I

SUEÑOS DE CARNICEROS, PESADILLAS DE CAZADORES

Me encantan las guías.
Colecciono guías de todo tipo, no solo de viajes. Tengo guías para hacer pasteles, guías para exprimir todo el potencial a las piezas de Lego, guías para reparar camiones de transporte para largas distancias, guías de pájaros, guías de dibujo artístico con pompas de jabón, guías de escenas del crimen y cómo disfrutarlas. Hasta tengo la guía Definitiva Total Para La Perpetuidad, que es el The Unexpurgated Code: A Complete Manual of Survival & Manners de James Patrick Donleavy, un autor al que habría que levantar un altar de mármol con pebeteros en permanente combustión flamígera custodiados por una legión acorazada las veinticuatro horas.
Hace un tiempo cayó en mis manos una guía Lonely Planet sobre micronaciones (The Lonely Planet Guide to Home-Made Nations, 2006), una sesuda recopilación de fulanos inflamados por el espíritu secesionista que un buen día decidieron separarse de su patria, del continente y hasta de la realidad física y palpable. Algunos lo hicieron consumidos por una rabia azteca contra no se sabe muy bien qué o quienes, otros por pura diversión, otros por marcarse un Gerard Depardieu y exhibir gentilmente el dedo corazón al sistema de impuestos de la metrópoli opresora, otros porque, poseídos por el fantasma de Friedrich Ratzlel, decidieron que el patio de atrás sudaba espacio vital por los cuatro costados y había que tomar cartas en el asunto antes de que se le fuera la mano con los judíos. Y alguno incluso levantó su propio reino-islote para proteger inventos potencialmente deflagrantes o simplemente poner a prueba al gobierno austriaco.

¿Cómo? ¿Qué oigo allá en la lontananza? ¿Qué se les antoja una pasarela de chiflados y procastinadores empedernidos? No tan rápido. La existencia, reivindicación y supervivencia de estas micronaciones supone, visto con detalle y sin vena inflamada, uno de los cuestionamientos más interesantes al concepto propio de qué narices es un Estado, debate que en España nos hemos encargado de colocar a la altura intelectual del análisis sobre si Lionel Messi padece algún tipo de retardo mental o hasta qué punto Leticia Sabater no forma parte de la familia del Homo Erectus.

La mayoría de las micronaciones defienden su derecho a ser consideradas entidades estatales basándose en la Convención de Montevideo, un tratado con el que Estados Unidos pretendía jugar el papel de novio arrepentido, apretar los dientes y asegurar que no iba a plantar sus muy macizas gónadas en los asuntos del resto de vecinos. Era 1933, un día después de Navidad, el espíritu del Señor lo invadía todo y diecinueve países americanos acordaron que para ser estado y, por ende, tener derecho a que no te metan el dedo en el ojo así porque sí, bastaba con tener:

  • Población permanente
    · Territorio delimitado
    · Un gobierno definido
    · Capacidad para establecer relaciones con otros gobiernos

Estos requisitos pasaron a formar parte del Derecho Internacional consuetudinario, lo que significa que, técnicamente hablando, cualquier micronación que cumpla con esos cuatro requisitos (independientemente de la estabilidad mental de su fundador o del tamaño de su habitación o su cañón antiaéreo casero) puede calificarse sin faltar a la verdad como un auténtico estado.

¿Que algunos aguafiestas se oponen a la celebración del yo me lo guiso yo me lo como independentista? Pues también. Y normalmente lo hacen basándose en una de las armas de destrucción masiva más venenosas e infectas paridas por el ser humano: la tradición. O, en este caso, la Teoría Constitutiva de Estado, unas reglas del juego redactadas en una época tan proclive al entendimiento y la armonía entre los pueblos  como 1815. Durante el Congreso de Viena de ese año se estableció que un estado solo podría alcanzar dicho estatuto mediante el reconocimiento de una o varias potencias mundiales. Como si esto fuera el Premio Planeta o los Goya, cualquier aspiración estatal marginal, independiente o simplemente contraria a los intereses de los grandes caciques europeos tenía las mismas posibilidades de prosperar que las de Stephen Hawking de ganar un Pentatlón Olímpico.

