No debería estar aquí, escondido debajo de una toalla amarilla semienterrado en la arena. De tener un fusil podría reclamar perfectamente la independencia de algún rincón perdido de Argel, pero no, en realidad no me oculto de tropas nacionalistas hasta arriba de ojos de cordero. Debería estar en algún zulo oscuro, con ventilador de techo a toda mecha, tecleando los…

10 MOTIVOS PARA AUTOINFLIGIRSE EL KAPUT DEFINITIVO

…un artículo lleno del más noble y ya perdido espíritu de servicio público nacido de asaltos desprevenidos de programas sobre mantener una dieta sana, equilibrada y alta en fibra reconcentrada así como en la interesante tendencia primavera-verano de este año en el mundillo del espectáculo de darse pasaporte a uno mismo. Tony Scott, por cierto, también probó el salto del ángel sin alas hace cosa dos años y también aparecieron peregrinas informaciones sobre cómo el posible diagnóstico de una enfermedad terminal le empujaron a practicar la vertical contra el lecho marino.

Para cualquier interfecto dispuesto a mantener su integridad física, los motivos de los suicidas se comprenden pero no se comparten. No se puede arañar la vida cual ansioso gato castrado y asimilar al mismo tiempo las razones de este o aquel hijo de vecino para quitarse de en medio. O te montas en el vagón o te quedas en la estación. Claro que también hay quien se pasa los años sentado en el andén con el billete de los cortavenas en la mano ya comprado, a punto de echar a correr gritando con los brazos en alto y nunca lo hace.

En cualquier caso, yo estaba diciendo que no debería andar en vaqueros protegiéndome del cáncer de piel oculto bajo una toalla en mitad de una playa porque este no es mi lugar. No señor. Y eso a pesar de asistir a la mayor y más auténtica fiesta de la democracia que jamás van a contemplar los polvorientos siglos de este país: la costa mediterránea. Aquí sí que uno asiste a La Verdad, a La Autenticidad, a los márgenes inferiores de todos esos cuadros barrocos donde a Dios por fin le ha dado por ejecutar el Juicio Final y los pecadores, los muertos y los directores de recursos humanos se retuercen arponeados por diablillos con barriga cervecera y la expresión de María Teresa Campos en el rostro. Aquí, en la playa de este pedazo sur-suroeste de Andalucía, lo normal son las carnes flácidas a cualquier edad, plaga de celulitis, pechos caídos rebozados en pelambrera deathmetal en ellos y todo un catálogo de eccemas, pies retorcidos y niños con todas las formas geométricas imaginables gracias a cenas a base de Bollycaos y el desayuno como un raro concepto que solo se pone en práctica en Francia. Esto es el puro consuelo, qué quieren que les diga.

Conforme pasan los años nuestra hermosa civilización se vuelve más y más platónica, con la Operación Bikini convertida en un canto abstracto y arcano al que, a pie de campo, la gente, el pueblo, nosotros, usted si no veranea en Sotogrande, cada vez le hace menos caso. Si, es cierto, en los tres cuartos de hora que llevo semienterrado he visto pasar dos bandadas algo desorientadas de pre-veinteañeros con los brazos en posición de despegue vertical, tal como se le ponen a uno cuando le crecen los músculos de debajo de los sobacos, caminando como hipertrofiados pavos reales deseando que a la fauna femenina les estalle el cráneo en un estertor universal de furor uterino nada más recibir su radiación de gimnasio. La verdad es que se les nota la mar de orgullosos y lo cierto es que no es para menos. ¿Saben la disciplina, el rigor, la contención y la entrega que hace falta para excretar todo ese músculo? No importa que a tres cuartas partes de estos chicos el sentido de la proporción se la traiga al pairo, con unas cabezas mondas y lirondas ahogándose entre un par de hombros que en un descuido les van a aplastar las orejas o con una estatura tal que vistos a cierta distancia, muchos de estos chavales dan la impresión de ser niños de comunión recién salidos del trullo. Todo eso da igual si tienen la más mínima noción del tipo de dieta y hábitos y ejercicio indispensable para convertirse en semejante figurín.

