En 2007 se vendieron en España 56 millones de toneladas de cemento. Más que en ningún otro país sin jeques. Se puede entender mejor que cuando llegué a París ese año todo era una fiesta para un español. Había dinero a espuertas, podías pasearte por la rue Rivoli gritándole a los franceses que pronto alcanzaríamos su renta per cápita después de haber dejado atrás a los italianos. Podíamos hasta robar un árbol de Navidad de esos que pone el Mareis para que parezca que es tan bello pasar el invierno en París.

De hecho, lo hicimos.

En aquellos meses de fiesta conocí a Sara, la suiza de padres gallegos de la cual ya les he hablado en otra ocasión. Buena chica, mejor persona. Vestía unos preciosos ojos azules, densamente azules. Para qué voy a mentir, la chica me parecía interesante por dentro y por fuera.

Un día quedamos en el Hôtel de Ville, el precioso ayuntamiento de París. En aquel momento, como creo ya haber referido, el mundial de rugby se estaba jugando en Francia y había una especie de instalación delante de su fachada para ver los partidos y minijuegos para niños y gamberros. Ésta es una particularidad que siempre me ha llamado mucho la atención de París. Las instalaciones, no los gamberros, que también los hay claro está. Todas las ciudades del mundo tienen sus gamberros, vándalos, guerrilleros, yihadistas, cada cual adaptado a su nivel de ridiculez ambiental. Como les decía, por allí siempre hay instalaciones, para la Nuit du cinema, para la Nuit Bianche, para el verano, siempre que he vuelto al Hôtel de Ville hay una cosa diferente.

En cierto modo, en Sevilla también ofrecen un espectáculo parecido: puedes encontrar instalaciones cada dos por tres que se pasean por la calle.

Los llaman “pasos”.

Sara solía salir de trabajar cerca de las ocho y ya les he contado lo mucho que me gustaba mirar la forma en la que se va la luz en París. El otoño caía lentamente sobre la ciudad. Algunos de ustedes no conocerán Les feuilles mortes, un poema de Prévert que cantaron, entre otros, Yves Montand y Juliette Gréco.

Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes

des jours heureux où nous étions amis.

en ce temps-là la vie était plus belle,

et le soleil plus brûlant qu’aujourd’hui.

les feuilles mortes se ramassent à la pelle.

tu vois, je n’ai pas oublié…

les feuilles mortes se ramassent à la pelle,

les souvenirs et les regrets aussi

et le vent du nord les emporte

dans la nuit froide de l’oubli.

tu vois, je n’ai pas oublié

la chanson que tu me chantais.

¡Oh! Me gustaría tanto que te acordaras

De los días felices en que éramos amigos

Por aquel entonces la vida era más bella

Y el sol,más brillante que hoy en día

Las hojas muertas se amontonan a raudales

Ves, no he olvidado…

Las hojas muertas se amontonan a raudales

Los recuerdos y la añoranza también

Y el viento del norte los lleva

A la fría noche del olvido

Ves, no he olvidado

La canción que me cantabas

Una alegría, como ven. En general, la canción francesa hasta 1968 tiene muchas cosas interesantes. La alegría de vivir no está entre ellas. Piensen si no en Jacques Brel cantando Ne me quitte pas, o incluso a Edith Piaf que hasta cantando Soul le ciel de Paris o Ne regrette pas parece que imploraran perdón. El 68 lo cambió todo, pero no por el mayo ni los estudiantes. Esa revolución acabó como las clases o la primavera, al llegar el verano y las vacaciones. La verdadera revolución del 68 fue que Serge Gainsbourg conociera a Jean Birkin y publicaran Je t’aime… moi non plus y 69 Année érotique. Después de todo, Gainsbourg era de padres judíos rusos huidos de Rusia al ser perseguidos por los bolcheviques y se refugiaron en Francia una década antes de que los volvieran a perseguir los nazis.

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Dice Vila-Matas que en París, en aquellos años, se encontraba uno con mucha gente luego muy conocida. O incluso que ya lo era en ese momento. Con Paloma Picasso, por ejemplo. Recuerda así a su amado Hemingway que traficaba recuerdos con Pablo, el padre de Paloma, Léger o Gertrud Stein. La vida pública, hasta en eso, ha cambiado. En aquel momento del Último Año de la Burbuja yo tampoco aspiraba a convertirme en escritor, como mucho en profesor universitario. Quizá por eso no frecuenté los ambientes en los que se supone que irán los futuros miembros de la elite cultural.

