Si hay algo que une a toda la humanidad, es la muerte. A unos les llega antes y a otros después, pero nadie puede escapar de ella. Eso sí, hay muchas formas de dejar este mundo. Ni la fama ni el poder sirven de nada contra una tortuga, un mosquito o una teja cuando a uno le llega la hora. Eso sí, siempre es posible enfrentarse a la Guadaña con buen humor y una frase ocurrente.

UN ENEMIGO INESPERADO E IMPOSIBLE DE VENCER

Alejandro Magno plantó cara al poderoso Imperio persa y tras 13 años guerreando extendió su dominio hacia el Este como nadie había hecho hasta entonces. Venció en numerosas batallas, pero el destino quiso que la muerte no le llegara de manos de ningún soldado. Hay diferentes teorías sobre la causa: pudo ser envenenado, ya que enemigos no le faltaban, pero también es muy posible que contrajera la malaria por la picadura de un mosquito. Era el año 323 a.C. y aún no se practicaban autopsias, así que ahí quedará el misterio para siempre.

Discípulo de Aristóteles, conocía la mitología griega y se le había comparado con Aquiles, el guerrero indestructible. Como él, al final también tuvo su talón. Pero en su caso siempre quedará la duda de si su Paris fue una persona o un aparentemente inofensivo insecto.

Alejandro Magno se emborrachó justo antes de morir. También lo hizo Atila, el último rey de los hunos, pero a él el exceso de alcohol le llevó a la muerte. Como Alejandro, Atila consiguió gobernar sobre un extensísimo Imperio y para ello tuvo que enfrentarse a numerosos y sanguinarios guerreros. Sin embargo, él tampoco murió como un héroe, sino en el lecho. Concretamente, en su noche de bodas y por una hemorragia nasal, en el año 453. Dicen que la melopea le provocó un sueño tan profundo que se ahogó en su propia sangre.

Pirro de Épiro, otro gran general, sí murió en el campo de batalla, en el año 272 a.C., pero no a manos de un soldado, sino al ser alcanzado por una teja que le arrojó una mujer espartana, según cuenta Plutarco. Tampoco tuvo el privilegio de morir luchando contra un soldado el emperador romano Federico I Barbarroja, que se ahogó al caer al río y hundirse por el peso de su armadura durante la Tercera Cruzada, en el año 1190.

Curiosamente, quien sí murió en una batalla cuando no debía, porque había dedicado su vida a las matemáticas en vez de a la lucha, fue Arquímedes. Ocurrió en el sitio de Siracusa, y eso que existían órdenes expresas de mantenerle vivo. Cuentan que lo último que dijo antes de ser asesinado por un soldado romano fue: “¡No me toquen los círculos!”, porque le preocupaba más el estudio que estaba realizando en ese momento que su propia vida.

El estudio fue precisamente lo que le costó la vida al científico inglés Francis Bacon, que murió en 1626 mientras enterraba en la nieve una gallina. Intentaba comprobar si el frío retrasaba la descomposición de los cadáveres, pero lo único que consiguió fue que ese frío que estaba estudiando le matara tras coger una pulmonía.

Otro estudioso que murió a causa del frío, que le provocó una neumonía, fue Descartes. En su caso, los madrugones y las bajas temperaturas que tuvo que aportar tras mudarse a Suecia para estar cerca de la reina Cristina  enseñarle filosofía hicieron mella en su salud y en 1650 dejó el mundo de los vivos, tras haber pasado pocos meses en Estocolmo.

LA MUERTE MÁS ABSURDA

Esquilo fue un gran dramaturgo, pero también había sido guerrero. Se enfrentó a los persas en varias batallas, entre ellas la de Maratón, y reflejó su experiencia en algunas de sus obras. Sin embargo, su muerte no se produjo ni en el campo de batalla ni en la tranquilidad de su hogar escribiendo una tragedia. Lo que le mató fue una tortuga que un águila lanzó justo encima de su cabeza para intentar quebrar el caparazón y comérsela.

Lo más curioso es que el Oráculo de Delfos le había avisado de que moriría aplastado por una casa y que por ese motivo se había trasladado al campo. Era el año 456 a.C.

No han sido pocos los casos en los que los excesos con la comida han causado la muerte de personajes ilustres, aunque en todos ellos ha sido la gula del difunto la causante del óbito y no la de ningún animal. Es el caso del rey Adolfo Federico de Suecia, que murió en 1771 por problemas intestinales tras una copiosa cena que incluyó 14 postres.

También tras un banquete murió Tycho Brahe, en 1601. Como en el caso de Alejandro Magno, hay varias versiones sobre la causa de su muerte. Una afirma que se debió a que retuvo la orina demasiado tiempo porque consideraba de muy mala educación abandonar la mesa. Otra defiende que fue envenenado.

Enrique I de Inglaterra falleció en 1135 por un atracón de lampreas. Maximiliano de Austria, consuegro de los Reyes Católicos, murió por también por una indigestión, en su caso de melones, en 1519. Antes, en 1506, su hijo Felipe el Hermoso había fallecido por beber agua fría tras jugar a la pelota. O, al menos, así ha pasado a la historia, porque, como a otros muchos muertos en circunstancias extrañas, enemigos que quisieran envenenarle tenía unos cuantos. Su nieto, Felipe II, murió en 1598 tras una larga agonía. Debido al estado al que le condenaron la incontinencia y las numerosas llagas, corrió el rumor de que le habían matado los piojos, precisamente a él que tenía fama de cuidar mucho su higiene.