Además, no sé a ustedes pero a mí me reconforta ver cómo se han ido al traste los viejos augurios noventeros de un mundo colapsando bajo cuerpos clónicos nacidos de las irresistibles ofertas de solariums y gimnasios y spinning para toda la familia. Al final la mayoría de los mortales no podemos huir de la coherencia, ese fenómeno de la naturaleza tan arrebatador capaz de otorgar al escritor un culo bien plano adornado con una columna vertebral tan derecha como un árbol de Navidad apaleado por cinco skinheads. En esta playa las madres sufren con mayor o menor resignación las secuelas de arrojar más homínidos al mundo, algunos padres hacen pesas, sí, pero luego se rehidratan a base de bien con lúpulo y cebada o directamente ponen a prueba la gravedad a base de ir separándose gradual y horizontalmente del centro de su ombligo. Un niño de forma piramidal se acerca corriendo a recoger su pelotita de Bob Esponja caída a menos de un metro del tipo raro y poco de fiar con la toalla sobre la cabeza. Detrás viene su hermana o su prima o su vecina del pueblo, preocupada por el crío. Tiene el temblor y la falta de armonía y los defectos de un genuino ser humano. Es tan, tan encantador. Especialmente por el que me da la gana que sea el motivo número uno para saltar de un coche en marcha a 220 por hora.

INSTAGRAM Y SUS PRIMOS

Comida saturada de colores al más puro viaje de ácido de Renoir, homosexuales muy homosexuales y heterotestosterosexuales muy heterotestosterosexuales fotografiándose el torso en cada superficie pulida posible y un montón de trocitos de cacho de objetos inanimados, paisajes del pueblo de tu abuela y sombras de hamacas donde se esconde la profundidad esencial del tipo/a que va a tardar una media de tres veces más en pagar el iPhone de lo que tarda Apple en sacar las dos versiones siguientes. Instagram es algo así como la Isla Tortuga de todo en lo que la pereza, el hastío, la experiencia o Alemania nos ha dado la bendición de dejar de creer: que el ejercicio intensivo después del trabajo le sienta bien a todo el mundo, que se puede ser un redomado narcisista o votante del PP si te mofas de ser un narcisista o votante de la derecha y que todo lo que uno hace o piensa debe ser interesante y tener más valor que el de la mera cagarruta mental porque siempre hay alguien que pulsa un botón asegurando que algún difuso concepto relacionado con la foto “le gusta”. Una especie de supermadre de interfaz suave y azulada dispuesta a asegurarte que Lo Estás Haciendo Bien aunque uno sepa que eso, en parte o en su totalidad, es mentira cochina. Como ya rumiaban los pitagóricos, un lugar donde, con el número de fans suficientes, se diga lo que se diga uno no puede quedarse estrictamente a solas con su vergüenza o en estoica, dolorosa y kamikaze defensa de su idea no es un sitio de fiar.

Ahí llega, brincando porque le quema la arena porque se le ha olvidado ponerse sandalias porque hasta hoy mismo, justo hoy, no hacía falta protegerse la planta de los pies de esta parrilla arenosa. El motivo de mi excursión playera ni siquiera me da la mano; se arroja directamente sobre el campamento tuareg.

-Tío, que me rompes las gafas.

-Tioooooooooooooo.

Hace como cinco años que no le veo pero no tiene inconveniente en practicar lucha libre siamesa nada más verme. Es de esa clase de personas: ingeniero aeroespacial, amante de la escalada con cuerda, atlético, los dientes colocados todos en su sitio desde el mismísimo día de su nacimiento, nada de ortodoncias ni zarandajas de esas, hiperactivo como una zarigüeya adicta al crack y ocasional conferenciante a la una de la madrugada.
Tal como le ocurre a todos los conocidos a los que no veo desde hace más de una Olimpiada, antes de abrir la boca mi amigo está completamente convencido de que he cambiado una barbaridad.

Luego se retracta.

-¿Qué haces con esos pantalones?

-No sé. Pensé que no íbamos a bañarnos.

Se ríe pronunciando un “ja” después de otro “ja” y se detiene en seco. No es irónico, es que le sale así.

-Pero tío, con el calor que hace…

-No me quedaban bermudas.- en realidad es que ni siquiera tengo bermudas.

Vuelve a reírse con sus dos sílabas.

-Vamos a comprarte algo.

