UN DIA DE PLAYA EN ARGELÈS

Argelès-sur-Mer es una localidad del sur de Francia famosa por sus playas. Cada verano turistas top las ocupan: cincuentonas parisinas recauchutadas exhibiendo sus ligues e implantes de pecho; carcamales en speedo en un yate repleto de no menos recauchutadas jovencitas ávidas de joyas y lujos caros.

En 1939 el turista medio era algo diferente: miles de españoles llenos de piojos, con sus bártulos a cuestas que, huyendo de la guerra civil que azotaba el país, cruzaron la frontera pirenaica y se adentraron en el sur de Francia buscando refugio.

Hoy día, con la crisis de los refugiados (no diré sirios porque muchos de ellos no lo son), las viejas imágenes de nuestros compatriotas fotografiados tras las alambradas adquieren rabiosa actualidad.

Refugiados Argeles

LA CAMPAÑA DE CATALUÑA: EL ORIGEN

Después del fin de la Batalla del Ebro, el ejército republicano, agotado por el tremendo esfuerzo que había llevado a cabo, se retiró en dirección a Cataluña, que se convirtió en frente de guerra.

El avance imparable de las tropas del autodenominado “Ejército Nacional”, provocó la desbandada de numerosas personas, algunas temerosas de represalias, desertores de ambos bandos y unidades militares republicanas que cruzaban la frontera buscando refugio en Francia para volver (o no) a combatir posteriormente.

La tenaz resistencia que el gobierno republicano esperaba de los catalanes no se produjo y en enero de 1939, ante el júbilo de la burguesía catalana, las tropas de Franco entraron en Barcelona.

Esto produjo una nueva riada de refugiados en dirección a Francia, temerosos de encontrarse con los pasos pirenaicos ocupados por las tropas enemigas o bloqueados por el ejército y la gendarmería franceses.

Guiados en muchas ocasiones por contrabandistas que cobraban a precio de oro su labor, las columnas de civiles, desertores y soldados usaban caminos de montaña poco vigilados para entrar en el país galo.

LOS ESCRÚPULOS DE FRANCIA

Desde siempre (si “siempre” es sinónimo de la Edad Media), Francia ha visto con recelo a su vecino sureño, del mismo modo que nosotros los hemos visto con recelo a ellos.

Sin embargo en 1936 se produjeron días de vino y rosas entre los gobiernos de ambas naciones, en manos de sus respectivos Frentes Populares (amplias coaliciones de socialistas con partidos burgueses progresistas).

Al fracasar el golpe militar de julio de 1936, Francia se aprestó, previo pago, al envío de pertrechos, municiones, armas y aviones al gobierno español.

Sin embargo, pocos meses después, el ejecutivo dirigido por León Blum (de la SFIO, el partido socialista francés) fue presionado por los británicos, interesados en que en España se estableciese un gobierno conservador que garantizase la propiedad privada y las inversiones británicas, independientemente de que fuese o no democrático.

Francia entró en el Comité de No Intervención y Blum cerró la frontera a los envíos de material, aunque de vez en cuando se hacía la vista gorda.

El gobierno republicano se había quedado de un plumazo sin dos poderosos valedores: las dos potencias democráticas de Europa lo habían abandonado a su suerte. Como un paria buscó ayuda donde pudo y no tuvo más remedio que echarse en manos de los soviéticos.

En 1938, en pleno apogeo de la política exterior nazi y en menor medida, fascista, Francia vivió un cambio de gobierno: hartos de los bandazos de Blum, los franceses depositaron su confianza en el Partido Radical-Socialista, de engañoso nombre, dirigido por Edouard Daladier, que había formado parte del Frente Popular.

Éste siguió aún más fielmente que Blum los dictados británicos, negándose a intervenir en la guerra y cerrando la frontera de un modo más efectivo.

Tanto él como los ingleses no iban a arriesgar una guerra para salvar a una democracia joven en un país calificado de veleidoso, pendular e infantil como España.

