Todos tenemos en la mente la imagen del gallardo caballero medieval puro de palabra, obra y pensamiento, socorriendo a huerfanitos, campesinos y princesas de gorros cónicos siete días por semana.

Siendo rigurosos, este esquema sólo existía en la imaginación de los teóricos políticos de la época, como Fulberto de Chartres o Adalberón de Laón[1], en los “libros de caballería” y en las novelas románticas del siglo XIX escritas por Walter Scott. Como siempre, la realidad es mucho más prosaica (y mucho más divertida).

Los caballeros formaban parte del estamento nobiliario, que junto a los eclesiásticos, formaban los dos estamentos privilegiados: no pagaban impuestos y tenían prohibido realizar trabajos manuales. A ello hay que añadir que poseían cierto número de tierras trabajadas por siervos de las que sacaban su sustento, impuestos incluidos. Asimismo algunos eran jueces en las tierras bajo su dominio[2]. Un chollo a simple vista y un martirio para cualquier plebeyo que se cruzase en su camino.

Sin embargo, no todos los nobles poseían los mismos privilegios, dándose grandes diferencias entre los barones o alta nobleza y los caballeros e hidalgos.

Muchos de estos, segundones de grandes familias o nobles arruinados, no poseían más que un apellido y un escudo pintado, un caballo sarnoso y unas armas que no siempre eran de primera mano. Como mucho una triste torre o un castillo medio en ruinas en el que vegetar.

Para éstos, la prohibición de trabajar y el no poseer tierras con siervos a los que explotar eran unos tremendos inconvenientes.

Las soluciones eran limitadas: en primer lugar, podían hacerse vasallos de un gran señor y servirle como espada a cambio de manutención, como establecían los códigos de vasallaje (lo que, desde mi punto de vista, no era sino trabajar de forma encubierta).

El otro camino era buscarse la vida por su cuenta como mercenario, olvidando el código del honor y siendo un vulgar carnicero a sueldo, con la esperanza de ganar algún feudo o sinecura.

El problema era que no siempre había trabajo como mercenario, así que, en tiempos de paz, se veían abocados a la miseria y al hambre, por lo que se unían en bandas que se dedicaban a saquear campos y aldeas, con el honrado propósito de ganarse la vida, matando o condenando a muerte por inanición a los míseros campesinos.

Estas bandas de “caballeros ladrones” constituyeron un verdadero quebradero de cabeza para los  grandes nobles terratenientes y la autoridad real, ya que esquilmaban a la base contributiva del sistema: los campesinos.

Un buen ejemplo de esto lo tenemos en la propia figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Hombre de la frontera, desterrado por oscuras razones y miembro de la casta más baja de la nobleza, puso en su habilidad con las armas todas las esperanzas para obtener los recursos que necesitaba. Lo mismo guerreaba a favor de los cristianos o de los reyes musulmanes que pagaban sus servicios y los de sus hombres y cuando no había empleo, a hacer la guerra por su cuenta y riesgo.

Un negocio redondo que prefiguró lo que más tarde sería la figura del condotiero[3] italiano o de los jefes mercenarios de la Guerra de los Cien Años, como Beltrán Dugesclín[4].

Sin embargo, la época dorada del “caballero ladrón” iba a darse a inicios del siglo XVI en el mosaico de condados, ducados, ciudades libres y reinos que conformaban el Sacro Imperio Romano-Germánico (Alemania a grandes rasgos).

A fines del XV e inicios del XVI, la situación social del territorio era explosiva por diversas razones, entre ellas, el dinamismo comercial de las ciudades y el afianzamiento de la gran burguesía comercial y financiera, la miseria del campesinado y el ambiente de milenarismo creado por las prédicas de reformadores religiosos.

Para esta época, los caballeros ya eran una reliquia del pasado. Arruinados, formaron, como vimos, bandas de saqueadores que asolaron todo el valle del Rin.

Hacia 1522, la situación política y religiosa iba a actuar en su beneficio. Lutero predicaba contra el lujo excesivo de la jerarquía católica y los caballeros vieron la oportunidad. Abrazaron la Reforma con supuestas ansias de pureza religiosa y pobreza evangélica. Su objetivo real: saquear abadías, monasterios y obispados y quedarse con todas sus riquezas para sanear sus maltrechas economías.