Relacionar ideas apresuradamente puede conducirle a uno a situaciones en las que preferiría no encontrarse. Como sujetar el envase de aluminio de un pollo asado en mitad de un establecimiento dedicado en cuerpo y alma a la venta de ropa para surfistas que no ponen un pie sobre la tabla en todo el verano. El nicho de mercado de los aficionados a la ropa deportiva alérgicos al ejercicio es cada día más amplio y seguramente Deportes Sol no haya descubierto la pólvora montando una tienda donde usted puede comprar cualquier tipo de prenda imaginable confeccionada con neopreno. Quizá en noviembre también vendan bufandas de neopreno y jerséis de cuello alto de neopreno. El futuro se vislumbra agobiantemente pegado a la piel.
A la chica del mostrador no le hace ninguna gracia que vaya aireando el aroma del pollo por todo el local. Hay pegatinas prohibiendo el paso de mascotas, pero nadie dijo nada de aves de corral ahogándose en su propia salsa. Además, como mi amigo no cree ni en los seguros ni en las bolsas de plástico, tengo que procesionar con el almuerzo por todo el pueblo como el mayordomo pasea la corona de Isabel II. Le falta ir bajo palio.

Robin Williams decidió cerrar el chiringuito vital una semana antes de tener noticias de mí desaparecido viejo amigo del instituto. Fue la clase de acontecimiento trágico del que uno ya espera ciertos comentarios e interrogaciones ancestrales arrojadas al éter y que, efectivamente, se fueron sucediendo con alegría y fruición: “El payaso triste.” “La máscara del comediante.” “El lado oscuro de…” Y, sobre todo, el más interesante de todos: “¿Cómo puede hacer alguien algo así?.” Este último dilema llega incluso a degenerar en otro tipo de cuestión al aíre mucho más extraña, casi siempre insinuada, nunca formulada con semejante descaro: “¿Cómo ha podido hacernos eso, a nosotros, las personas que le queríamos y apreciábamos a través de su actuación?”
Tras una semana atrapado por el hipnótico proceso de duelo colectivo, lo primero que se me vino a la cabeza cuando mi ex amigo del alma me llamó para preguntarme cómo me iba y si quería pasar un par de días en la playa era que estaba al borde de la autodesintegración por la vía rápida. La insinuación de que su novia de la carrera le había abandonado así por las buenas tras casi un lustro de yo te quiero tu me quieres (pues ya no te quiero) tampoco ayudó a aliviar la hipocondría. Algunas personas prefieren contarte el auténtico motivo de su dolor a plazos, en brevísimas entregas de un minuto y yo lo respeto, lo respeto muchísimo. Solo que en esta ocasión no era precisamente la mejor manera de hacerlo, no con Peter Pan colgando del techo con las venas a medio abrir.

-Yo creo que tienes una…44.

Mi amigo no deja de mirarme el culo y hacer como que me azota. No tengo ningún problema con que la dependienta crea que somos homosexuales. Muchos chicos tratan de ligar con prácticamente todo el espectro femenino del Sector Servicios, especialmente con empleadas a media jornada obligadas contractualmente a aguantar las sonrisas de flirteo fugaz de los clientes habituales de un Bershka. No es mi caso y si lo fuera tampoco tendría mucho sentido intentarlo con un pollo asado en la mano. Temo que me tomen por homosexual por la sencilla razón de que no me apetece formar parte de una lista aún más amplia de chiflados a los que se les pueden cruzar los cables al verme y darme una paliza. Bastante tengo ya con los que odian a las personas con gafas, los que odian a los que leen en el autobús, los que odian a los que miden más de 1´65 y los que odian a los que tenemos la voz torcida y debilucha. A no ser que la dependienta salga con un novio neonazi, de momento estamos a salvo.
Por otro lado, se suponía que mi ex viejo compañero del alma estaba mortalmente deprimido.

-Isaac, por favor… ¡Por Fa-Vor! Llévate esta.

Arrodillado delante del perchero de los pantalones piratas, me ruega por lo más sagrado del universo que vaya por esos mundos de Dios con lo que hace un siglo hubiera sido motivo suficiente para acabar en una colonia penitenciaria de ultramar.
Es posible que haya sacado conclusiones precipitadas.

