Si usted viaja en verano a Rusia, se dará cuenta de que hace calor. No tanto como aquí, en nuestra reseca Iberia, pero lo suficiente para agobiar a los europingüinos. Cosas del clima continental, el más bipolar de los climas templados.

Un caluroso mes de julio de hace 100 años tuvieron lugar en Rusia acontecimientos que constituyen el segundo acto de la particular obra de teatro de la Revolución rusa: medio país ocupado por los alemanes, un emperador destituido y dos gobiernos haciéndose la puñeta el uno al otro son los grandes protagonistas de este cuento.

UN EMPERADOR PRESO EN SU PALACIO

Uno de los primeros problemas gordos que tuvieron que solucionar los dos gobiernos (el Provisional y el Sóviet) fue qué hacer con la familia real una vez que Rusia se había transformado en República de facto (lo haría de derecho en septiembre). Existían pues dos opciones contrapuestas como eran matarlos o mantenerlos con vida en reclusión.

La primera opción se descartó porque daba más problemas que soluciones: una gran parte de los generales y mandos del ejército eran monárquicos y aristócratas y tal y como iba la guerra no era plan de alterarlos más de lo que ya estaban[1]. Algunos llegaron al extremo de desobedecer al Gobierno Provisional y dejar de combatir. Como añadido, Nicolás II era primo del rey de Inglaterra (Jorge V, alegre maltratador) país aliado de Rusia.

Por lo tanto se decidieron sus captores a mantener a la familia real en arresto domiciliario en su palacio de Tsarskoe Seló, a pocos kilómetros de Petrogrado, con fuerte escolta. El Gobierno Provisional tenía así una importante baza para negociar. Por el contrario, los miembros del Sóviet de Petrogrado tuvieron que fastidiarse y asumir que no se les iba a despachar con el “pijama de madera”.

Se hicieron gestiones para entregar al zar y su familia a Inglaterra, a España e incluso a Alemania, pero ninguna fructificó. Kerenski y sus compañeros del gobierno, incomodados cada vez más por el Sóviet y sus partidarios y temiendo por la vida de sus ilustres prisioneros decidieron en agosto su traslado a la localidad de Tobolsk, en la remota  Siberia. Allí, en una zona de garrulos y terratenientes monárquicos (mientras menos instrucción, más monárquico es uno) llevaron una vida más o menos apacible.

Y LOS ALEMANES CADA VEZ MÁS CERCA

Si en el Frente Occidental la lucha estaba atascada en los barrizales franceses, en la zona oriental las amplias llanuras facilitaban la movilidad de las tropas alemanas y austro-húngaras, que aprovecharon las sucesivas torpezas de algunos generales rusos.

Para 1917 se las habían arreglado para establecer seis “Estados fantasma” en territorios arrebatados a los rusos. Allí prometieron el oro y el moro a los pueblos sometidos a los zares desde hacía siglos. De este modo aparecieron el Reino de Polonia[2], el Reino de Lituania[3], el Ducado del Báltico (en Estonia y Letonia), la República Bielorrusa, el Protectorado de Georgia y  el Hetmanato de Ucrania.

Las tropas rusas, cediendo territorio, habían permitido al enemigo llegar a pocos centenares de kilómetros de Petrogrado.

El caos provocado por la Revolución de Febrero, que había introducido comités de soldados en las unidades militares y los rumores sobre las colectivizaciones de tierras estaban deshilachando al pobre ejército ruso. Los soldados simplemente se iban a sus casas (con el fusil y las balas a cuestas, por supuesto) esperando que al llegar les diesen tierras y se les permitiese ahorcar a los ricos del pueblo y a sus familias.

Sin embargo, la actuación de Kerenski como Ministro de la Guerra iba a permitir cierto respiro y reorganización, así como algunas pintorescas medidas para aumentar la moral de los soldados: se crearon batallones femeninos (como el famoso Batallón de Mujeres de la Muerte) con el fin de ridiculizar a los soldados que se negaban a combatir[4].

El 1 de julio el ejército ruso, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano se lanzó a una nueva ofensiva, conocida como “Ofensiva Kerenski”.

Este nuevo intento siguió el guion conocido desde el inicio de la guerra: éxito inicial, contraataque alemán y huida en medio del caos de los soldados rusos, que, alimentados con una deliciosa sopa hecha de salmuera, huesos y patatas poco más podían hacer.

Y SE LIÓ

Cuando se supo en Petrogrado que el Gobierno Provisional (irónicamente, cada vez más definitivo) planeaba una nueva ofensiva, la gente comenzó a inquietarse.

Por un lado, la gente estaba ya un poco harta de que los políticos les hubiesen prometido muchas cosas y que no estuviesen cumpliendo ninguna. Básicamente seguían igual que cuando mandaba el zar, es decir, jodidos:

-Los obreros y campesinos insistían en que se les había prometido la paz inmediata y una serie de mejoras sociales. Cansados de esperar, se dieron cuenta de que los políticos los habían azuzado contra el zar para auparse al poder y continuar en guerra.