La firma del Pacto de Múnich el mismo 1938, en el que Francia y Gran Bretaña entregaron a un tercer país (Checoslovaquia) a las ambiciones de Alemania supuso el último clavo en la tapa del ataúd español. Si eran capaces de hacer eso con un pequeño país creado por ellos mismos en Versalles, qué no harían con España.

LLEGAN LOS REFUGIADOS

Refugiados hubo en Francia de muchas clases y no sólo los de última hora, que saltaron a la fama al ser fotografiados en las hacinadas playas.

Desde el verano de 1936 personas de toda condición entraron en Francia huyendo de la guerra, como los millonarios españoles (generalmente industriales vascos) que veraneando en San Juan de Luz o Biarritz prefirieron prolongar sus vacaciones y no arriesgarse a volver, por miedo a las represalias de unos y otros.

A ellos hemos de sumar numerosos políticos de uno y otro bando que también buscaron acomodo en el país vecino: uno de los primeros fue Casares Quiroga, quien, relevado de la presidencia del Gobierno por José Giral no tardó en poner pies en polvorosa tras su desastrosa actuación de los días anteriores al golpe de Estado.

En el otro lado, el jurista vasco José Félix de Lequerica actuaba como embajador oficioso de Franco ante el gobierno francés, que no reconocía oficialmente a Franco, pero recibía a sus delegados con honores.

Sin embargo el grueso de los refugiados llegó en riadas hambrientas, con frío, asustados y con un futuro incierto.

Los soldados republicanos, por su parte, entraron en Francia en orden de marcha y disciplinados, entregando las armas y material (en algunos casos francés) a las autoridades galas, cuyos jefes no tenían ni idea de lo que iban a hacer con tamaña marea humana.

Éstas, desbordadas, decidieron alojarlas en las playas, que eran los lugares más espaciosos de que disponían para evitar su contacto con la población local, recelosa de aquellos “rojos” que les llegaban del otro lado de los Pirineos.

De entre los más célebres campos de internamiento destacaron los de las playas de Argelés-sur-Mer y Barcarès, en los que varios miles de refugiados, conducidos allí por los gendarmes, fueron internados.

CÓMO ERAN LOS CAMPOS

Según los testimonios de los españoles que allí estuvieron y las fotos de entre otros, Robert Capa, al principio lo único que había era una alambrada situada entre el límite de la playa y el mar, acotando un espacio litoral.

En esa estrecha franja de tierra con el mar de frente y el alambre a las espaladas se concentraban los refugiados que iban llegando junto a los que ya estaban allí, lo que generaba numerosas trifulcas por los sitios más codiciados.

Los magros enseres con sus dueños agolpados junto a ellos para evitar hurtos se desparramaban por la playa. Se dormía al raso y se comía de lo que los franceses arrojaban desde la alambrada. A veces incluso se dejaba a los habitantes de la zona acercarse a llevar provisiones a los internados.

Las peleas por comida, las enfermedades y demás penurias no tardaron en aparecer.

Estas “cercas” eran vigiladas por un escaso número de gendarmes y algunos soldados coloniales franceses, procedentes de Marruecos o Senegal, que distraían su tedio incordiando a los refugiados y atemorizándolos.

La apariencia de los jinetes marroquíes, similar a la de los temidos “Regulares” provocaba pánico sobre todo entre las mujeres, que temían ser violadas y asesinadas en cualquier momento.

Con el paso de las semanas y los meses, los campos se hicieron más “confortables” por decirlo de un modo políticamente correcto: aparecieron barracones y letrinas, que no acabaron con las enfermedades, pero que permitieron cierto respiro a los sufridos internados.

Por otro lado, la penuria material llegaba a límites realmente preocupantes: muchos usaban el mismo cubo para recoger agua y para hacer sus necesidades, abriendo la puerta, de nuevo, a posibles infecciones.

Aun así, ante la indiferencia de la población local y la desidia de las autoridades francesas, la Cruz Roja y algunos voluntarios, como la enfermera suiza Elizabeth Eidenbenz organizaron la asistencia a los internados.

Refugiados Argelès

EL DESTINO LLAMA A LA PUERTA

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, las autoridades francesas vieron a los refugiados españoles con otros ojos: algunos se asentaron en Francia mientras que otros volvieron a España en busca de clemencia al considerar que no tenían delitos que ocultar ante las autoridades de Franco (en algunos casos, acabaron fusilados o encarcelados convenientemente).