¿Por qué algunas personas se sienten traicionadas en mayor o menor medida cuando el escritor, el actor o el rockero de sus amores deciden reunirse antes de la cuenta con su Creador? Si uno se para a pensarlo, en el fondo no nos deben gran cosa. Uno ha pagado su entrada de cine, su VHS de Flubber o se ha lanzado a la vida corsaria y directamente se lo baja por Torrent. Puede que para todos esos espectadores Robin Williams tocara una fibra sensible en determinado momento, que el ilustre velludo mantuviera un vínculo más profundo con ellos que buena parte de sus vecinos, conocidos, allegados y deudores, tal como le ocurre a cualquiera que haya creído encontrar en ciertas páginas o en ciertos acordes la expresión exacta de lo que estaba convencido que no se podía expresar. En eso consiste tener talento dentro de ese trocito de arte que todavía se preocupa por mantener una conversación con otra persona. Con la salvedad de que por más profundo y desvergonzadamente honesto que uno sienta ese vínculo, ni su cómico favorito ni su escritor aficionado al potaje de somníferos y coñac del bueno son sus amigos. Ni siquiera sus colegas ocasionales. Es duro, pero hay que aceptarlo. Un individuo familiarmente anónimo acaba de provocarle un incómodo sentimiento de abandono y traición, una situación perfectamente compatible con ser diseccionado por los fantasmas de tipos muy inteligentes enterrados hace ya cien años. Ese es el riesgo que uno acepta de buen grado al permitir que un desconocido le susurre lo que lleva años deseando oír o esperando ser refutado. Puede que él le deba las ventas, los beneficios, la atención, la reconfortante sensación de aprecio por el trabajo hecho, pero lo cierto es que muy pocas personas tienen lo que hay que tener para aguantar la inevitable ciénaga de egocentrismo, embotamiento, aburrimiento atroz y reacciones inesperadas de un depresivo. Lo más justo sería decir que tanto ustedes como yo apreciábamos el dominio público titulado Robin Williams, propiedad de un señor de 63 años a quien no conocíamos absolutamente de nada.

Si esta idea les resulta extraña o descabellada pueden probar a telefonear, así, al azar, a cualquiera de sus 200 contactos “no tan amigos” de Facebook, de esos regularmente claveteados en su pantalla a base de fotos en una fiesta o delante de un monumento o despanzurrados en un parque público, y meter el hocico 48 horas en un buen pedazo de tosca realidad.

Al apartamento en la playa de mí recuperado viejo amigo le tocó vivir la delicada época de la arquitectura costera española de los noventa: el modernismo entendido como un acto de fe inmobiliario. Jura y perjura que lo que está señalando no es un garaje pero, vista desde fuera, la pieza de Lego hundida entre otras dos barras de mantequilla forradas de aluminio es la viva imagen de un trastero gigante o un aparcamiento para furgonetas muy estrecho. Para colmo, al arquitecto se le ocurrió que los futuros compradores apreciarían el toque de nave de polígono industrial que le da el revestimiento de chapa troquelado. Sé que no es chapa pero mi conocimiento de materiales de fabricación es básicamente cero. Tampoco es un garaje y vive Dios que cualquiera esperaría ver salir disparado de un momento a otro un camión de bomberos de ese cubículo alargado.

Muchas veces me he preguntado contra qué tipo de agravio descomunal se estaban vengando los padres del Benidorm o el Torremolinos setentero. ¿Esperaban que aquellas colmenas de madrileños, leoneses y bávaros se vinieran abajo antes del nuevo siglo, que una nueva generación con mayor aprecio por la salubridad visual decidiera, no sé, levantar edificios con algo más que líneas rectas y racionalismo soviético en vena mezclado (no agitado) con algo de desfase muy loco en el Pasapoga de Antonio Alcántara? Sé también que cualquier estudiante avispado de arquitectura me puede dar una explicación larga y pausada sobre estilismo inmobiliario costero, pero en lo que a mí respecta, los complejos de apartamentos mediterráneo-levantinos merecen la aplicación del Método Dresde. No se trata de conciencia ecológica ni de extinguir de una vez a los mismos jubilados con la espalda del color de un bogavante quejándose febrero tras febrero de cómo la madre naturaleza es una despiadada perra odiosa que le ha encharcado el chalecito a dos metros de playa; no, nada de eso. Se trata de que estos bloques son feos como una fiesta de la disentería. Si el ser humano al menos se dedicara a cargarse el planeta con cierta elegancia, las cosas serían muy diferentes. Pero es que encima de que nos estamos precipitando hacia la implosión lo hacemos de la manera más cutre y chabacana concebible. Imaginen la ávida tala del Amazonas llevada a cabo por apolíneos madereros derribando árboles a cámara superlenta, con legiones de conductores de excavadoras idénticas a Scarlett Johansson arrastrando a todo bicho viviente a su paso.