Sin embargo, resulta gracioso que países como Suiza o la propia Unión Europea fundamenten oficialmente su existencia en buena medida aludiendo a los principios recogidos en la Convención de Montevideo. Lo que de nuevo demuestra que, quizá, ese señor en bata y con una corona de plástico y un centro de palo rematado en cabeza de cerdo del final de su calle quizá sea más listo de lo que usted se pensó en un principio.

Por eso esta no es una simple lista de pirados con embudo en la cabeza. No señor. Pioneros, héroes, desquiciados, eruditos pedantérrimos, terroristas descafeinados, sacacuartos inmisericordes, lo que les apetezca, pero esta gente está amparada por el derecho internacional y una envidiable falta de vergüenza y pasión por lo que hacen. He aquí una selección personalísima y sin criterio u orden alguno de los imperios, reinos, colonias sedicionistas, amenazas para la democracia occidental tal como la conocemos y chalupadas nacionalistas de salón favoritas de este su devoto juntaletras:

PRINCIPADO DE SEALAND
(E mare libertas / Del mar, la libertad)

La más famosa e infame de entre las micronaciones, Sealand no es más que una fortaleza defensiva del ejército británico a diez kilómetros de la costa suroriental de Gran Bretaña. Construida durante la Segunda Guerra Mundial y abandonada en cuanto los nazis aceptaron que la batalla se ganaría siendo funcionario en el Parlamento Europeo, la Plataforma Antiaérea de Rough fue tomada  en 1966 por un par de operadores de radios piratas: Paddy Roy Bates, de Radio Essex y Ronan O´Rahilly, de la más conocida Radio Caroline (y sobre la que existe una película, The Boat That Rocked,dirigida por Richard Curtis, el tipo detrás de tótems como La Víbora Negra, Mr. Bean o las revanchas anglosajona contra Europa en forma de Hugh Grant.)
Nobles fueron los comienzos, con ambos operadores dispuestos a convertir el mazacote de hormigón en mitad del mar en un “centro de recuperación de showmans quemados”. Surgieron las diferencias, Bates le dio la real y muy soberana patada a O´Rahilly y se hizo con el control de la torre. Don Radio Caroline no se iba a quedar de brazos cruzados: a mediados de 1967 trataría de reconquistar la base comandando un equipo de asalto compuesto por la tripulación de su propio barco-emisora pirata. Lo que no se esperaban O´Rahilly ni sus locutores y técnicos fue que Bates se armara hasta los dientes con tal de defenderse de futuros invasores. Según cuentan los autores de la guía, desde la torre comenzaron a dispararse armas de fuego, bombas de petróleo y hasta un lanzallamas. Evidentemente, la milicia de Radio Caroline ahuecó el ala rauda y veloz ante semejante recreación ultrafidedigna de una mañana muy Charlie en Saigón.

Prince-Roy
Merece la pena contar un poco la vida de Bates previa a 1967: quinceañero voluntario en las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil, antiguo mayor de la armada británica con experiencia en la Batalla de Monte Cassino ,norte de África, Iraq y Siria, capturado por los fascistas en la isla de Rodas después de estrellarse con su avioneta y vuelto a capturar mientras intentaba escapar en un bote de remos, mordido por una serpiente, afectado de malaria, desfigurado por una granada alemana (“el cirujano me dijo que me fuera haciendo a la idea de que jamás tendría novia o esposa”). Tras la guerra se dedica a pasar de contrabando carne desde la República de Irlanda a Irlanda del Norte, donde las reservas se habían racionado. Más tarde ve negocio en la importación de látex desde Malasia para la fabricación de aletas de natación. Luego la mar le sigue tirando y forma su propia flota pesquera, así como cadenas de carnicerías, venta de carne al por mayor y agencias inmobiliarias. Además, ya le había cogido el gusto a esto de tomar por las buenas bases británicas abandonadas: en 1965 formó parte del equipo de Radio City que tomó la torre John Knock, una de tantas que componían las fortalezas marinas de Maunsell y a pocas millas de la futura torre posteriormente conocida como Sealand. Sin embargo, en esta vida la suerte se distribuye con la gracia de un cubo de agua perforado por todas partes y el talento de Bates para ocupar y defender a tiro limpio un cacho de cemento flotante compensaba su ineptitud para mantenerse en las ondas más de dos años seguidos. Eso sí, cuenta con el honor de haber sido el primer operador de radio en emitir 24 horas ininterrumpidas de rock en una época en que la música del Príncipe de las Tinieblas y el Condado del Vicio estaba limitada en Gran Bretaña a 45 minutos diarios.

