Tengo grabada en la mente la sonrisa patológica de Eckhart Tolle. Es una sonrisa inquietante, inexpresiva, siniestra, capaz de exasperar al más paciente de los mortales. Es una sonrisa nacida en un enigma. Es una sonrisa digna de un programa especial de Cuarto Milenio. Y, lo que es peor, es una sonrisa que sirve de guía espiritual a millones de personas. Asúmanlo, la penúltima corriente de creencias invertebradas se ha apoderado del mundo: bienvenidos a la ultra-positividad.

ISAIAH BERLIN TENÍA RAZÓN

Me quedaba un mes y medio para licenciarme. Asistir a clase comenzaba a tomar el halo melancólico del tiempo que se escapa. El aula estaba llena de estudiantes imberbes y el calor apretaba. Me senté como otras tantas veces en la penúltima banca del fondo, solo, discreto. Ser fiel a uno mismo tiene bastante de soledad, especialmente si tus gustos se crían en la heterodoxia (estudiar pensamiento político del siglo XX no es precisamente sinónimo de popularidad). Para mi consuelo, el profesor Lazo siempre aparecía puntual. Con porte señorial, su presencia inspiraba un silencio instantáneo. Disfrutando de ese instante de tranquilidad previa a la tormenta de ideas, Don Alfonso ordenaba parsimonioso sus notas. Mientras, yo cuadraba mis cuatro folios con el borde superior de la mesa, afilaba mi par de bolígrafos (azul y rojo, para evitar suspicacias ideológicas) y desengrasaba el portaminas por si brotaba alguna genialidad inconexa. Teníamos dos horas por delante para disfrutar.

Escuchar hablar a Alfonso Lazo es una de esas experiencias imprescindibles que te roba la fe en la humanidad pero te devuelve la esperanza en los hombres individuales, concretos y sabios. La inteligencia es amoral, contradictoria. Estudiar Historia exige empatizar con la crueldad del ser humano aunque no se simpatice con ella. Y la asignatura estaba construida sobre esos preceptos. Recorrer las ideas y la vida de quienes han marcado las directrices del pensamiento contemporáneo en la voz de Lazo era hacer un viaje intelectual ajeno a la corrección política y a tabúes preconcebidos. Ciencia pura, sin complejos. De la traición de Sartre, el existencialista que en su lecho de muerte abrazaba la idea de un Dios sobrenatural, a las vinculaciones de Mircea Eliade con la Guardia de Hierro. No había adornos ni paréntesis púdicos, únicamente un discurso articulado en la sencillez inabarcable de un anillo. Humildes pero desgarradoramente veraces, los matices que Lazo descubría en sus enseñanzas eran puñales azotando la mente. El cerebro, al fin y al cabo, está para desafiarlo.

Aquella mañana el temario estrenaba final. Atrás habían quedado la Sociedad Fabiana y el Eurocomunismo, la socialdemocracia alemana y el elitismo de Pareto. Nos había alcanzado, también en la asignatura, la postmodernidad. Un esquema en la pizarra ayudaba a organizar los contenidos y una breve biografía académica de Isaiah Berlin los introducía. La verdad, de la mano de los avances en física cuántica y la decadencia de Occidente (las ocurrencias de Spengler), se había vuelto incognoscible. Dios había muerto hacía tiempo, al igual que Marx, y el racionalismo estaba muy malito. Un nuevo orden de Estados omnipotentes pero sometidos a entidades ajenas al control democrático había igualado a todos… por abajo. Había nacido el pensamiento débil.

Pese al tono melancólico de Lazo, cuando estudiaba no fui consciente de la repercusión social e intelectual de las ideas que me presentaron esas últimas semanas de clase. Con 22 años falta sentido práctico y sobra seducción. Era más romántico buscar la playa bajo los adoquines del boulevard Saint Michel que vislumbrar las incoherencias de la contemporaneidad.

Exactamente diez años después me vi releyendo, entre la admiración y estupor, aquellos apuntes. Y era como soportar la mirada incesante del espejo. Mi sociedad era la descrita por Berlin, la expuesta por Alfonso Lazo en sus clases. Perdida la referencia de la verdad (y por extensión, de la belleza), todas las opiniones sirven, todo vale. Los individuos, únicos y especiales independientemente de sus obras, formación o inteligencia, valen todos por igual. Los imaginarios individuales son etéreos, pueriles, débiles. El pensamiento se ha reblandecido hasta el extremo de reducirse a ciento cuarenta caracteres. Filosofar es acumular un conjunto de eslóganes panfletarios, una lucha de pancartas que se agitan y tuitean fervorosamente.

