Recién concluida la Feria de Abril de Sevilla e iniciada la Feria del Caballo de Jerez, las críticas arrecian en Andalucía, la Comunidad Autónoma con mayor índice de paro de la España. Ya no son solo los políticos catalanes tratando de arañar votos con la demagogia. Ni el New York Times extrañándose, en un artículo desenfocado, por unas celebraciones que ignoran una profunda crisis económica. Voces de la tierra empiezan a alzan la voz ante cualquier fiesta, verbena, romería, feria, festividad o guateque programado. En un alarde de razón insobornable, condenan el despilfarro y, desde la diestra y la siniestra, llaman a la austeridad y al ahorro cuidadoso. Sin embargo, al margen de cuestiones económicas (¿son rentables las ferias?), las fiestas son una válvula de escape ante la tremenda situación que se vive. 

En su estudio sobre la cultura popular en la Edad Moderna (especialmente en los siglos XVI y XVII), Peter Burke[1] destaca la importancia de la fiesta para las sociedades en crisis y con fuertes niveles de represión[2]. Y aunque haya los siglos entre un mundo y otro, su reflexión sigue teniendo valor (la Historia es la mejor de las maestra).

El orden social, generador de desigualdades y problemas, suele engendrar grandes frustraciones y provocar tensiones internas. La fiesta, según Burke, ofrece la posibilidad de aliviar tensiones individuales y grupales. Acto opuesto a lo cotidiano, en la fiesta el exceso se impone a la prudencia, luciéndose las mejores galas. Porque la fiesta es un acontecimiento en la vida de la gente, un punto de referencia desde el cual se mide el tiempo. Todos nos acordamos del año que cayó granizo en la feria o la romería en la cual acompañamos a la romera mayor.

La gente, insatisfecha ante la falta de armonía, busca posibles respuestas en la fiesta, donde se tergiversa el orden social habitual. Se crea entonces un nuevo sistema moralista y tradicional donde predomina la solidaridad. Con normas propias, los significados se expresan a través de rituales, acciones e imágenes de carácter amplio y restringido. Dicho en plata: se hace todos los años lo mismo y de la misma forma. Sirva como ejemplo la tradicional comida familiar en la caseta de una prima, la botella de manzanilla apurada mano a mano entre dos compadres o la inevitable compra de piñonate y turrón para la abuela (que tiene la glucosa alta y no debería tomarlos).

Se genera una armonía efímera donde las cosas son como deben ser, donde se imponen la costumbre y se desprecia a otras posturas, reafirmándose el individuo como persona y como grupo. Porque la fiesta, no contribuye únicamente a la cohesión del grupo, sino a la reafirmación de la identidad personal. De este modo, termina por construirse un mito en continua transformación, renovado continuamente y cuyos objetos nacen de abajo (aunque luego fijados oficialmente).

La fiesta, especialmente en tiempos de crisis, aparece como una necesidad que debe ser entendida (especialmente en Andalucía) desde la perspectiva de la sociedad de prestigio. Una sociedad de prestigio que se mezcla inevitablemente con la sociedad de mercado. Y es esta confluencia, y no desde las cortas miras del híper-racionalismo y la hipocresía, el punto de partida para comprender un mundo tan cercano como complejo como el calendario festivo andaluz.     

 Curro Huesa Andrade


[1] BURKE, P.: La Cultura Popular de la Europa Moderna. Ed. Alianza, 2005.

[2] Entendemos aquí represión como la subordinación de lo biológico y lo natural al ámbito cultural. La cultura es, por definición, la represión de los instintos por lo que, a mayor nivel de cultura, mayor nivel de represión. Para profundizar en la idea ver CHIC GARCÍA, G.: El Comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad. Ed. Akal, 2009.