El pollo, evidentemente, se había enfriado, a pesar del eficacísimo sistema del envase para mantener el calor. Mientras recupero la sensibilidad en las palmas de las manos, mi amigo decide recalentar la comida en el microondas y, de paso, aprovechar para iniciar la visita guiada por el apartamento. No es que haya mucho que ver. Como bien saben los oriundos de las zonas peninsulares donde los rayos del sol enloquecen a la gente, el interior de las casas debe permanecer en la más absoluta penumbra para evitar caldear todavía más el ambiente. Esto provoca un efecto bastante raro. Según la permanentemente refutada sabiduría popular, los lugares soleados y cálidos rebosan de populacho alegre, abierto y jovial, al contrario que, bueno, la Europa triste pero económicamente viable. Por lo visto los suecos y los finlandeses viven con unos niveles de eficiencia social muy altos hasta que se tiran por una ventana repletos de amargura y terror primordial en el corazón. Pues vale, eso es una patraña como un piano. Hay quien se siente como un enano en tractor con la nieve y la lluvia y las temperaturas de permafrost, pero ya les garantizo que las calles desoladas de verano, el brillo derrite-retinas rebotando en cada esquina y las guaridas domésticas ambientadas a lo Rembrandt no tienen nada que envidiarle a esa fantasía funeraria que los sureños nos tragamos sobre el norte.

-Y este es mi cuarto.

Pero yo solo veo manchones negros vagamente similares a los muebles de un Ikea. ¿De verdad lleva tres semanas viviendo así mi redescubierto amigo del alma? La angustia por sus hipotéticas tendencias suicidas vuelven a primera línea de fuego. Su relación no ha acabado precisamente en una celebración de la dignidad y el respeto. Ignoro por donde andan los padres o si alguien en la familia tiene licencia de armas. Mire donde mire todo es un potencial instrumento para concederse el Gran Billete de Ida Sin Retorno. Resulta claustrofóbico. ¿Esa sábana tiene forma de soga o son imaginaciones mías? ¿No huele como a gas? ¿De verdad que son chicles y no somníferos de caballo? ¿Te afeitas con maquinilla eléctrica o eres de cuchilla? Temo que la paranoia se extienda a más personas, recibiendo falsas premoniciones suicidas a todas horas, sujetando de las solapas a honrados ciudadanos rogándoles que por lo que más quieran se den otra oportunidad, que la vida no es fácil, lo sé, pero seguro que termina apareciendo algo que merece la pena.

-Voy a llamar a la policía-dirán, pidiendo ayuda. Justo lo que pretendía. Otra alma salvada.

Como el pollo ha estallado en el interior del microondas, mi amigo decide que una tarde de intenso raspado y limpieza es el momento idóneo para detallarme los pormenores de su principal tragedia. Es la historia de siempre. O al menos una que llevo escuchando con bastante frecuencia de un tiempo a esta parte. A ella o a él le dan una beca o un empleo en el extranjero. A ella o a él se le parte el corazón las primeras semanas de distancia, separación y morriña. A ella o a él le sobreviene la epifanía de que, caramba, ha iniciado una nueva y más próspera vida en el extranjero. Poco a poco, lo que quedó aquí se enquista hasta mutar en una rémora verdaderamente incómoda y pesada. Una cosa es irse de España y volver por Navidad para ver a la familia y otra mantener un trocito de la patria en forma de relación sentimental. Eso sí que no. Así que se pueden imaginar con nitidez de vidriera catedralicia lo que viene a continuación. Efectivamente: el enésimo triunfo del pragmatismo sobre el anticuado romanticismo descabellado. Personalmente, he visto más entusiasmo en los ojos de compañeros al recibir la noticia de un posible puesto explotado en una multinacional electrónica sajona que en la improbable dedicación de mantener su relación, incluso cuando daba la impresión de tratarse de una buena y próspera unión sentimental. En algún punto algo se jodió de tal manera como para convertir en mero encogimiento de hombros deshacer ciertos compromisos emocionales bajo la premisa de que las prioridades y las necesidades de la parte exiliada se han trocado, así, por arte de magia, en el villorrio donde le pagan la comida, el alquiler y el por todos conocido muy diverso y enriquecedor intercambio cultural entre jóvenes con Androids idénticos e historias sorprendentes sobre diferentes tipos de desayuno. Lo que nos lleva al:

