Hace algunos años fui a una sesión a distancia de “biblioterapia”, en una “Escuela de Vida” en la que ofertaban cursos donde se pretendía ayudar a las personas con el fin de que lidiaran con los restos emocionales que iban teniendo en su día a día. Tengo que admitir que al principio no me gustó la idea de recibir una lectura como “prescripción” médica. Generalmente he preferido emplear la casualidad en la lectura, es decir, emocionarme por encontrar algo en algún libro, sin que nadie previamente me dijera que lo leyera como solución a, o como experiencia segura de. El deleite en lo aleatorio del encuentro con los libros (en el autobús tras una ruptura, en un albergue en Damasco o en los estantes de una biblioteca semioscura, incluso en la red en vez de estar estudiando). Siempre me he guardado del proselitismo de algunos lectores: debes leer esto, te dicen, entregándote un libro con una mirada beatífica, sin tener en cuenta que los libros significan cosas diferentes para cada persona, o incluso diferentes para la misma persona en según qué momento de su vida. A mí por ejemplo me encantaron las historias de Updike sobre los arces cuando empecé la veintena y, ahora que paso de los treinta, los odio profundamente y no sabría decirles por qué.

Pero aquella sesión de biblioterapia había sido un regalo y me encontré inesperadamente disfrutando del cuestionario inicial sobre mis hábitos de lectura. Nunca me habían hecho esas preguntas antes, a pesar de que leer ficción es y siempre ha sido esencial en mi vida. Le confié al cuestionario un pequeño secreto: no me gusta tener ni comprar libros, prefiero sacarlos de una biblioteca. En respuesta a la pregunta “¿Qué le preocupa en este momento?,” me sorprendió lo que quería confesar: estoy preocupada por no tener recursos espirituales para apuntalarme a mí misma contra el inevitable dolor futuro de perder a alguien que amo. No soy religiosa, ni quiero serlo, pero me gustaría leer más acerca de las reflexiones de la gente al llegar a algún tipo de principios, la forma extraña de fe en un «ser superior» como una supervivencia emocional táctica. Simplemente responder a las preguntas me hicieron sentir mejor, más ligera.

Tuvimos algunos intercambios de opiniones bastante satisfactorios por correo electrónico, y mi biblioterapeuta buceó en mi historia familiar, mi miedo al dolor, y cuando envió su prescripción bibliomédica me encontré con unas cuantas joyas, libros los cuales nunca se me habría ocurrido leer previamente. Entre las recomendaciones estaba La Guía de Narayan. Mi biblioterapeuta me escribió que “era una historia preciosa sobre un hombre que inicia su vida laboral como guía turístico en una estación de tren en Malgudi, India, pero luego pasa por otras profesiones antes de encontrar su destino verdadero como guía espiritual.” Otra recomendación fue El evangelio según Jesucristo de Saramago, libro con el que ella se había sentido “extrañamente iluminada”: “Saramago no revela su propia postura espiritual aquí, pero retrata una versión viva y convincente de la historia que conocemos tan bien”. Henderson, el rey de la lluvia, de Saul Bellow y Siddhartha de Hermann Hesse, se encontraban asimismo entre las obras prescritas en la receta de ficción y no ficción que incluía algunos, también, como El Caso de Dios, de Karen Armstrong, y Suma, del neurocientífico David Eagleman, un “libro corto y maravilloso acerca de posibles vidas posteriores.”

Me abrí camino a través de los libros de la lista durante dos años, a mi propio ritmo, intercalados con mis propios «descubrimientos». Algunas de las ideas que extraje de estos libros me ayudaron con algo completamente diferente cuando durante meses tuve que soportar más dolor físico que emocional. Las ideas en sí eran nebulosas, como el propio aprendizaje que se suele obtener de la ficción, pero ahí radicaba su poder. En una era secular, la lectura de ficción es uno de los pocos caminos que le quedan a la trascendencia, ese estado difícil de alcanzar en el que la distancia entre el yo y el universo se contrae. La lectura de ficción te hace perder todo el sentido de ti mismo, pero a la vez te hace sentir más singularmente contigo. Como Virginia Woolf, que escribió un libro “que nos divide en dos partes” porque “la lectura consiste en la eliminación completa del ego”, al tiempo que promete una “unión perpetua” con otra mente.