Cuando el estado del bienestar modeló a la clase media muy pocos entendieron que se estaba fabricando a un humano universal y orweliano: el hombre-consumidor, aquel cuyos méritos y prestigio se definían no tanto por lo que hacía o era sino por lo que era capaz de consumir. Y como cualquiera es capaz de consumir, ¿quién es nadie para negarle la opinión a un consumidor? El cliente siempre lleva la razón. Todas las ideas tienen el mismo valor. Una elaborada explicación científica vale lo mismo que la superstición irracional. El Relativismo triunfa en cada conversación, en cada debate. Yo he presenciado como una mujer con carrera le aseveraba a una bióloga que el pelo crece más rápido cuando se corta con luna nueva. Yo he visto a una frutera recetar anti-depresivos ignorando la prescripción del médico. Yo he escuchado a una profesora universitaria presumir de no haber leído un libro desde que se doctoró (que fue cuando Salomé vivía cantando). Yo he sufrido a una madre revisando un examen porque no era un error responder que la I República había tenido cuatro reyes. Cualquier presupuesto es relativo, hasta los absolutos.

LA FRUSTRACIÓN NACE DEL EROS

Eros es caprichoso. Desaparece cuando se consuma y renace siempre con una forma nueva. Nunca se satisface porque al satisfacerse muere y se reencarna. Mirándome en el cristal verde turquesa de mis gafas de espejo lo he comprobado. Soy hijo de mi tiempo aunque me empeñe en diferenciarme de la media (la media, por suerte para mi ego, está por los suelos). Tengo una lista de caprichos absurdos por hacer y cosas bonitas por comprar. La imposibilidad de ir eliminando deseos de la lista, de saciarlos, me genera frustración. Soy desilusionantemente simple.

La medicina para superar esta maldición del deseo inagotable es generar filias, vínculos que vayan más allá de la apetencia. Se puede incluso aspirar al agapé, eso que está por encima del propio ser, aquello por lo que uno está dispuesto a sacrificarse. Ni el sexo ni la muerte, como titulaba Comte-Sponville. La cura es ser parte de una obra trascendente que rebasa los límites del individuo. La salvación es la creación que, por momentos, te aproxima a la eternidad.

Sin embargo, la creación, como la belleza y la verdad, duele (pregúntele a una mujer que ha parido). Una sociedad hedonista cuya única meta es la felicidad inmediata no tiene capacidad de elaborar composiciones desgarradoras, simplemente disfruta el instante. Es el ya y el ahora, el gozo inmediato. Zapear por los canales de la televisión digital terrestre es la mayor y más precisa alegoría de nuestro mundo. Los coches auguran libertad y una joven muchacha en el asiento del copiloto, los perfumes venden un estereotipo de elegancia hollywoodiense y las marcas de dentífrico una blanca sonrisa conquistadora. Ligar es tan sencillo como híper-muscularse en un gimnasio y sentarse en un sillón a esperar que mujeres de pechos operados hagan cola. Y viceversa. Los ídolos son hologramas sin excelencia cuyos méritos se reducen a correr detrás de una pelota, figuras mitológicas pero terriblemente humanas cuyo trabajo tiene su inmediata recompensa en forma renovaciones multimillonarias.

El problema es cuando las promesas, camufladas en versiones aceleradas de canciones rancias, no se cumplen. El paraíso es solo un truco y la rutina no es tan dorada como la pintan. La impotencia se apodera de personas desgarradas al descubrir que debajo de la pátina brillante de la publicidad no hay nada. Niente. Enfrascados en una espiral materialista prefabricada, la persona se topa con la ausencia de un imaginario vertebrado de creencias y con la falta de un proyecto vital que sentido a su existencia. Y se da cuenta que no es más que un puñado de marcas en las que ha tratado, sin éxito, de personificarse. Comprar un IPhone no te hace moderno y sofisticado, te hace alguien con un teléfono moderno y sofisticado. Calzar unas botas Nike no te convierte en pichichi de la Liga, sigues siendo el mismo paquete pero con unos zapatos iguales a los de un goleador estrella. La consumación del deseo no ha llevado a la satisfacción sino a la desolación de la mentira. Entonces, acostumbrados a las soluciones fáciles y sin preparación para ir más allá del eros, ¿dónde se halla la respuesta?