Sealand cañon

Volvamos a 1967.

Bates y su familia acaban de felicitarse por el olor del Napalm por la mañana. En septiembre de ese mismo año, la Armada Real Británica se pone en alerta ante las noticias de una antigua estructura militar ocupada por lunáticos armados con lanzallamas. Cuando se acercan, Bates se niega a rendirse, declarando oficialmente el Principado de Sealand. Para celebrar la proclamación, a Michael, hijo del eminente príncipe sealandiano, no se le ocurre otra cosa que montarse en un barco y liarse a tiros desde la borda contra los buques de la armada inglesa. Poco después el hijo del príncipe explicaría que lo hizo motivado por “los degradantes comentarios” que los  soldados británicos le dedicaron a su hermana. Hombres, el mar y largas jornadas al atardecer, ya se sabe.
Poco después, en 1968, como en la isla no crecen latas de Heinz del cemento, Bates y su hijo serían arrestados en uno de sus viajes de vuelta a Inglaterra, acusados de todos los delitos imaginables relacionados con la tenencia de armas de fuego y el uso de esas armas contra locutores piratas y oficiales de la marina. Y aquí llega la parte en que la marina y el gobierno se quedan con un palmo de narices: el juez encargado del caso dictamina que la plataforma de Sealand se encuentra fuera de los límites de cualquier control territorial por parte de Gran Bretaña, por lo que Bates y su familia quedan exentos de cualquier cargo y, además, sienta un precedente de total desentendimiento por parte del gobierno en futuros disparos de advertencia o tiro deportivo al naufrago.
Vienen los años prósperos. Bates diseña la bandera, redacta la constitución, pone en circulación su propia moneda, crea sus propios pasaportes y sellos y, como todo déspota moderno y campechano que se precie, se enfrenta a su primer (y por el momento último) golpe de Estado. Estamos en 1978 y el primer ministro de Sealand, el empresario Alexander Achenbach decide continuar con la ancestral tradición sealandesa de apropiarse de las cosas apelando a la ley del testículo más grande. Recluta a una banda de mercenarios holandeses y austriacos, alquilan lanchas, motos de agua y un helicóptero y ahí van, dispuestos a darlo todo por la patria. Al parecer, Achenbach, inundado por el espíritu de tantos y tantos centinelas de occidente, actuó movido por los rumores poco fundados de la inminente venta de la base. Con el primogénito del príncipe tomado como rehén, el primer ministro se las prometía muy felices hasta que descubrió que lo barato sale caro y que sus Malditos Bastardos austroholandeses tiraron las armas a la primera de cambio, nada más sobrevenirles la furia otomana del príncipe Roy Bates y su pelotón de contraataque encabezado ni más ni menos que, cuidadito lorito, por un helicóptero de combate pilotado por el doble de las escenas de acción de James Bond. Con Sealand de nuevo bajo control, Bates debió de reírse lo suyo cuando el gobierno de los Países Bajos, la RFA y Austria solicitaron la intervención inmediata de Inglaterra en la liberación de los mercenarios, con el ejecutivo inglés remitiéndose en un demoledor encogimiento de hombros a la resolución de 1968. Si, esa que dice que lo que ocurre en Sealand no sale de Sealand. Por suerte para los rehenes, Bates todavía no se pasó las leyes internacionales por el forro escrotal, liberando a todos los implicados que no tuvieran pasaporte sealandés y, por tanto, no pudieran someterse a la justicia del principado. Solo un hombre contaba con tal documento: Alexander Achenbarg, primer ministro y ahora miserable traidor cubierto de gloria.
Paradójicamente, el fallido golpe de estado del empresario permitió al principado cumplir el último requisito de la lista Cómo Ser Un Estado: la RFA envió a la plataforma a un diplomático de su embajada en Londres a negociar el rescate del alemán, lo que para Bates significó un reconocimiento de facto de la soberanía y la estatalidad del principado.
Posteriormente, el exprimer ministro, no contento con la humillación del asalto frustrado, se autoproclamó Príncipe en el Exilio de Sealand, informando en su página web de importantes detalles concernientes al principado, tales como la custodia del tesoro de la Cámara Ámbar robada por los nazis, contactos con la armada soviética por parte de Roy Bates y un aparato llamado el Generador por Implosión de Sealand, que Achenbag promete revelar al mundo si le ayudan a recuperar el terruño.