La biblioterapia es un término muy amplio para la antigua práctica de fomentar la lectura con efectos terapéuticos. El primer uso del término se suele fechar en un bonito artículo de 1916 en The Atlantic Monthly, titulado “Una clínica literaria”. En él, su autor describe como tropezó con un “instituto bibliopático” dirigido por un conocido, Bagster, en el sótano de su iglesia, desde donde se distribuían recomendaciones de lectura con valor curativo. “La biblioterapia es… una nueva ciencia” explicaba Bagster. “Un libro puede ser estimulante o sedante, o irratante o soporífero. La cuestión es que hay que hacer algo con usted y usted debe saber lo que es. Un libro puede ser de la naturaleza de un jarabe o puede ser como una cataplasma de mostaza”. Para clientes de mediana edad con opiniones firmes, Bagster recomendaba la siguiente receta: “deben leer más novelas. No historias agradables que te hacen olvidarte de ti mismo. Deben buscar novelas implacables, drásticas” como las de Bernard Shaw dice. Bagster incluso habla de cómo fue llamado para curar a un paciente que tiene “sobredosis de literatura de guerra”.

Hoy en día, la biblioterapia tiene formas diferentes, desde cursos de literatura dirigidos a los reclusos de una prisión a los círculos de lectura para ancianos que sufren demencia. A veces, simplemente pueden ser sesiones personales o de grupo para lectores que se han aburrido de leer y quieren nuevos estímulos. Mi biblioterapeuta, por ejemplo, practicaba la biblioterapia “afectiva”, abogando por el carácter restaurador de la ficción. Me contaba cómo conoció a su compañero de terapia en Barcelona, hace dos décadas, unidos por compartir sentimientos comunes en las estanterías. Especialmente sobre Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino. Conforme su amistad se desarrolló, comenzaron la prescripción de novelas para calmar el dolor ajeno. “Cuando mi compañero tuvo una crisis de profesión [quería ser escritor] y se preguntaba si podría afrontar el rechazo, le receté Archy y Mehitabel de Don Marquis. Me dijo al final: si Archy, la cucaracha, se dedica a su arte de escribir poemas en verso libre cada noche en las oficinas neoyorquinas del Evening Sun, saltando de tecla en tecla, es que su sufrimiento por escribir le prepara para el sufrimiento por el arte en general”. Años después, según me contó, fue al revés y recibió la recomendación de leer Apuntes de una Exposición de Patrick Gale.

Durante años estuvieron recomendándose novelas entre sí, y a algunos amigos y familiares. Fue en 2007 cuando un viejo compañero universitario les habló de iniciar la Escuela de la Vida y le comentaron la biblioterapia. “Por lo que sabíamos, nadie lo estaba haciendo en esa forma en el momento”, me dijo. “La biblioterapia, si existiera de hecho, tendía a estar basada en un contexto más médico, con énfasis en los libros de autoayuda. Pero estábamos dedicados a la ficción como la cura definitiva, ya que da a los lectores una experiencia transformadora».

Según Berthoud y Elderkin, la biblioterapia existe desde los griegos, argumentando que por eso en la Biblioteca de Tebas ponía en su entrada “Lugar de curación para el alma”. La práctica habría tenido un punto álgido cuando Freud comenzó a utilizar la literatura durante sesiones de psicoanálisis. Después de la Primera Guerra Mundial, los soldados que regresaban con traumas eran tratados con cursos de lectura. “Los bibliotecarios recibieron cursos de cómo recetar libros a los veteranos de guerra, y las novelas de Jane Austen fueron utilizadas con fines terapéuticos en el Reino Unido”, dice Elderkin. Más tarde, se empleó la biblioterapia en hospitales y bibliotecas y actualmente ha sido retomada por psicólogos, trabajadores sociales y médicos como forma alternativa de tratamiento.