SEGUNDO MOTIVO PARA ADENTRARSE CON ALEGRÍA EN LA AUTOLESIÓN SIN REMEDIO

Españoles por el mundo: Tengo una amiga en Londres que asegura que el principal peligro del metro de la capital no son los adictos al crack, ni los esquizofrénicos que te empujan a las vías ni el chorro de londinenses bajando por las escaleras mecánicas que dan a la salida. No. Según su propio testimonio, lo más acongojante de adentrarse en el Tube son los españoles. Al parecer, nada más percibir el más leve rastro de vocabulario cervantino, a una gran parte de la chavalería emigrada se le tersa la mandíbula, se les resecan las cuencas oculares y se abren paso a empellones hasta dar con el hispano de turno para preguntar si, en efecto, son españoles. “Qué casualidad”, dicen, “yo también”. Según mi amiga, esta es la parte más molesta de irse al extranjero por voluntad propia: la desproporcionada manía gregaria de los expatriados menores de cuarenta. “Yo no me he venido a esta isla a pasarme los días con uno de la Alcarria y otro de Sotoburguillo de la Serena”. La verdad es que no le falta razón. Y la verdad es que viajar no implica necesariamente transformarse en una persona con miras más amplias, tolerancia rebosándole por arterias abiertas gracias al coito cultural y una percepción del esquema del mundo renovada. Viajar, como leer o dedicarse en cuerpo y alma al salto de plinto federado, aporta tanto como uno ya de por sí transporte de serie. Lo que provoca paradojas muy ricas y muy desconcertantes, como la posibilidad de que el provinciano más recalcitrante vuelva todavía más fundido en su chovinismo atufante o que el gañanismo o la superficialidad rampante atraviesen fronteras para inmortalizarse en un muy ibérico selfie en mitad de Trafalgar Square. Qué quieren que les diga, personalmente puedo contar con los dedos de una mano mutilada por efecto de la abrasión el número de conocidos a los que viajar les ha aportado algo minimamente significativo en comparación con quiénes eran antes de partir. Esta falta de cambios no es mala en sí misma. A lo mejor simplemente es un delicado y sutil aviso del cosmos para abandonar la autoindulgencia turistera, ampliada ya incluso a los que salen a buscarse las habas por ahí fuera. Que sí, que la niña de sus ojos está perfeccionando mogollón el inglés a base de chapurrearlo en los pubs y en la academia y cuando va a comprar un kilo de naranjas. Pero tampoco se haga ilusiones. Después de todo, ya sea a Tahití o a Zocueca, provincia de Jaén, al final resulta más cómodo y sencillo trasplantar los hábitos que formarse unos completa y puramente nuevos. El problema, imagino, aparece cuando pese a percibir todo esto a uno le excusan lo inexcusable con el rollo de la experiencia en el extranjero.

De ahí que tema por la integridad de mi amigo.

O al menos así era hasta la improvisada Fiesta del Dolor de esa noche.

-¿No huele como a plastilina quemada?

-Sí, es que se nos ha reventado el pollo esta mañana.

-Ja-ja.

Los amigos de mi amigo ríen exactamente igual que él. Puede que se trate de un código secreto. Uno de ellos, una chica con el pelo muy largo en un hemisferio y trasquilado en el otro ha venido acompañada de un periquito asustado aferrado precariamente a su hombro. La dueña lo ha bautizado como Furia aunque a mí no me pega para nada que ese pájaro a punto de sufrir un infarto al primer estornudo se llame así. Le digo que más bien tiene pinta de Pobrecito. Ni siquiera he cerrado la puerta de la casa y ya he sufrido la primera baja social de la noche. Por otro lado, se suponía que aquí el héroe era yo, que el que se había pillado un tren hasta la costa para salvar el pellejo de mi nuevo viejo amigo y brillar en el recuerdo y la memoria era el menda. En cambio, aquí estamos, cuatro desconocidos, un perico, un tipo al que ya no conozco de nada y yo, en clara desventaja. Es evidente que ni siquiera mi amigo me reconoce a estas alturas, por más que pasemos un buen rato con las muchas imitaciones de antiguos profesores y las viejas historias rescatadas con carácter de urgencia.
Todavía puede sufrir un brote psicótico y tratar de tirarse por el balcón. No hay que perder la esperanza.