ULTRA-POSITIVIDAD, NEGATIVISMO INDIGADO Y OTRAS DICTADURAS

Quien lo probó, lo sabe. No es motivo para estar orgulloso pero antes de ser acusado de no haber experimentado prefiero confesar mis pecados. Yo fui un negativo indignado en Facebook y un proyecto de coach ultra-positivo en la vida real. Gajes del pasado. El fracaso te impulsa a buscar refugio en ideas simples que no obliguen a ser continuamente revisadas. Lo superfluo resiste la derrota porque no hace auto-crítica o, si la hace, es para reafirmarse.

La negatividad fue simplemente un juego. Leer la prensa nada más despertarse levanta un cabreo directamente proporcional a la cantidad de noticias analizadas. La corrupción ya no chorreaba como en los años de bonanza y empezaba a oler la porquería de debajo de la alfombra. Disparar contra todo denunciando barbaridades políticas proporciona cierta superioridad moral, una falsa sensación de integridad que parece ponerte por encima del bien y mal. “Yo, moralista integral”, decía una etiqueta metafórica grabada en mi perfil. Como artículos sobre desfalcos y mangazos varios poblaban diariamente mi muro acabé adquiriendo cierta fama (con mucha guasa) como azote del mal. Pero me aburrí. Ser moralista es un rollo porque no te permite pensar en libertad. Además, te acerca peligrosamente a la hipocresía porque, como es lógico en una cultura católica mediterránea, no predicas con el ejemplo. Atrincherado en una barrera de botellines vacíos, decidí abandonar este testarudo ejercicio cuando un compañero de esta su revista amiga sentenció entre vapores etílicos la siguiente frase lapidaria: “quejarse no cambia nada, por eso no prohíben las protestas en las redes sociales, porque solo los hechos cambian las cosas”.

Hace ya un par de años de esto. La indignación no dejaba de ser una excusa para no moverse. Estar quejoso limita la capacidad de acción, desgasta. Para colmo, Internet mudó a una suerte de barra de bar donde dos viejos amigos discuten a gritos mientras no hacen nada. Yo ya había llegado a ese punto en la vida en el cual necesitaba cambiar cosas y no limitarme al tañer las campanas de la irritación. La maldita manía de hacerse viejo.

Pese a haber apostatado de sus principios, debo reconocer que el negativismo indignado me sigue resultando gracioso. Desde las pitadas a los himnos a las ceremonias de coronación en los ayuntamientos, España da mucho de sí y, de no ser la estupidez de este país desideologizado, la exacerbada crítica destructiva podría llegar hasta a resultar útil. Más antipatía tengo a la ultra-positividad, probablemente porque me costó demasiadas cicatrices y una lucha sin cuartel contra mi propia naturaleza. Lo he escrito muchas veces, no se puede atentar contra uno mismo sin destruirse.

La ultra-positividad, por si no lo han reconocido todavía, es esa nueva secta cuyo credo consiste en pregonar la felicidad propia con frases motivadoras. Todo aderezado con un conjunto de preceptos celestiales, términos cacofónicos carentes de contenido y obviedades decoradas con algún concepto en inglés. Como el negativismo indignado y otras religiones de la new age, nace de la frustración. Sin inteligencia para encajar con madurez los golpes de la vida, la ultra-positividad difunde mantras optimistas carentes de mensaje real que permiten dar respuesta a todo. Son lemas simples, fácilmente suscritos por cualquiera, amables, no amenazantes y, por supuesto, planos. Añadan un hervor en la olla del pensamiento débil y mézclenlo con la relatividad del todo vale lo mismo, tendrán garantizado el triunfo de esta nueva fe.

Los gurús de la ultra-positividad son, principalmente, psicólogos, pedagogos, entrenadores y, curiosamente, economistas (no todos, obviamente). Con una capacidad innata para explotar las debilidades ajenas, se convierten en asistentes de lujo que generan dependencia de su mensaje, un mito de eterno retorno a la tierra prometida. Su habilidad reside en engendrar meta-conceptos pseudo-racionales que proporcionan respuestas sensibleras que no resisten el más mínimo análisis. Es la gallina de los huevos de oro que pare best sellers y abarrota salones de conferencias en una sociedad que busca profetas en lugar de confeccionarse su propia estructura mental, su propio porvenir. Resulta estremecedor observar el piadoso fervor con que los parroquianos preguntan a Eckhart Tolle mientras este, con tono de superioridad, guía a su rebaño. Manipulando sentimientos, genera experiencias fútiles de vínculos artificiosos que se hunden al primer conflicto. Y vuelta a empezar. No existe el dolor, solo la felicidad. No hay fracaso, solo vías para transitar. Huxley ha resucitado.