Principe Roy y bandera

Gracias a la reciente desclasificación de documentos de la armada británica, ahora también sabemos que tras este incidente, el gobierno inglés quedó tan abochornado ante el espectáculo de embajadores y rehenes y helicópteros a lo Hawaii 5.0. que se planteó volar por los aires el principado. Afortunadamente para la familia Bates el plan no siguió adelante.

Ya en los 90, Sealand trata de seguir adelante basando su economía en la piedra angular financiera de la mayoría de las micronaciones: la venta de sellos, títulos nobiliarios y souvenires varios. En 1997 Sealand aparecerá en los medios cuando, falsamente, se informe de la posesión de un pasaporte del principado por parte de Andrew Cunanan, el asesino del diseñador italiano Gianni Versace. En realidad el pasaporte pertenecía al dueño del barco en que se suicidó Cunanan, un tal Torsten Reineck, quien a su vez también iba por Miami fardando de matrículas diplomáticas sealandesas. Tras la polémica, Roy Bates declaró sentirse profundamente afectado por la forma en que se falsificaron todos esos documentos en nombre del principado, revocando la validez cualquier pasaporte emitido hasta entonces. Se sospecha que el gobierno sealandés en el exilio está relacionado con el asunto, operación de sabotaje a la que no le falta ni sus grupos opacos con domicilio fiscal español.

Con la abdicación del príncipe, Michael, el tirador furioso contra marineros de la armada real, toma posesión del principado, aventurándose en una extraña aventura empresarial con HavenCo. una compañía proveedora de servicios de hosting de carácter libertario donde usted, amigo, puede alojar todo tipo de negocio online y contenido (salvo, por decreto real y consecuente sentido común, spam y pornografía infantil) sin temor a represalias de ningún gobierno. Por desgracia para Ryan Lackey, fundador de HavenCo., Michael se entusiasmó demasiado con el asunto, pidiendo ser nombrado CEO de la empresa para inmediatamente después bailar un zapateado con tirabuzón sobre la filosofía librepensadora original del proyecto: a Lackey no le quedó más remedio que abandonar HavenCo. cuando al nuevo príncipe se le metió entre ceja y ceja cobrar impuestos desorbitados a sus clientes así como, todavía más insultante para el espíritu fundador, colaborar a todos los niveles con cualquier gobierno en la lucha contra el ciber-terrorismo. No se puede ser la Suiza del ciberespacio cuando es más fácil lavar dinero calabrés en el Vaticano que en tu chalecito flotante frente a Suffolk.

HavenCo. cesó  sus actividades repentinamente y sin explicación alguna en 2008, tras lo cual la nueva y muy moderna Sealand de Michael Bates ha experimentado multitud de métodos de sacar pasta gansa muy eurocomunitarias: desde visitas turísticas a casinos online pasando por la venta de títulos nobiliarios a precios que, de ser simbólicos, deben simbolizar cantidad de cosas. Entre 2007 y 2010, los temores de aquel alemán golpista se hicieron realidad y el principado, condición de paraíso fiscal incluida, salió a la venta por el módico precio de 750 millones de euros. De nuevo, una empresa española estaba metida en el ajo, una tal InmoNaranja, especializada en la venta de islas (¿?), tan eufórica por su negocio con el principado que aprovechó una promoción de Correos de 2007 para emitir una pequeña remesa de sellos conmemorativos personalizados sobre el traspaso. Inmonaranja se fue a hacer gárgaras con el estallido de la burbuja en 2008, dejando la operación en el aire y unas bonitas estampas del breve y fugaz idilio.

