Durante la terrible “Gran Guerra”, como se conoció en Europa a la Primera Guerra Mundial; en 1914 un barbero judío lucha en el frente por su país, Tomania. Tras un esperpéntico accidente de aviación que lo deja ingresado varios años en un hospital y con un ataque de amnesia, el barbero vuelve a su vida, pero las cosas han cambiado: el país se ha convertido en una dictadura dirigida con mano de hierro por Adenoid Hynkel, gobernante que culpa de su nefasta gestión a los judíos, utilizándolos como cortina de humo frente a sus propias carencias, y enciende la llama del odio frente a los mismos.

Quiero suponer, y supongo que a todos los espectadores de buena voluntad les suena el argumento que, de un modo más que somero, les acabo de narrar en el párrafo anterior; no hay dudas, estamos hablando de una de las películas más conocidas de todos los tiempos. Seguro que han oído hablar (y espero y deseo que la hayan disfrutado al menos una vez en su vida) de El gran dictador.

El gran dictador pasa por ser una de las películas más grandes que se han filmado en todos los tiempos. No se trata de una cuestión de crítica; no repetimos esto como borregos que han visto la última película de un director al que no conocen nada más que sus familiares directos o uno de los que se han venido arriba con aquello de creerse “un director de culto” y maquillan, tras unas explicaciones pseudometafísicas, el último bodrio que ha salido de sus incautas mentes… No, El gran dictador no es nada de eso… La película, dirigida por uno de los grandes mitos del Olimpo cinematográfico, Charles Chaplin, y ¡estrenada en 1940! se ha ganado por méritos propios, ocupar un puesto de honor entre las más importantes de la Historia del Cine.

Pero, ¿qué convierte a El gran dictador en una obra tan colosal? Sobre todo, bajo mi punto de vista, es sin lugar a dudas su capacidad visionaria, su enorme anticipación para ver la barbarie de los movimientos fascistas y totalitarios que ganaron adeptos en Europa (y fuera de nuestras fronteras) durante el período de entreguerras. No debemos olvidar que Chaplin estrenó el film cuando todavía se veía a Hitler y a la Alemania nazi como un posible aliado frente a la expansión del comunismo por todo el mundo. Cierto era que el dictador ya había jugado con la diplomacia de media Europa anexionándose el territorio de los Sudetes (en la antigua Checoslovaquia) y la anexión de Austria ya había sucedido. Cierto es que las leyes de Nuremberg de 1935 habían convertido a los judíos en ciudadanos de segunda clase, humillándolos día tras día… poco le importaba eso al estadounidense medio cuando se estrenó el documental pronazi Feldzug in Polen (Campaña en Polonia) con lleno en muchas salas y grandes ovaciones por parte del público.

Poco después llegaba Chaplin, un 15 de octubre de 1940, con una obra que se mofaba de aquel que se veía como posible aliado estadounidense mientras tuviera la inteligencia de no extender demasiado su Reich por territorios que interesasen al Tío Sam. ¿Se imaginan las primeras reacciones? Los periódicos del magnate William Randolph Hearst atacaron sin piedad la película; el Senado, por mandato de un subcomité creado al efecto, deseaba prohibirla porque, según el argumento “incitaba a la guerra”… además de las descalificaciones propias de la Liga Nacional de Decencia por la temática del film.

No nos engañemos, la Alemania nazi no se sentía como un mal aliado si conseguía crear un “cordón sanitario” y ser un muro frente a la doctrina antitética del comunismo, verdadera obsesión de Estados Unidos durante el siglo XX. En honor a la verdad, debemos señalar que tampoco se tenía una imagen nítida en 1940 de la verdadera barbarie nazi: los campos de concentración y de exterminio, las medidas antisemitas quedaban muy lejos, allende el Atlántico. Solamente cuando los soldados comenzasen a ocupar antiguos territorios del Reich el horror se volvería real, cercano; y la pesadilla superaría con creces a la imaginación. La política hace extraños compañeros de cama, así que solo un año después de su estreno, cuando EE.UU. se implique de manera directa en la Segunda Guerra Mundial, El gran dictador se convertiría en una de las mejores armas de la propaganda antinazi estadounidense.