Animales más grandes que los piojos han sido responsables de llevarse de este mundo a algunos personajes ilustres. El primer faraón de Egipto, Narmer, por ejemplo, murió aplastado por un hipopótamo. 5.000 años después, en 1920, Alejandro I de Grecia falleció como consecuencia del ataque de un mono.

Entre las muertes causadas por un animal, podría decirse que algunas son menos dramáticas que otras. Es el caso de Crisipo, que murió de risa tras observar a un burro ebrio intentando comer higos, en el año 206 a.C. También de risa cuentan que murió el rey de Birmania, Nanda Bayin, en 1599, cuando un mercader le contó que Venecia era un estado libre sin rey.

No de risa, sino de tos murió Molière sobre un escenario cuando representaba, por una ironía del destino, “El enfermo imaginario”, en 1673.

ÚLTIMAS PALABRAS

Hay muertes que se producen antes de tiempo, algunas por accidente y muchas porque algunas personas deciden que otras no deben vivir. Las condenas a muerte se han ido sucediendo sin descanso a lo largo de toda la historia y se han ejecutado con muy diferentes medios. A veces, los inventores de estas máquinas de matar han sido víctimas de sus propias creaciones, como Perilos de Atenas, que diseñó el toro de Faralis y murió en él, o Joseph-Ignace Guillotin, padre de la guillotina.

No sabemos qué dijeron ellos antes de ser ejecutados, pero sí que hay quien ante la injusticia de tener que morir por una condena optaron por hacerlo no solo con dignidad, sino con buen humor y un estilo peculiar. Es el caso de Sócrates, el gran filósofo, cuyas últimas palabras, según narra Platón en el Fedón, fueron: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides”.

Poco antes de beberse la cicuta había pronunciado frases tan memorables (y atemporales) como: “No es difícil, atenienses, evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad; en efecto, corre más deprisa que la muerte. Ahora yo, como soy lento y viejo, he sido alcanzada por la más lenta de las dos”. Pero para morirse eligió una frase totalmente banal… O no. Corría el año 399 a.C.

Muchos siglos después, María Antonieta, que pisó a su verdugo mientras subía al cadalso, consideró que no debía dejar este mundo sin aclararle que no tenía nada contra él: “Perdone, no ha sido a posta”, se disculpó. Era 1793. Antes de ella, en 1536, Ana Bolena también había dedicado unas palabras al encargado de cortarle la cabeza para que su esposo, Enrique VIII, pudiera casarse con Jane Seymour: “Tengo un cuello muy fino”, le tranquilizó.

Ese matrimonio que acabó tan mal, el de Enrique VIII y Ana Bolena, también había sido el causante de la caída en desgracia de Tomás Moro que, tras negarse a jurar la Ley de Sucesión, fue condenado a muerte y decapitado en 1534. Cuentan que al llegar al patíbulo también se dirigió con mucha educación a su verdugo, en su caso para pedirle ayuda: “Os ruego, señor oficial, ayudarme a subir; en cuanto a bajar, me las arreglaré muy bien solo”.

La hija de Enrique VIII y Ana Bolena, Isabel I de Inglaterra, heredó de su padre el gusto por cortarle la cabeza a quien le molestara, como su prima María Estuardo, que fue ejecutada en 1587. Eso sí, en el momento de morir, en 1603, la gran reina fue consciente de que todo el poder y dinero del mundo no le iban a servir de mucho: “Todas mis posesiones por un momento”, dicen que afirmó.

La muerte sin descendencia de Isabel supuso el fin de la dinastía de los Tudor, que había llegado al trono de Inglaterra tras la muerte de Ricardo III en la batalla de Bosworth en 1485, que, a su vez, había puesto fin a la casa de los York. A él se atribuye una de las frases más célebres pronunciadas en el momento de morir, inmortalizada por Shakespeare: “¡Un caballo! ¡mi reino por un caballo!”. Otra frase que pasará a la historia gracias al genio británico es la que pronunció Julio César cuando iba a ser asesinado, en los famosos idus de marzo del 44 a.C: “¿También tú, Bruto?”.

Otro emperador que se despidió de este mundo con gracia fue Maximiliano de México (cuñado de Sissi, porque era hermano de Francisco José). Varios testimonios relatan que sus últimas palabras antes de ser fusilado, en 1864, fueron solemnes: “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!”. Pero poco antes, ante la pregunta de otro de los condenados que quería saber si la señal que acababan de escuchar era la indicada para la ejecución, había respondido con una lógica aplastante: “No lo sé. Nunca me han ejecutado”.

Ya en el siglo XX, en el que las revoluciones y las guerras llegaron a ser mundiales y sembraron de cadáveres todo el planeta, Ernesto Che Guevara nos dejó una frase digna de un luchador. Cuentan que su ejecutor dudó en el momento de apretar el gatillo y fue el propio comandante el que le alentó: “¡Apunte bien! ¡Va usted a matar a un hombre!”. La misma actitud valiente tuvo el escritor Pedro Muñoz Seca, que espetó a quienes le iban a fusilar, en 1936: “Sois tan hábiles que me habéis quitado hasta el miedo”.

Hay personas que preparan con esmero sus últimas palabras, otras que las improvisan y otras a las que antes de morir se les pregunta directamente si quieren decirlas. Es lo que le ocurrió a Karl Marx, que con su respuesta dejó bien claro que lo que le parecía la idea: “Las últimas palabras son para los idiotas que no han dicho lo suficiente”.

Alguien que dijo y escribió mucho en vida, Sigmund Freud, se despidió en 1939 con una frase muy sencilla y, a la vez, llena de significado: “¡Esto es absurdo!”.

Quizá Critón pensó exactamente lo mismo al recibir el encargo de Sócrates.

María José Vidal Castillo (@mjvidalc)