Muchos puristas blasfemarán y maldecirán con boca espumosa que eso de subcontratar deportistas para ganar medallas o participar en eventos deportivos es una desfachatez sin igual. A lo mejor lo es. No sé. La ética del deporte me da un poco igual. Como probablemente al Príncipe Michael, quien no dudo en externalizar los logros de su principado en disciplinas tan dispares e injustamente marginadas como el mini-golf, el subbuteo  o el ultímate frisbee. También cuenta con su propia asociación de fútbol, miembro de la Nouvelle Fédèration-Board, un selecto club de federaciones no representadas por la FIFA y que, vistos los últimos acontecimientos, han ganado unos 200.000 kilotones de prestigio y credibilidad. En la última Copa Mundial VIVA participaron, entre otros, Chipre del Norte, las Dos Sicilias, Darfur, el Kurdistan Iraquí y un lugar llamado Padania. Sinceramente, si de mí dependiera, preferiría ver a la selección española formando parte de un grupo tan colorido y variopinto de estados (Sardinia, Estado Maasai, Tibet, Valonia… ¡hasta hay un sitio llamado Cliento!) que jugando al morbo de colegas-de-clubes-que-se-enfrentan.  Por lo menos en una Copa VIVA todavía quedaría algo de épica de la buena, de esa de gigantes contra…bueno, contra gente que no tiene siquiera país pero, cuidado, están representando, por ende, algo mejor, algo superior a unas fronteras o a un ponme aquí este río que yo te pongo un puesto de control. Quizá el 2-2 con que se resolvió el Sealand contra el Åland Islands finlandés fue un resultado pactado de antemano o incluso aceptado sobre la marcha. No hay nada más deportivo que poder jugar dos partidos en tu vida y concluirlos en un muy caballeroso empate. Claro que el segundo, contra las Islas Chagos, acabó en una dolorosa derrota de 3 a 1. No todos comparten el mismo espíritu. Ni siquiera el All Star del Fullham, que les metió siete goles como siete soles durante un partido benéfico.
Pero no importa. Porque Sealand tiene su bandera bien clavada en lo alto del Everest, cuenta con dos, si, dos medallas de plata conseguidas durante la Copa del Mundo de Kung Fu y
tiene su propio equipo de esgrima en la Universidad de California.

Retirado en nuestra hermosa y bovinoepidérmica península desde 2006, Paddy Roy Bates, padre de la patria sealandesa, murió el 9 de octubre de 2012 víctima del Alzheimer. Su hijo y príncipe heredero, el Príncipe Regente Michael, trasladó su residencia permanente a Essex, dejando la plataforma al cargo de un guardia de seguridad, un pobre tipo al que la RAF tuvo que rescatar cuando en junio de 2006 se declaró un aparatoso incendio en la base.

En una entrevista el bueno de Paddy aseguraba: “Puede que muera joven, puede que muera viejo pero de lo que no voy a morirme nunca es de aburrimiento”.
Quizá esta sea la conquista más memorable del soldado deformado que llegó a príncipe.

REINO DE ELLEORE

Siglo VI de la era de nuestro Señor. San Fintán de Limerick, padre de los monjes irlandeses, conocido por emplear sus superpoderes para repeler ataques piratas y por enseñar a un leproso cómo se planta un campo de maíz, funda el monasterio de Clonenagh en el condado de Laois. Cuatro siglos más tarde en Roma deciden que la orden fundada por Fintán no les cae bien, por lo que, con amabilidad de portero de Pachá hasta arriba de esteroides equinos, les invitan amablemente a largarse con la música y el evangelio a otra parte. Allá van los monjes en su barcaza, primero a la Isla de Man, de la que no quedan muy convencidos, para poco después desembarcar en Amitsoq, una diminuta isla de las costas groenlandesas. Por lo que fuera, los monjes no cayeron en la cuenta de que, quizá, los inviernos en Groenlandia sean aun más temibles que toda la furia papal concentrada. Así, cuanto más cerca se encontraba el natalicio de nuestro Señor en diciembre, menos hermanos quedaban vivos para celebrarlo. Esto no puede seguir así, reflexionaron. Nuevo viaje, esta vez hacia el sur, con tan mala suerte que los vientos y el azote del mar los desvió rumbo al este, depositándolos el 17 de febrero del 944 en la danesa isla de Elleore. Según cuentan las crónicas, fue amor a primera vista. Aquel terruño les recordaba a los saturados verdes pastos de la madre Eerie, el permanentemente encapotado cielo irlandés. Decidido: el nuevo y mejorado monasterio de los herederos de San Fintán se levantará en este pedazo de tierra perdido entre Dinamarca, Suecia y Alemania. Elleore, “elie ore”, la isla dorada. 600 años de meditación y entrega al altísimo pasaron, regalando al mundo figuras tan notables como Caius (1485-1510), monje del que dicen perfeccionó el arte de invocar tormentas, resucitar animales muertos y otras virguerías alquímicas. Pero el estigma irlandés se arrastra allende los mares, hermanos, y siete siglos son muchas centurias de calma y prosperidad para los hijos de la tierra verde. Durante la Reforma Dinamarca empezó a ver con malos ojos a esos tíos raros con túnica de la isla de Elleore, por lo que decidió conmemorar a San Fintán recordándole a la orden sus orígenes: atacando la isla y prendiendo fuego al monasterio. Cuenta la leyenda que Oscar, el último abad del monasterio, con la cara tiznada y el orgullo partido por siete lados, profetizó sobre las humeantes ruinas del lugar que tarde o temprano el Reino de Elleore volvería a alzarse sobre aquel mismo lugar.