Una noche me pareció ver a Beidbeger. También sé que una vez nos cruzamos con Julie Gayet, aquella que fue, es o no se sabe qué de François Hollande. En aquel momento yo no tenía ni idea de quién era ella pero vamos, ella tampoco de quién era yo, y supongo que seguirá sin saber quién soy.

Con todas las veces que he estado en París, y todo el tiempo que he invertido, y nunca he conocido, visto o estado cerca de nadie que pueda tildarse de “famoso”. Y cuando digo “famoso” quiero decir “prestigioso”, alguien con aura, que uno tenga la sensación de que ha contribuido con algo y que resulta interesante tener una conversación con esa persona. A Samuel Beckett se lo podía encontrar uno leyendo el periódico enfurruñado en los jardines del Palais de Luxembourg. Ahora hay reservados vip para las estrellas que guardan como un extraño tesoro su saber.

También es cierto que la forma de gestionar el Franquismo, es decir, los cuarenta años posteriores a la Dictadura que nunca fue franquista sino oportunista, han acabado por llevarse por delante mi generación. Ya les contaré una escena en una habitación con una danesa que protagonizamos David Pont y yo. Él, por cierto, sí que tiene una carrera musical impecable.

En aquella historia había también otoño y una mujer. Como el día que estaba yo esperando a la suiza frente al Hôtel de Ville. Esa tarde no se iba de forma muy diferente a las demás, pero llegué antes y me hice el interesante sentándome en el césped artificial que habían puesto. Hay cosas que son de un extremo ridículo, entre ellas hacerse el interesante. Puede pasar, por ejemplo, que acabes con las manos sudadas y con la forma del césped de plástico haciendo extrañas rejillas en las palmas. Después de un rato sentado, porque pensaba que la suiza sería puntual como un reloj (disculpen el chiste), decidí levantarme y me quedé un rato mirando la fachada.

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El Hôtel de Ville era un precioso edificio renacentista acabado en 1628. Los franceses parecen muy modernos para unas cosas pero en realidad después de un tiempo viviendo en París pude comprobar que son de derechas y de ultraderechas, y algún inmigrante hay de centro-derecha. Si no, no votarían a Hollande. Así que este espíritu les lleva siempre a esperar a ver qué hacen los demás con las cosas que parecen nuevas para luego implantarlas ellos en su territorio como si fueran el avant-garde de los avant-gardes. Ustedes hagan una revolución en Inglaterra y EEUU que ya si eso nosotros cogeremos a un montón de franciscanos y la adaptaremos con principios católicos a nuestro país. Y luego la venderemos como la primera y la mayor revolución.

Con el Renacimiento o el Barroco tres cuartos de lo mismo. Aun así, la fachada del Hôtel de Ville tiene su gracia. Luego la quemaron hasta los cimientos en la Comuna de París en 1870. Lo reconstruyeron poco después de forma aproximada. Sin embargo, impone. En España, en general, para ser un país de fuerte tradición municipal tenemos ayuntamientos a cada cual más feo. Madrid tiene el edificio que se merece, es decir, cambiando cada dos por tres, recuperando edificios de la Dictadura y despilfarrando dinero para una construcción que no identifica al ciudadano con el edificio que lo representa. Barcelona tiene una caja de zapatos neoclásica. Lo de Sevilla también es curioso. Tuvo que ir un belga, Carlos V, para decirles a los sevillanos del XVI que valiente mierda de edificio tenían para una ciudad en la que se acababa de casar un emperador y era la capital económica del mundo.

Construyeron una esquina de edificio.

En eso andaba yo pensando cuando llegó Sara y claro, lo que yo pretendía que fuera una pose interesante acabó siendo un ejercicio de pedantería cuando me preguntó que en qué pensaba. Para alguien como yo París es una tortura social porque todo el mundo piensa que estás pensando en grandes cosas cuando tienes delante un edificio histórico. Lo único que andaba pensando es en lo feos que son los ayuntamientos de otros sitios pero allí estaba ella mirándome con cara de “ah, qué bien”.

O no. Quién sabe, siempre he interpretado mal los gestos ajenos. Quizá hasta le parecía interesante.