-Los soldados que formaban las defensas de Petrogrado se encontraban muy bien acuartelados en retaguardia, sin estar expuestos al hambre ni a las balas alemanas. Ellos comían todos los días y su servicio se limitaba a apalear ocasionalmente a manifestantes, cuando no a tirotearlos. No deseaban, por tanto, partir al frente.

El hambre y los oportunistas hicieron el resto. Se desarrollaron varias manifestaciones exigiendo la salida inmediata de la guerra y la colectivización de fábricas y campos. No contentos con ello, exigían al Sóviet de Petrogrado que diese un Golpe de Estado contra el Gobierno.

Para sostener sus legítimas protestas recurrieron a una práctica común en la época como eran las manifestaciones armadas: los obreros, haciendo uso de piedras, herramientas y armas obtenidas de modo clandestino, con el apoyo de soldados rebeldes (es decir, los que no querían volver al frente) se dedicaron a ocupar las calles y asediar los centros políticos: la sede del Gobierno (Palacio de Invierno) y la del Sóviet (Palacio de Táuride).

Frente al Palacio de Invierno, se amenazaba al Gobierno y se exigía su dimisión. A pesar de estar debilitado por la salida de algunos ministros conservadores, se mantuvieron firmes, dirigidos por Kerenski, que ocupaba el Ministerio de Guerra. Con el apoyo de algunas unidades militares, dirigidas por oficiales monárquicos (que bien vienen los conservadores a la hora de dar leña), el Gobierno se mantuvo, tras varios choques armados con los manifestantes, saldados con algunos centenares de muertos.

Cerca del Palacio de Táuride los ánimos no estaban menos caldeados. Allí los manifestantes exigían a los representantes del Sóviet que diesen un golpe de Estado y ocupasen el poder.

El problema era que la dirección del Sóviet estaba formada por social-revolucionarios (el mismo partido que ocupaba el Gobierno) y por mencheviques, revolucionarios moderados que no estaban dispuestos a dejarse arrastrar por lo que veían como la aventura de unos radicales, posiblemente, manipulados por los bolcheviques. Este argumento sería usado convenientemente por el Sóviet para acorralar a Lenin y a sus partidarios, que constituían una minoría bastante incómoda en las sesiones.

Los manifestantes incrementaron la presión y el Sóviet envió como parlamentario a Chernov, un compañero de Kerenski, considerado por todos como un charlatán con gancho entre las masas. Éste intentó convencer a los manifestantes de que se retiraran y dejasen actuar al Soviet.

Cuando lo vieron aparecer, los manifestantes le dijeron de todo menos bonito, lo zarandearon, le llamaron hijo de puta y estuvieron a punto de lincharlo, acusando al Sóviet de no querer tomar el poder con el apoyo del pueblo llano. La intervención de León Trotski fue la que le salvó, pero sirvió de excusa para implicar a los bolcheviques en la dirección de los disturbios.

YO NO HA ESHO

Es una expresión gaditana con la cual uno se quita de encima la responsabilidad de algún mal acto y le pasa la pelota a otro desgraciado.

Algo así debió haber dicho la cúpula bolchevique ante las repetidas acusaciones de que ellos estaban detrás de las manifestaciones y el intento de Golpe de Estado.

De hecho, Lenin ni siquiera estaba en Rusia cuando se produjeron los primeros movimientos: como buen jefe, se hallaba descansando de su ajetreada vida en Finlandia, un lugar supuestamente seguro desde el que poder huir a Occidente si era necesario.

De vuelta a Petrogrado una vez informado de la situación, la actuación del simpático calvo y sus correligionarios, fue, cuando menos, dubitativa, aunque relativamente contraria al Golpe.

Lenin recorrió varias fábricas dando mítines e intentando convencer a los obreros de que la toma del poder no podía llevarse a cabo en ese momento y que era necesario esperar acontecimientos. Pero no se pronunció en contra de las manifestaciones, dando argumentos a sus enemigos políticos.

Por otro lado, Stalin no paraba de comunicar al Sçoviet y al Gobierno que los bolcheviques no tenían nada que ver en la programación de los disturbios, que iban subiendo de tono, ya que a los rebeldes se sumaron los marinos de la cercana base de Kronstadt[5]. Los enfrentamientos, por tanto, eran ya entre tropas rebeldes al Soviet y al Gobierno y las fieles a éstos.

Lo cierto y verdad es que Lenin, que no era tonto, sabía que los bolcheviques no tenían fuerza suficiente para derrocar a nadie y por tanto, decidió esperar a mejor ocasión: el Gobierno cometería algún error, el Ejército volvería a perder alguna importante batalla y entonces sería el momento de asaltar el poder.