Elleore-Flag
Analizando el augurio, tal vez lo que no le hizo ni pizca de gracia a la tierra donde a Hamlet le olía algo a podrido fuese que los monjes se autoproclamasen dueños y señores de un reino, lo que, y esta es una sugerencia para futuras ediciones de la guía Lonely Planet, bastaría para convertirlos en santos mártires colectivos de los Microestadistas.
Salto en el tiempo.
Brrrrrrrrum.
Alehop.
1938, Europa está a punto de montar la mayor verbena jamás conocida y los profesores de lengua de un colegio para chicos sin recursos fundan una sociedad secreta llamada Sociedad Findani, en honor de San Fintán quien, aparte de no curar leprosos, también ejerció la docencia gratuita. Pero como el nombre de Sociedad Findani sonaba a poco, a fundación benéfica de jugador de fútbol, decidieron cambiárselo por uno más molón: Los Inmortales. Y con el rebautizo vinieron nuevas y más amplias expectativas. Enseñar a los chavales por amor a la escolaridad está muy bien, pero hacía falta fundar un auténtico y genuino estado Findandiano, porque sí, porque es el siguiente paso lógico de cualquier interino con aires de grandeza. En 1944, con la citada verbena en pleno apogeo, encuentran la tierra perfecta, una tal isla de Elleore, propiedad de un cacique con simpatías por los Findandianos. Sorprendentemente, ni los profesores ni el terrateniente ni nadie sabía del pasado monacal de la isla, de los herederos de San Fintán ni de su triste final. Lo cual es aun más llamativo teniendo en cuenta que el primer nombre que se les vino a la mente para el nuevo reino fue, de nuevo, la Isla Dorada (Elleore), que en 1946 levantaron el Castillo de Bradeborg y que en 1958, una vez más, el gobierno danés decidió cortar por lo sano obligando a la sociedad a echar abajo la fortaleza. Que aquello era una reserva de aves, cojones, y que eso de andar colonizando tierra conquistada por pájaros no era propio de un buen escandinavo. Desde entonces, los siervos del reino pasan 51 semanas de vacaciones fuera de la isla, regresando en verano para la celebración de la Semana Elleorana donde, según atestiguan documentos gráficos, cada elleorano compite por ver quién lleva mayor número de condecoraciones de latón colgando del pecho mientras los ancianos se dedican a labores administrativas en tiendas de campaña (¿?).

¿Eso es todo? ¿Un puñado de profesores algo pedantes celebrando la prosa de ermitaños irlandeses y atiborrándose durante una semana mientras redactan leyes como Prohibido Traer Latas de Sardinas A La Isla?
No, Elleore todavía tiene su propia historia de infamia que contar.