Puede parecer excéntrico pero Berthoud y Elderkin dirigen una red de biblioterapeutas seleccionados y entrenados para la Escuela de la Vida a lo largo de todo el mundo. La mayoría de las veces suelen tratar baches en carreras profesionales, depresiones en las relaciones interpersonales, gente que sufre un duelo. Los biblioterapéutas observan con mucha frecuencia jubilados que saben que tienen casi dos décadas por delante sin saber qué hacer, o padres primerizos que no saben cómo comportarse. Este último es un caso real en el que, según me comentó mi biblioterapéuta, le recomendó Temperatura ambiente de Nicholson Baker y Matar a un ruiseñor por el papel de padre perfecto que ejerce Atticus Finch.

Berthoud y Elderkin también son las autoras de The Novel Cure: An A to Z of Literary Remedies, que está escrito a modo de diccionario médico («fracaso, sintiéndose como un») con curas de lectura recomendada (La Historia del señor Polly , de HG Wells). Salió en 2013 en el Reino Unido y por el momento se ha publicado en casi dos decenas de países, en España por supuesto no. Quizá porque existe una cláusula en el contrato editorial por el cual el editor local y un especialista en lecturas recomendadas pueden cambiar hasta un 25% del contenido para adaptarse a los lectores de cada país con libros de escritores nativos. Por ejemplo, en la edición holandesa existe una dolencia que es «tener una opinión demasiado elevada de su propio hijo»; en la edición india, «orinar en público» y «el grillo, la obsesión con» están incluidos; los italianos introdujeron «impotencia», «miedo a las autopistas», y «deseo de embalsamar»; y los alemanes añadieron «odiar el mundo» y «odiar a los partidos.»

Para todos esos ávidos lectores que se han ido automedicando con libros durante toda su vida, no debe ser ninguna sorpresa enterarse que la lectura puede ser buena para su salud mental y sus relaciones con los demás. Lo que va sorprendiendo es el modo en el cual van quedando claros los mecanismos mentales en los que funciona. Desde el descubrimiento, a mediados de los 90, de las neuronas espejo que graban en nuestro cerebro nuestras acciones y las de los demás, la empatía ha ido conceptualizándose de un modo más claro. Un estudio de 2011 mostró que, cuando la gente lee acerca de una experiencia, muestran la misma estimulación dentro de las mismas regiones neurológicas exactamente como si la pasaran ellos mismos. Usamos las mismas redes cerebrales cuando estamos leyendo historias y cuando estamos tratando de adivinar los sentimientos de otra persona.

Otros estudios publicados en 2006 y 2009 mostraron algo similar, que las personas que leen ficción tienden a ser mejores empáticamente con los demás. Y, en 2013, un influyente estudio publicado en Science encontró que la lectura de ficción literaria (en lugar de la ficción popular o no ficción literaria) daban mejores resultados en los participantes en pruebas que miden la percepción social y la empatía, que son cruciales para la «teoría de la mente»: la capacidad de adivinar con exactitud lo que otro ser humano podría estar pensando o sintiendo.

Keith Oatley, profesor, novelista y emérito de psicología cognitiva en la Universidad de Toronto, ha dirigido durante muchos años un grupo de investigación interesado en la psicología de la ficción. «Hemos comenzado a mostrar cómo se produce la identificación con los personajes de ficción, cómo el arte literario puede mejorar las habilidades sociales, la forma en que nos puede mover emocionalmente, y puede provocar cambios en la percepción del individuo», escribió en su libro de 2011, La misma materia que los sueños. “La ficción es una especie de simulación, una que no funciona en ordenadores, sino en la mente: una simulación de uno mismo en sus interacciones con los demás en el mundo social … Con base en la experiencia, y que implica ser capaz de pensar de los futuros posibles”. Esta idea se hace eco de una creencia largamente sostenida entre escritores y lectores acerca de que los libros son los mejores tipos de amigos; nos dan la oportunidad de ensayar para las interacciones con otros en el mundo, sin hacer ningún daño duradero. En su ensayo Sobre la lectura, Marcel Proust dice muy bien: «Con los libros no hay sociabilidad forzada. Si pasamos la noche con los amigos-libros es porque realmente queremos. Cuando los dejamos, lo hacemos con pesar y no hay ninguno de esos pensamientos que echan a perder la amistad: ‘¿Qué piensan de nosotros? «-» ¿Nos equivocamos y decimos algo por falta de tacto? -ni existe la inquietud de ser olvidado a causa de los desplazamientos por otra persona».