A las pocas horas de morir Robin Williams, otro de los aberrantes lugares comunes que llegaron a estos ojitos que han de comerse la tierra fue aquella idea tan vírica propia de artistas, creadores y masoquistas sin remedio según la cual el Dolor y la Pena y el Desconsuelo y la Angustia son la base de todo talento auténtico. Que las personas (mayormente) alegres o (mayormente) optimistas o (mayormente) enérgicas están naturalmente incapacitadas para ofrecernos libros, interpretaciones, películas, sinfonías y culebrones verdaderamente geniales. Esta, desde luego, es una excusa razonablemente magistral para todo aquel virtuoso de la universal disciplina de revolcarse en su propia mierda. Confundir un cerebro en ebullición, inconforme, agotado de repeticiones perezosas destinadas a copar la ansiada dosis de atención y reconocimiento y un artículo en el Cahiers o en The New York Review of Books y, peor, tergiversar ese sentimiento con la ridícula afirmación de que o se vive en la más nefanda miseria existencial o no se tiene nada meritorio que ofrecer, eso, justo eso, es la misma prisión con diferentes paredes. La misma jaula que la soldada a base de eslóganes sobre Ser Especial y Merecerse Todo Lo Bueno Que Te Pase y No Dejes Que Nada Se Interponga En Tu Camino.

A estas alturas de la noche los amigos de mi amigazo de toda la vida y para siempre deben creer que he pillado la salmonella. Cuatro, tres, dos y uno y acaban de pasar exactamente tres cuartos de hora desde que entré en el baño. Siempre me pasa lo mismo. Siempre termino atrapado en el reconfortante útero alicatado de un buen cagadero, sentado sobre la tapa o en el rincón menos empapado. Mis amigos no tienen por qué secar el suelo después de ducharse. Nadie espera que un invitado monte un puesto de guardia junto al bidé. Yo, en cambio, cuando me agobio en demasía en lo que otros bautizan como sociabilización y yo como Test Nervioso, es lo que salgo corriendo a hacer. A veces aprovecho para recolocar los cepillos de dientes a punto de precipitarse sobre el lavabo o darle un repaso con papel higiénico mojado al espejo del armarito de los tampones. Una cosa es abusar de la hospitalidad y otra no devolver el favor. Desgraciadamente muchos cuartos de baños han sido ubicados, sin el menor sentido de la estrategia, demasiado cerca de las salas de estar y uno puede continuar escuchando con todo lujo de detalles la conversación que ha intentado dejar atrás. De vez en cuando la acústica también permite recibir sincerísimas opiniones sobre el interfecto que acaba de ausentarse para empolvarse la nariz, aunque esas son las menos de las veces. Hay que andarse con mucho ojo.

Esa noche, por supuesto, el Capitán-Oh-Mi-Capitán no podía faltar al sarao. Se le invocó antes de apurar la primera cerveza y desde entonces flotó en el ambiente como el hedor amargo de un ambientador barato para el coche. La chica del perico dijo que no entendía como alguien podía tomar semejante decisión, el pájaro se tambaleó, los ja-ja abandonaron la habitación durante largo rato y yo no dejaba de preguntarme si por la cabeza de mi amigo cruzaba la empatía, el reconocimiento, una identificación silenciosa con el protagonista indiscutible de otras tantas conversaciones aquella misma madrugada o si simplemente le daba igual, si tal como daba la impresión se estaba quedando frito sentado en el sofá, si podía entenderlo o lo rechazaba con pudor católico apostólico romano. Seguramente jamás lo averiguaría. Salvo que decidiera poner en práctica la deflagración controlada de su cuerpo. Entonces todo cobraría sentido. Cada detalle, cada sílaba pronunciada desde el primer segundo en que lo conocí se sometería a la injusta conclusión de que todo era un indicio, todo una señal, la profecía que ahora usted y yo y su cuñado el plomero desciframos con claridad cristalina. Eso es lo que hacemos los espectadores natos: sentarnos a mirar y comentar. Las últimas filtraciones del atestado de la policía de San Francisco, las fotos de aquella chica con tipazo del insti que ahora no cabe ni por la puerta de Brandeburgo. Las digitales y muy públicas promesas de una vida nueva en Badalona de aquel conocido al que uno fue a visitar a su casa de la playa porque lo creía depresivo perdido. Luego, claro, están los verdaderos implicados de esas historias y allá, un poco más allá, los espectadores más cobardes, los atrapados en reconfortables cuartos de baño a los que siempre, siempre llega la cháchara del ahí fuera.

Isaac Reyes