IMGP8286

UNA MIERDA ES UNA MIERDA O LA DICTADURA DE LAS PEQUEÑAS COSAS

“Si te has despertado con el pie izquierdo, apóyate en el derecho”. Así rezaba uno de los principios motivadores que me tiraron a la cara no hace mucho tiempo. Pero si te apoyas solamente en el pie derecho, no dejas de ser un cojo. Indudablemente, la actitud positiva ayuda a afrontar la insoportable levedad del ser sin incrustarse en la sien una bala del calibre 22. El inconveniente mana cuando la ultra-positividad muda a una función manida que enmascara la realidad. Una mierda es una mierda aunque la pintes de rosa y sonrías al olerla. Estancarse en ver siempre el lado positivo de las cosas es una manera de legitimar la propia mediocridad y de enaltecer el yo consumidor que únicamente aspira a asumir sus límites. Es resignarse a una predestinación ordenada donde no somos responsables de nada. Es negar la culpa, figurar inmaculada la lista de errores, dejar en blanco el compromiso con el mañana. Es la consumación del conformismo, siempre tan repleta de ejemplos. Es el egoísmo hedonista del placer.

Hace unas noches, el mismo compañero de esta su revista amiga (aquí no nos aburrimos) discutía con una muchacha sobre la preocupación que le producía no conocer su destino laboral del año próximo. Ella, con una sonrisa de oreja a oreja, le espetaba a vivir el momento sin importarle el mañana, sin pudor en añadir adjetivos calificativos como amargado o frustrado. Él, cuando no pudo más, sacó al Jep Gambardella que lleva dentro para contratacar:

-Tengo miedo porque aquí tengo amigos, proyectos, anhelos. Obviamente si me mandan fuera lo afrontaré, pero eso no es óbice para ignorar todas las posibilidades que pierdo, todo el futuro que dejo atrás. Incluso para cambiar de trabajo. Vivir en un absoluto presente es despreciar el futuro y quien desprecia el futuro es porque no lo tiene”.

Ella, como en el soneto cervantino, “caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. La dictadura de la ultra-positividad no admite a los herejes. La felicidad debe ser inquebrantable.

Mas, ¿qué es la felicidad? Si yo tuviera la respuesta no escribiría en una revista, habría fundado una Iglesia.  Una sentencia vocea que “todo el mundo trata de realizar algo grande, sin darse cuenta de que la vida se compone de cosas pequeñas». Cuando me adoctrinaban para ser emprendedor, sacerdotes de la causa me mostraron múltiples caminos. Ninguno me satisfizo. Todos llevaban a ninguna parte. La sacralización de lo intrascendente ayudaba a afrontar el día a día pero nublaba el sentido holístico de la vida. Limitaba, encorsetaba, empobrecía.

Por fortuna, la felicidad no es una idea unívoca y las veredas para alcanzarla tampoco. Concentrarse en el presente, en la magia de las pequeñas cosas (quizás el error esté en medir las cosas por su tamaño y no por su cantidad de ser) estaba bien pero yo sentía que vivir era algo más trascendente e incontrolable, probablemente superior a mí, incognoscible. Y no quería morir sin intentarlo.

Negar una cosa no significa que no exista. Podemos crearnos la ficción de controlar nuestro destino reduciéndolo a cuestiones simples, sentir la necesidad de ser correspondidos por el cosmos. Pero una acción positiva no atrae a otra. El karma es asimétrico. La gente buena sufre y los malos ganan. El universo es injustamente caótico. Resulta anecdótico abjurar de lo que temes y sublimar lo controlable para, precisamente, huir del miedo. Cuentan que “hay a quiénes la positividad reflejada, ya sea en palabras, hechos, personas o incluso objetos, les abre la sensibilidad a lo positivo”. También dicen que “de lo que se siembra (o de lo que se alimenta uno) se obtiene una ganancia equivalente”. Yo no lo pienso así. El esfuerzo no garantiza la recompensa (aunque haya que esforzarse). Cualquier persona con espíritu científico debe tener un imaginario intelectual suficientemente complejo como para huir de ese tipo de simplezas. Ser inteligente, más allá de paranoias emocionales, implica aceptar que el dolor y el fracaso son posibilidades tan reales como la sonrisa. No es soberbia (aunque después de este artículo seguro que perdemos unos cuantos seguidores), es sentido crítico. Me niego a asumir que todo sea tan terroríficamente ingenuo. Lazo debe estar por encima de Tolle. Si no fuera así, nada tendría sentido. Salvo la sonrisa de Eckhart Tolle.

Francisco Huesa (@currohuesa)