Un gran número de hombres jóvenes se enroló en el ejército de Francia, el mismo país que les negó el pan y la sal y los abandonó desde 1936. El gobierno francés vio en ellos a combatientes experimentados y baratos (si morían españoles les iba a dar igual). Fueron entrenados en los propios campos de internamiento y partieron hacia el frente. Muchos de ellos no tardaron en volver, habida cuenta de la derrota a manos de Alemania: el nuevo gobierno de la Francia de Vichy colaboró con los alemanes y reabrió los campos.

Infinidad de los españoles ingresaron en el maquis y se dedicaron a una guerra de guerrillas contra los alemanes al lado de los mismos franceses que los habían considerado una banda de indeseables.

En 1944, un blindado tripulado por españoles refugiados, fue el primer grupo de soldados aliados en entrar en París después de la ocupación alemana.

CIFRAS Y LETRAS

Según los diversos historiadores que han estudiado el fenómeno, aproximadamente medio millón de ciudadanos españoles cruzaron a Francia, de los que una parte se quedó en el país vecino una vez acabó la guerra.

Otra parte, quizá la más numerosa, decidió regresar a sus hogares y entregarse, más mal que bien a los designios de Franco y su camarilla.

Toda esa masa humana fue confinada no sólo en Argelès y Barcarès; otros campos similares se levantaron en Collioure, Saint-Cyprien y Mont-Louis.

Dichos recintos, preparados para recibir a unas 20000 personas, llegaron a llenarse casi diez veces más con un flujo constante durante varios meses.

Hemos de tener en cuenta que la población francesa del Departamento de los Pirineos Orientales no llegaba en aquel tiempo al cuarto de millón de habitantes, por lo que es comprensible que las gentes de la región viesen con recelo e incluso miedo a los recién llegados que, prácticamente les doblaban en número.

De entre los internados en los campos que volvieron, deportados por Vichy o por voluntad propia destaca la figura del misionero español Vicente Ferrer, fallecido recientemente: de miliciano del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), pasó a ingresar en la Compañía de Jesús, de la que posteriormente saldría, dedicando su vida a los más pobres en la India.

BALANCE

El fenómeno actual de las grandes masas de refugiados a las puertas de Europa parece haber cogido por sorpresa a todo el mundo.

Lo cierto es que es más común de lo que podemos imaginar: desde los pueblos germánicos en el siglo III hasta los albaneses, serbios, bosnios y croatas de fines del siglo XX.

El problema como siempre es la mala memoria fomentada por el espectro político (nunca mejor dicho) y los intereses de las empresas multimedia vinculadas a éste.

Ni siquiera se recuerda ya el drama africano, con millones de desplazados en la superpoblada zona de los Grandes Lagos, siempre al borde del colapso, Darfur o el Sahel.

Ahora el foco está en el Este y Europa se encuentra en una de sus múltiples encrucijadas. Desengáñense. Europa es una comparsa que tardará en unirse décadas si no siglos. Cada cual tiene sus propios intereses y se carece de espíritu común.

Ahora la elección está entre el humanitarismo o mantener a la UE como una isla de “paz y democracia” a cualquier precio, reforzando las fronteras. Esta última opción parece la mejor colocada y cuenta en Europa con no pocos defensores. A fin de cuentas EE.UU. y Rusia hacen lo propio en las suyas. La política, ese arte que distingue entre lo correcto y lo adecuado.

Con este artículo hemos pretendido establecer un aviso para navegantes: si las democracias europeas abandonaron a otros europeos a su suerte para salvarse temporalmente, qué no harán con unos pobres desgraciados que ya no son ni útiles como mano de obra barata.

Entre tanto, cerca de las playas francesas de arena dorada, que el húngaro Robert Capa describió como “un infierno sobre la arena” solo quedan unas placas conmemorativas de testimonio de lo que allí ocurrió ante la indiferencia general.

De los campos de refugiados actuales no quedará ni siquiera eso.

Ricardo Rodríguez