LOVEJAGTEN_1910_MP2

En 1906 Ole Olsen, feriante de profesión, padre del cine danés, funda la Nordisk Film, una de las tres únicas productoras pioneras del cine europeo que aún se mantienen en pie, junto con las fracesas Pathé y Gaumont. Para Olsen el cine era “un medio que permitía a la gente enfrentarse a los altibajos de la vida”, de ahí, quizá, que el gusanillo de la pantalla le picara especialmente con el melodrama y los documentales de cartón piedra sobre lugares exóticos y lejanos. Todavía más: ¿les cae gordo Lars Von Trier? ¿Lo adoran con pasión neo-freudiana? ¿Piensan en el Dogma 95 y se les eriza el pelo de detrás de las orejas? Pues corran, corran a saquear los interneres en busca de la filmografía de Ole Olsen: inventor del género Mujeres Secuestradas A Punto de Ser Sexualmente Asaltadas, padre del cine anti-mormón (de hecho en 1911 produce una película con el nada sesudo título de “Una víctima de los mormones” donde su estrella-probeta, Valdemar Psilander, hace de un facineroso hijo del Movimiento de los Santos de los Últimos Días, con ejecución final del interfecto incluída, que el público no se alarme) y autor de la tercera película jamás rodada en Dinamarca y ya primera polémica internacional. Y pelotazo, claro.
Se trata de “Løvejagten” (1907), un falso documental sobre dos cazadores vestidos de blanco nuclear y su esclavo negro, merodeando entre palmitos de plástico plantados en mitad de lo que claramente es un parque en mitad de Copenaghe. Al principio no queda claro qué es lo que se agita en el centro de la cámara a cuatro patas. Luego sabemos que se trata del esclavo negro siguiendo el rastro de un peligroso y feroz león, al que vemos primero zampándose a una pobre cabra (¿qué diantres espaciales hace una cabra en mitad de la selva?) y luego al caballo del grupo, al que no vemos cómo da caza porque el bicho ya aparece muerto en el suelo, probablemente una solución de urgencia ante la indiferencia y las exquisiteces gastronómicas del felino. Felino que, por cierto, no es uno, si no dos, dos leones al borde de la jubilación que Olsen le compró al zoo de Hamburgo. A mitad del cortometraje uno de los cazadores, tumbado ricamente a la bartola junto a su compañero en mitad del parque, descubre al primer rey de la selva. Lo señala. Alerta, alerta. Primer disparo. Falla. Echa a correr y, milagros del montaje, aparecen en Elleore, isla a la que se trasladó la producción de Olsen para rodar la caza y captura de los leones. Varias asociaciones en defensa de los derechos de los animales pusieron el grito en el cielo antes incluso de iniciarse el rodaje, indignados ante los planes de Olsen para ejecutar ante la cámara a los leones. El hecho resulta todavía más dramático si tenemos en cuenta que la escena en que cae abatido el primer devorador despiadado de hombres roza lo ridículamente cruel: Cazador Uno se acerca a paso de pavo rifle en mano. Por algún motivo han terminado en la playa. León Uno chapotea en el agua, advierte la presencia de la cámara, mira al espectador confundido, preguntándose de qué van esos tíos. Cazador Uno apunta y le pega un tiro en plena jeta al león, que cae fulminado. Poco después Cazador Dos hace lo propio. En esta ocasión no vemos cómo cae el animal sino que directamente asistimos a una muy ilustrativa escena donde nuestros Juan Carlos Primeros de la vida se dedican a comprobar cómo de fácil resulta despellejarlo, a comprobar si tiene lengua, a jugar con las zarpas. Como colofón, “Løvejagten” se cierra con Cazador Uno y Cazador Dos posando junto al envoltorio ya arrancado de los leones. Cazador Uno le encierre un cigarro a Cazador Dos, luego le pasa otro pitillo al esclavo negro, quien se nota a varias millas náuticas de distancia que no ha fumado en su vida, y le tira una caja de cerillas para que se las apañe él solito. Si la voladura de cara del primer león resultaba absurda, el final del corto, con el esclavo tratando de encenderse el cigarro como buenamente puede sin terminar de lograrlo nunca es directamente digna de un capítulo de The Office (la británica, porque por inducción genética a llevar la contraria, tengo mayor apetencia por el sadismo emocionado de Gervais).
La película fue brevemente prohibida en Dinamarca. Concretamente el tiempo que tardó en convertirse en el previsible pelotazo internacional que fue.  Al año siguiente Olsen, como el pionero que fue, ya explotó el noble arte de la secuela inmediata, rodando “La caza del oso en Rusia”. Otro éxito.
Afortunadamente, la memoria de los felinos caídos en acto de servicio (de servicio ajeno, claro) quedó dignamente rescatada gracias al actual rey elleoriano, Leo III, quien no solo los recuerda en el nombre sino también en su lema personal: “Con el León y el Pueblo para y por el Reino”.
Descansad, dulces príncipes de la selva de plástico.

Isaac Reyes