George Eliot, que se rumorea que ha superado su dolor por la pérdida de su compañero de vida a través de un programa de lectura guiada con un joven que se convirtió en su marido, cree que «el arte es lo más parecido a la vida; es un modo de amplificar la experiencia y ampliar nuestro contacto con nuestros semejantes más allá de los límites de nuestro destino personal». Pero no todo el mundo está de acuerdo con esta caracterización de la lectura de ficción como algo que tiene la capacidad de hacer que nos comportamos mejor en la vida real. En su libro de 2007, La empatía y la novela, Suzanne Keen se muestra en desacuerdo con esta «hipótesis de la empatía-altruismo», y es escéptica acerca de si las conexiones empáticas que surgen en la lectura de ficción se traducen realmente en un comportamiento altruista. También señala lo difícil que es demostrar realmente tal hipótesis. «Los libros no pueden hacer el cambio por sí mismos, y no todo el mundo se siente seguro de que deberían cambiar», escribe Keen. «Como cualquier ratón de biblioteca sabe, los lectores también pueden parecer antisociales e indolentes. La lectura de la novela no es un deporte de equipo. En cambio, debemos disfrutar de lo que la ficción nos da, que es una liberación de la obligación moral de sentir algo por personajes inventados, como si se tratara de un verdadero ser humano, que vive en el dolor o el sufrimiento que, paradójicamente, pueden sentir los lectores y eso les llevan a situaciones donde «responden con mayor empatía a una situación irreal y caracteres debido a la ficcionalidad de la protección». Keen apoya sin reservas los beneficios para la salud personal de una experiencia de inmersión como la lectura, lo que «permite un escape de lo ordinario, de las presiones cotidianas».

Así que incluso si usted no está de acuerdo en que la literatura de ficción nos hace que tratemos mejor a los demás, es una manera de tratarnos mejor a nosotros mismos. La lectura se ha demostrado que pone nuestro cerebro en un estado de trance placentero, similar a la meditación, y trae los mismos beneficios de salud que la relajación profunda y calma interior. Los lectores habituales duermen mejor, tienen niveles más bajos de estrés, mayor autoestima y menores tasas de depresión que los no lectores. «La ficción y la poesía son las dosis, los medicamentos,» dice la escritora Jeanette Winterson. “Lo que cura es la ruptura de la realidad con la imaginación”.

Una de las enfermedades que se describen en The Novel Cure es la del lector «abrumado por el número de libros en el mundo». Elderkin dice que este es uno de los males más comunes de los lectores modernos, y que sigue siendo una motivación importante para ella y el trabajo de Berthoud como biblioterapeutas. Un mal que se puede extender a toda la producción y el consumo cultural de la actualidad: es tal la cantidad de cine, música, fotografía o libros que la incitación a su consumo está creando un nuevo tipo de ansiedad. «Sentimos que aunque se publican más libros que nunca, la gente está, de hecho, seleccionando cada vez menos. Miras las listas de lectura de la mayoría de los clubes de lectura, y puedes encontrar los mismos libros, los que se han publicitado en la prensa. Si realmente calcula cuántos libros ha leído en un año y cuántos puede leer antes de morirse, verá que tiene que ser más selectivo». ¿Y la mejor manera de hacerlo? Tome algunas líneas de Tito Andrónico de Shakespeare: » ven y elige entre todos los de mi biblioteca, y engaña así tus penas…”.

Noelia Arlandis