Fuimos a tomar una cerveza a una brasserie cerca de Châtelet-Les Halles. Ya habíamos estado allí antes, un sitio donde te clavaban un precio razonable por una bière pression que es como le dicen ellos a una caña de tirador. Me lo advirtió Sara el primer día que fuimos a un sitio de estos, “pide bière pression”, suele ser más barata y además puedes elegir. Se me ocurrió la infeliz idea de hacerlo. En ese momento descubrí, como Vila-Matas, que existe un francés superior practicado en su momento por Marguerite Duras y que yo identifiqué en mi tutora de doctorando allí, Madame Demougin, y en los camareros. Se caracteriza porque es un francés que solo entienden ellos y quizá algunos franc-masones muy iniciados.

El Café Rive Droite, un poco más allá de donde se cruzan la rue Berger y el Boulevard Sebastopol, es un local sin gracia ninguna. Salvo la cerveza y el francés superior de sus camareros. El primer día que acabamos allí habíamos quedado antes en el Colegio de España, allá en la Cité Universitaire y me dijo que fuera a su habitación a recogerla. Como soy español y aunque sea tan miserable como para arrepentirme por ello no puedo evitar serlo, justo cuando llegaba a ella se le escuchaba hablando. No me quedé oyendo mucho principalmente porque me causaba vergüenza hacer de cotilla, pero los quince o veinte segundos que mi genética ibérica se impuso a mi encauzamiento cultural europeo me permitieron oír algo acerca del “ex” de la muchacha. Que en su cabeza o su lengua no era tan “ex”.

Una tarde de cerveza en el Rive Droite, un 10 de octubre, se le soltó un poco la lengua y pude enterarme de cosas más interesantes. En aquel momento no pude entender realmente de qué me estaba hablando ni el modo en el cual se estaba produciendo todo aquello. Es más, ni siquiera pude entender qué relación tenía esa conversación con lo que pasó dos días después en el Sputnik, un antro en la Butte aux Cailles. Como yo sé que ustedes son tan cotillas como yo, porque son tan españoles, la mayoría, como yo, se lo voy a contar lo mejor que pueda mezclando mi ignorancia supina de entonces y mi ignorancia menos supina de ahora.

Al parecer, poco antes de venir a París había sufrido una especie de “desencuentro amoroso” con un muchacho al que seguía llamando “novio” aunque ya no lo era porque, básicamente, una semana antes de marcharse había decidido hacer un Israel. Es decir, romper unilateralmente la paz. Por lo que me dijo, la cuestión estaba en dar un paso más o no, porque entonces yo no lo sabía pero resulta que a partir de cierta edad te entran ganas de tener hijos. Otra cosa es que culturalmente los quieras tener, perdonen que me adelante un poco.

El muchacho, como buen macho alfa, la miró a los densos ojos azules y le dijo que muy bien. Palmadita en la espalda y si te vi, te vi pero no sé dónde. Así que caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Vamos, que se largó. Iba a volver, decía ella con frecuencia. Sí, claro, mujer.

Seguro.

Como era joven y torpe (ahora soy más mayor, aunque no mucho, y torpe) no tenía ni idea de por qué pasaba semejante enraizamiento en las esperanzas. Esperanza viene del latín spes y a su vez del protoindoeuropeo, y significaba inicialmente “prosperidad”. Sara quería prosperar con aquel que se marchó y desde luego no con el que le estaba escuchando cerveza en mano porque también desconocía entonces la existencia de la friendzone.

Dos noches después, tras tres litros de cerveza por cabeza y algunos whiskeys, acabamos en el Sputnik. La lamentable escena por la cual acabé bailando encima de una barra mientras sonaba Ni una sola palabra de Paulina Rubio es absolutamente innecesaria para la correcta comprensión del relato, aunque sucedió y de ello los franceses tienen su parte de culpa. Quizá más lamentable fue la escena en la cual Sara, a punto de caramelo, me miró con sus densos ojos azules. Yo la miré. Comprobamos así que no éramos ciegos aunque fuéramos como tales. Se me acercó. Abrí la boca.

Ella se echó a llorar. Que echaba de menos al muchacho.

De lo que pasó después en la noche no es necesario relatar más. En cambio, lo que tardé años en comprender fue el porqué de aquel empeño insano no solo en una persona sino en una forma de vida que no llevaba a nada. Aquello era maltrato. Si quieren un poco, de otro tipo. Había cicatrices psicológicas, aún sin llegar a estar cerradas. Hay quienes no tienen moratones, pero es maltrato llegar borracho a casa una noche sí y otra también, ser infiel, faltarle el respeto, impedirle hacer cosas, incluso trabajar o estudiar, e incluso ridiculizar sus aspiraciones, gustos o deseos.