EL GOBIERNO CONTRAATACA

Viéndose respaldado por la fuerza de las armas, el Gobierno se decidió a actuar con energía, dispuesto a escarmentar a aquella pandilla de revoltosos.

Pereverzev, el Ministro de Justicia, publicó un extracto de una investigación oficial en la que se establecía que Lenin actuaba de acuerdo con los alemanes[6]y que, por tanto, no sólo era un traidor, sino también un espía de la peor calaña.

El nacionalismo de las tropas y de la gente sencilla hizo el resto: varias unidades militares partidarias del Sóviet desalojaron a la multitud del Palacio de Táuride y se dedicaron a la caza al bolchevique durante los días 18 y 19 de julio.

Lenin, que barajó la posibilidad de entregarse, decidió escapar a última hora, afeitado y con peluca, de nuevo en dirección a Finlandia, donde permanecería hasta poco antes de la Revolución de Octubre, en compañía de Zinoviev. Los demás dirigentes bolcheviques serían convenientemente encarcelados tras capturarlos en la sede de la facción bolchevique.

Los militares del Sóviet destruyeron la redacción de Pravda, el periódico de los bolcheviques y se incautaron de sus enseres en nombre de las autoridades.

De este modo, el Partido Social-Revolucionario, que controlaba el Gobierno casi en solitario y compartía el poder en el Soviet de Petrogrado con los revolucionarios moderados, salió reforzado.

Las Jornadas de Julio provocaron la dimisión del presidente del Gobierno, el príncipe Georgui Lvov y su sustitución por un Kerenski que iba a recibir una herencia envenenada, aunque de momento disfrutó de algunas semanas de tranquilidad para planificar sus próximos movimientos y evitar que la revolución se les escapase de las manos.

El primero de ellos fue colocar al irascible e impulsivo general Laur Kornílov[7] como jefe supremo del Ejército ruso en sustitución de Brusilov, que harto de tanto incompetente, se jubiló y los mandó a todos a tomar por saco.

LOS BOLCHEVIQUES CONTRA LAS CUERDAS

Si Kerenski fue el ganador de Julio, los perdedores fueron Lenin y los bolcheviques, que perdieron la baza porque se asustaron ante la posibilidad del fracaso y prefirieron ser tibios en lugar de lanzarse a tumba abierta a la rebelión.

Si lo hubiesen hecho, posiblemente hubiesen fracasado también ya que, como exponía Lenin, el Gobierno era relativamente fuerte y las proclamas bolcheviques aún no calaban porque la gente no vivía al borde de la desesperación. Se necesitaba por tanto que la situación de Rusia empeorase. Para ocupar el poder con garantías era necesario inflar las narices a los rusos un poquito más.

Sin embargo, el Gobierno supo manejar bien las informaciones que situaban a los bolcheviques como cercanos a los obreros y soldados rebeldes de Petrogrado y presentarlas como prueba de su culpabilidad.

El resultado fue la práctica desarticulación de los bolcheviques, que pasaron a la clandestinidad o se exiliaron en Finlandia o alguna remota zona de la inmensa Rusia.

Todo quedaba en manos del Gobierno y de su actuación en los meses siguientes.

Ricardo Rodríguez

[1] A pesar de ello algunos militares importantes acabaron hartos del zar y de su camarilla de pelotas. Uno  fue el general Alexei Brusilov. Los sucesivos gobiernos revolucionarios le trataron bien y acabó llevando una apacible vida de jubilado en la URSS de Lenin.

[2] Regido por una Regencia de tres miembros

[3] En 1918, un noble alemán nacido en Mónaco, Guillermo de Urach, fue nombrado rey con el sonoro nombre de Mindaugas II

[4] Dirigido por María Bochkariova, se haría célebre por su combatividad. Este batallón de mujeres formaría entre los defensores del Palacio de Invierno contra los bolcheviques en la Revolución de Octubre.

[5] Estos marinos tendrían mucho protagonismo a lo largo de la Revolución y los primeros tiempos de la URSS. Fueron considerados héroes en las jornadas revolucionarias que llevaron a Lenin al poder. Posteriormente fueron eliminados por el propio Lenin cuando se rebelaron ante la falta de alimentos y de reformas democráticas provocadas por el “Comunismo de Guerra”. Entre 1923 y 1991 su recuerdo se diluyó en Rusia, siendo rehabilitados posteriormente.

[6] Más bien Lenin y los alemanes se aprovecharon mutuamente, pero no estaba la cosa para matices.

[7] El general Alexeyev, uno de sus antiguos superiores lo calificaba como valeroso como un león y estúpido como una oveja. Kornílov no era ruso, sino un príncipe cosaco. Sus tropas, la “División Salvaje” le obedecían a él, no a Rusia. Entre sus integrantes había simpáticos chechenos, tártaros, daguestanos y cosacos del Cáucaso.