Olvidando, o mejor dicho, obviando el tremendo peso político y propagandístico del film, El gran dictador es una pieza cinematográfica sencillamente extraordinaria. Se trata de la primera película completamente sonora de Chaplin, y en ella podemos encontrar el puente que tendió el propio director entre su época muda y su época sonora. Ambas vertientes se encuentran representadas en los dos protagonistas del film; encarnados ambos por Chaplin y que parece en muchos momentos que participan en dos obras diferentes (esta dicotomía de la historia es, quizá, el punto más flaco de la película. Le cuesta a veces al director engarzar las dos historias que confluyen al final).

De un lado nos encontramos la historia del barbero judío, que nos recuerda al Chaplin del cine mudo… Con numerosos gags donde los silencios y la música son los protagonistas. Especialmente divertidas son la escena del pudín, intercambiándose monedas y la del afeitado mientras suena La danza húngara de Brahms (esta última una de las mejores escenas de cine que se han rodado en la historia). Es la parte de la historia amarga, pero salpicada con el enamoramiento del protagonista y su vecina Hanna (Paulette Goddard), que consigue rebajar la tensión de los luctuosos hechos que sufren judíos.

Por otro lado el cine moderno, el sonoro; donde el protagonista de la historia es el dictador Hynkel rodeado de sus más estrechos colaboradores: el mariscal Herring (que en inglés significa arenque), una suerte de Hermann Goering con el pecho lleno de medallas que sufre los ataques de ira de su führer mientras le arranca sus condecoraciones del pecho; y su fiel Garbitsch (si prueban a ver el original se pronuncia igualito que garbage –que además de ser un grupo que sonaba la mar de bien se traduce en castellano como basura-) que tiene similitudes más que sospechosas con Joseph Goebbels, el todopoderoso ministro de propaganda nazi. Todos, junto con el dictador de Bacteria, Benzino Napaloni, un más que sospechoso Mussolinni, son los protagonistas de esta parte de la película.

Si me dan a elegir, me quedo sinceramente con esta última, porque el trabajo que realiza Chaplin en los interminables discursos en un lenguaje improvisado e inventado que suena como el alemán son de un nivel cómico que solo está al alcance de un genio como él. Si a esto le unimos escenas como el problemático intento de saludo entre los dos dictadores o el baile de Hynkel con el globo terráqueo a ritmo de ¡Wagner como no podía ser de otro modo! no hay duda de que Chaplin consigue lo imposible: arrancarnos la carcajada a través de una realidad tan terrible como el nazismo.

El film, que fue nominado al Oscar en cinco categorías, no consiguió alzarse al fin con ninguna de las doradas estatuillas a las que optaba: el premio a mejor actor de reparto fue para Walter Brennan por El forastero (William Wyler); la mejor música se la llevó Pinocho, de Walt Disney; el mejor actor lo ganó James Steward por su papel en Historias de Filadelfia (George Cukor); el mejor guion original se lo arrebató Preston Sturges por el guion de El gran McGinty; y finalmente, el Oscar a la mejor película se lo llevó la historia de Rebeca, de un Hitchcock que hacía su carta de presentación en un Hollywood que más tarde le fue siempre esquivo.

Pero El gran dictador no necesitó premios para convertirse en un auténtico clásico del siglo XX. Un clásico que, si bien no exento de polémica (cuando se estrenó, terminada la guerra en Europa algunos la vieron como una banalización de la tragedia) podemos citar hoy en día como uno de los mayores alegatos contra los totalitarismos que jamás se han hecho.

Chaplin y Hitler, Hitler y Chaplin… dos personajes de la historia del siglo XX que nacieron el mismo año, el mismo mes y con tan solo cuatro días de diferencia entre ellos, pero que fueron tan antagónicos como el auténtico Führer y el de opereta que representa Chaplin en esta joya cinematográfica.

Charles Chaplin dijo una vez, no exento de sorna, que su película era una forma “de vengarse del hombre que me copió el bigote.” No sabemos si realmente fue así, pero lo que sí se puede afirmar sin lugar a dudas es que Charles Chaplin realizó un documento que, junto a novelas como 1984 y Rebelión en la granja de Orwell (por poner algunos ejemplos) se han convertido en obras imperecederas para estudiar y dejar testimonio de la barbarie y la sinrazón de los totalitarismos, sean del color político que sean.

Gracias al Cine, Chaplin nos demostró que ningún terror puede soportar una de las armas más poderosas que tenemos y nos hace humanos: el humor. Bendito sea por ello.

Carlos Corredera (@carloscr82)