirse, un condicionante del Destino, aparece retratado en su plena imagen. Pero Kubrick no lo hace de forma directa, sino que emplea una ironía, un circunloquio que le lleva a una visión, si se quiere un tanto frívola, objetiva o distante, pero en definitiva plagada de todo el patetismo que puede. La muerte de un líder, de alguien que tuvo el mundo en sus manos –un presidente de los EEUU ni más ni menos- que no ha podido sin embargo ser diferente en lo que respecta al Destino y al final no es más que ese pobre vendedor de periódicos.
En este punto ya hemos observado algunas de las características de Kubrick. Por un lado, la búsqueda del instante inanimado, del gesto extravagante, de la apostura congelada pero carente de armonía que le da una inestabilidad tendente al movimiento. Por otra parte, denota ya una búsqueda por un patetismo degenerativo, donde la imagen es la acción, no hacen falta palabras sino que la expresión, el significante, viene dado por un símbolo que nunca es ni directo ni referencial. La foto del Look es la tristeza y de fondo, rodeado de ella, el anuncio de la muerte de Roosvelt. Kubrick convierte así en patetismo el asunto más trascendental. Lo libera de las cadenas de la superficialidad para buscar su repercusión posterior, la cual a su vez revierte en lo anterior[3].
Gracias al ajedrez, encontramos en sus imágenes el rigor matemático de las intrigas, una visión de la vida como un trayecto que hay que recorrer evitando el error fatal, la afición así a la especulación abstracta. La fotografía le reporta el sentido del encuadre, el interés por la plástica manifestada en sus películas al llevar directamente el control de la imagen en colaboración estrecha con el director de fotografía, no dudando en filmar él mismo con la cámara en la mano.
Entre los diecisiete y los veintiuno viajó como prestigioso fotógrafo por todo el país, visitando con notable asiduidad la filmoteca del MOMA y devorando incesantemente películas, algo que jamás dejó de hacer. Ello lo compaginó con la lectura de libros sobre la estética y la teoría del cine como Técnicas de Cine de Pudovkin en el cual primaba el montaje como el aspecto más relevante ya que permitía, según decía el mismísimo Kubrick[4], el poder ofrecer un mismo movimiento, una escena simple, desde inimaginables puntos de vista –lo cual remite a lo dicho anteriormente respecto a la importancia de la imagen como “acción estática”- de forma que se revaloriza la propia simpleza de la acción. Kubrick admiró enormemente a Pudovkin frente a Einsestein a quien confesaba no comprender.
En 1950 decide dejar la fotografía y realizar su primer cortometraje, Day of Fight, basándose en Prize Fighter, una de las series de fotos que realizó para Look. Fue el comienzo de una prolífica carrera como director en la que siempre mantuvo los mismos principios de elegancia en el encuadre y captación de la huella emocional que deja la experiencia de la propia vida. Esa visión es la que pueden recorrer aún en la exposición sobre Kubrick como fotógrafo que tiene lugar en Cracovia, que se marchará en septiembre a Los Ángeles y que ya ha pasado por París. Olvídense de verla en España. Aquí estamos a otra cosa.
Aarón Reyes (@tyndaro)
[1] Quintana, A., Después del cine. Imagen y realidad en la era digital, Barcelona 2011, pág. 52.
[2] Resulta interesante tener en consideración este aspecto, ya que será Traister quien le despierte un vivo interés por Shakespeare y en particular por Hamlet, lo cual es lo mismo que decir que levanta en él la pasión por la multiplicidad de personajes y los tormentos del predestinamiento.
[3] Cuando en 2001: A space odissey, el HAL 9000 pregunta repetidamente “¿qué está haciendo comandante?” la imagen es anacrónica porque la acción está en un futuro pasado cuya sensación arcaizante rompe los moldes espaciotemporales.
[4] Gelmis, Joseph. El director es la estrella, Anagrama, Barcelona, 1972, pág. 27.
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