La restricción de la persona, su desarrollo en sus aficiones, en aquello que quiera experimentar o probar, cualquier forma de limitación de la libertad ya sea mediante la manipulación, minusvaloración o mofa, es una forma de maltrato quizá más silenciosa pero igualmente presente. Es maltrato, lo miren como lo miren.

Lo terrible es lo mucho que ata el maltrato.

Desprecio, es la palabra que andaba buscando.

Fíjense que en muchas ocasiones la mujer despreciada no solo justifica el desprecio sino que llega a creerse la ridiculización de aquello que anhelaba. Aquel 12 de octubre, cuando Sara se echó a llorar, creía inocente de mí que era una parte más del proceso de amor y desamor romántico. Un invento artificial como otros tantos. Ignoraba como sí sé ahora que el maltratador manipulador es un demiurgo que moldea a su pareja a su imagen y semejanza. No hay complicidades, son sus complicidades. No hay sexo, tan solo masturbación asistida o sexo masturbatorio en dos cuerpos como dice Compte-Sponville. No hay interacción porque no son dos personas creciendo la una junta a la otra, cada una con sus particularidades sino una persona cuya falta de autoestima le lleva a convertir en parasitaria a la otra. A la fuerza, además. Ejerciendo una violencia invisible.

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Al día siguiente Sara repetía frente a la cúpula del Hôtel des Invalides que su “novio” (con alcohol se liberaba y era “ex”, sin alcohol se volvía a su autorepresión y volvía a ser su novio) tenía razón: no hacía falta tener hijos. Era incapaz de asimilar que no se trataba de eso: ¿y qué si hubieran seguido juntos y hubiera aceptado sus reglas de juego? Él no se opuso, no dijo “vamos a hablarlo”. Simplemente se marchó. Estaba esperando una oportunidad.

Mezquino, es también la otra palabra.

“Tú no lo entiendes”, me dijo. La verdad es que tenía razón. “Venir a París –continuó- no le sentó bien. No le gustaba que saliera, ni siquiera le gustaba viajar”. A mí, que parece que me patrocina una agencia de viajes, no se me ocurrió otra cosa que decirle “¿tenía miedo de que conocieras mundo?”. “No, yo creo que quería protegerme”.

Protección. El poderoso ascendente del maltratador, como un hombre que garantiza la pervivencia de la raza gracias a su violencia, a su sexualidad impresa en cada gesto lleno de testosterona, se impone sobre otros hombres. En aquel momento en el que me lo contaba yo no tenía ni idea de quién era Louann Brizendine, ni de cómo esta neuropsiquiatra ha explicado la forma en la cual un hombre violento, en sus amplias formas de violencia, verbal, física, activa o pasiva, genera un poderoso atractivo biológico en el común de las mujeres. Recalco lo de biológico porque Bataille, que murió en París, ya se paseó por la ciudad diciendo que la cultura es una forma de represión en el sentido de permitirnos encauzar los impulsos. Es decir, que una mujer no es un ser incapaz de controlarse como Abraham le dijo a otra Sara, su esposa, en el Antiguo Testamento, sino que puede perfectamente elegir.

Dos años después, Sara me escribió un correo. Me daba las gracias por haberla escuchado en aquel octubre en París. Al fin había encauzado su represión para apreciar los valores de otro hombre que la valoraba mucho más y sí quería tener una criatura con ella. En el proceso, de sus densos ojos azules emanó un río que arrasó con todo, incluyendo este puente que le escuchaba al comienzo de aquel otoño.

Me escribió indirectamente a través de nuestro amigo común Genaro Chic el psicólogo Miguel Vázquez García. “No te atrae alguien que te somete; estoy tan de acuerdo como que no hay terror en el amor, en la vida sí, remitiéndonos a los hechos diarios. Pero… la persona sometida se siente atraída por la idealización del otro: En el fondo (es decir: realmente) piensa «es buena persona» (racionalización: mecanismo de autoengaño mediante el cual mantiene la falsa creencia y hace posible que la paradoja amor-odio permanezca bajo mínimos, quiero decir sin poder-querer reconocer lo evidente). Y esta persona sometida por el otro y con un posicionamiento vital modesto (que anda por el mundo glorificando la entrega amorosa) cree que tratando de satisfacer las necesidades (egocéntricas) del otro, éste (tirano) hará… «un día del cual tengo ya el recuerdo» (Cesar Vallejo) lo mismo por mí.”

Nihil obstat.

Aarón Reyes (@tyndaro)