Hutten

Esta “Revuelta de los Caballeros” (1522-23) fue protagonizada por dos figuras sobresalientes: Ulrich von Hutten y Franz von Sickingen. El primero, caballero poeta, humanista y diplomático, un idealista partidario del retorno a la iglesia del Evangelio que murió de sífilis (llamada en la época “el mal francés”) escondido en un monasterio suizo. El segundo, un jefe mercenario duro y sin piedad, que saqueó todos los obispados, monasterios, iglesias y catedrales del oeste de Alemania y acabó muriendo durante el asedio que las tropas de Carlos I de España y V de Alemania hicieron a su castillo.

Sin embargo, el más famoso de los caballeros ladrones iba a ser el célebre Götz von Berlichingen, apodado “Mano de Hierro”.

Enrolado en una partida de ladrones desde 1501, llevó una vida errante, participando en numerosas guerras privadas entre nobles a lo largo y ancho de todo el Imperio, cambiando de bando cuando el saqueo, el botín o las condiciones así se lo indicaban. En 1504, durante un asedio, una bala de cañón le amputó medio brazo derecho, que sustituyó por una prótesis metálica totalmente funcional, que le permitía manejar las armas.

Su vida transcurrió entre asaltos, saqueos y violaciones, alternados con periodos de reclusión en los que pagaba los rescates con el dinero de sus pillajes.

Su protagonismo creció durante la Guerra de los Campesinos (1524-25), cuando lideró una banda de campesinos rebeldes contra las autoridades imperiales como jefe militar de la banda. Estos campesinos, alzados contra las autoridades eclesiásticas y miembros de iglesias reformadas radicales, saqueaban las propiedades de clero y nobles en su deseo de crear una sociedad evangélica en  Alemania.

Los nobles y ciudades, agrupados en la Liga Suaba y apoyados por la Iglesia católica y los reformados luteranos[5] combatieron el movimiento. Por su parte, los campesinos obligaron a algunos nobles a dirigirlos en la guerra[6], a pesar de no fiarse de ellos. Götz fue uno de estos últimos, y tras un mes de saqueos, desertó y se refugió en su castillo.

Finalmente, los campesinos fueron derrotados en Frankenhausen y varias decenas de miles pasados por la espada.

Götz fue reclamado por la justicia imperial para responder por toda una vida de crímenes y condenado a no montar a caballo ni pasar más de una noche fuera de su castillo.[7]

Hacia 1540, Carlos I, escaso de soldados experimentados, perdonó al ya sesentón caballero a cambio de participar en varias campañas en Hungría contra los turcos y en Renania contra los franceses.

Murió en 1562, con más de ochenta años.

Contrariamente a lo que pudiese parecer, la figura del “caballero de la Mano de Hierro” es bastante popular en el folklore alemán. Tanto Goethe como Mozart compusieron obras sobre su vida, entretejidas con multitud de anécdotas y sucesos más o menos apócrifos.

Uno de ellos es el referido a lo que en el país teutón se conoce como “la frase de Götz”. Supuestamente, durante un asedio, el obispo de Bamberg, uno de los señores que habían sido sus víctimas, le exigió que se rindiese, a lo que Götz respondió algo así como “Leck mich am Arsch”, literalmente “Lámeme el culo”.

No se sabe a ciencia cierta si la anécdota es verídica o si fue inventada por Goethe, pero, si no es cierto, está bien contado.

 Ricardo Rodríguez


[1] Dividían la sociedad en tres grupos, laboratores (los que trabajan), bellatores (los que pelean) y oratores (los que rezan). Era más una visión teórica que real

[2] Eran los llamados “señoríos jurisdiccionales”

[3] Generales de ejércitos de mercenarios al servicio de los diferentes señores o repúblicas italianas. Firmaban contratos muy estrictos, llamados “condotta”, de ahí el nombre.

[4] Caballero bretón del siglo XIV, jefe de las Compañías Blancas. Acabó su vida como Condestable de Francia por sus servicios a la corona.

[5] Una cosa era saquear monasterios y otra intentar alterar el orden social, faltaría más

[6] Algunos idealistas, como Florian Geyer, lo hicieron de buena gana, otros, como Götz, a la fuerza. Curiosamente, los nazis los usarían como símbolo de la liberación del pueblo alemán y bautizaron a dos divisiones SS con sus nombres.

[7] Parece una condena de risa, pero en la práctica era un arresto domiciliario e inhabilitación para ejercer su “profesión”.