Hace cien años, en plena Gran Guerra, partió de Zürich un tren que hizo descarrillar el curso de la Historia. Stefan Zweiglo definió como un proyectil cargado de explosivos humanos y, yendo aún más lejos, Winston Churchill se refirió a uno de esos “explosivos” como el arma más terrorífica de todas las que Alemania había lanzado contra Rusia hasta entonces. Porque, en palabras del que fuera primer ministro británico, aquel tren transportaba “en un vagón sellado herméticamente, cual bacilo de la peste”, nada menos que a Lenin. Cuando, ocho días después,el tren llegó a su destino, la estación de Finlandia de Petrogrado,se activó uno de esos procesos históricos destinados a cambiar el Mundo, comenzando por el nombre de la ciudad que recibió al revolucionario con los brazos abiertos y que pasó a llamarse Leningrado.
En febrero de 1917, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, recibió entusiasmado en su exilio en Suiza la noticia del levantamiento del pueblo de Petrogrado contra el zar. El año no había empezado bien para los Romanov, especialmente para la emperatriz Alejandra, ya que el primer día de aquel 1917 en el que se iban a suceder tantos acontecimientos habían encontrado el cadáver de su venerado Rasputín. Sin embargo, el crimen quedó en nada comparado con aquel motín por la escasez de pan, que obligó al zar a abdicar. Para Lenin, era la revolución que llevaba tanto tiempo esperando, “su” revolución, y él no estaba allí para pilotarla. El Gobierno Provisional la estaba desvirtuando mientras él se desesperaba a miles de kilómetros. Tenía que volver, pero ¿cómo atravesar Europa en mitad de una guerra?
Llegó a plantearse las opciones más descabelladas, entre ellas hacerse pasar por un sordomudo sueco, hasta que finalmente la solución llegó del lugar más inesperado: del enemigo. Al menos, de uno de ellos, porque al revolucionario enemigos no le faltaban a lo largo y ancho de toda Europa. Lenin aceptó la ayuda del país con el que Rusia estaba en guerra, aun a riesgo de ser considerado un traidor por el pueblo al que quería salvar, porque, como había dicho Maquiavelo siglos atrás, el fin justificaba los medios. La Revolución sin él iba a fracasar, ya que el Gobierno Provisional, comenzando por el fanfarrón de Kerensky (así lo llamó Lenin), no tenía ni idea de lo que había que hacer.
UNA LÍNEA DE YESO QUE DIVIDE EUROPA
Así que aceptó la ayuda alemana.Eso sí, impuso sus condiciones, como que los vagones de aquel tren tuvieran el estatus de entidad extraterritorial y que, en el interior, la zona en la que viajaban los alemanes encargados de su custodia estuviera separada de la de los rusos por una línea de yeso. Simbólicamente, aquella línea constituía un muro infranqueable entre revolucionarios e imperialistas. También impuso sus normas en el tren, como un adelanto de la férrea disciplina que aplicaría después a gran escala: dormir era un deber bolchevique y el uso del baño se regularía con pases.
No es que Alemania tuviera el más mínimo interés en ayudar en su causa a los bolcheviques, a los que consideraba los criminales más viles del mundo, pero, coincidiendo con Lenin en su argumento, el fin lo justificaba todo.Enviar a Rusia un elemento desestabilizador como aquel sin duda la debilitaría y, con suerte, la obligaría a abandonar la Triple Entente y la guerra. Aquel hombrecillo al que nadie prestaba atención en Zürich, que vivía en casa de un zapatero remendón y pasaba todo el día en la biblioteca, podría resultarles muy útil, y desde luego no parecía peligroso. Nadie hablaba de él en una ciudad llena de espías como era aquella.
Alemania había minusvalorado a Lenin, lo consideraba un instrumento que podía utilizar a su antojo y que después resultaría inofensivo. Su primera opción para atacar al coloso blanco desde dentro no había sido él, sino otro exiliado, Aleksandr Helphand, conocido como Parvus. Si el elegido hubiera sido él, la vida de millones de personas hubiera sido diferente. Muchos, de hecho, habrían tenido vida, un privilegio que se les arrebató por el simple hecho de ser considerados enemigos del comunismo (independientemente de que lo fueran).
El tren de Lenin partió de Zürichel 9 de abril de 1917, lunes de Pascua según el calendario católico, y llegó a Petrogrado otro lunes de Pascua, pero del calendario ortodoxo. El “proyectil” atravesó Alemania, continuó a Suecia en barco y siguió hacia el norte hasta la ciudad fronteriza de Haparanda, donde cruzó el río helado que separa Finlandia de Rusia. Nadie lo paró, aunque hubo algún intento. Se llegó incluso a plantear la posibilidad de poner el tren en cuarentena con la excusa de que en Alemania había surgido un brote de viruela, pero sin éxito. En Tornio, ya en la frontera con Rusia, algunos guardias intentaron retener a Lenin, pero tenían las manos atadas. Fue un hombre llamado Harold Gruner quien le dejó pasar. En respuesta, Lenin lo condenó a muerte.
El líder partió de Suiza sin que nadie le prestara demasiada atención. En cambio, llegó a Petrogrado en medio de una gran expectación. Le recibieron con flores y al ritmo de La Marsellesa. La multitud quería agasajarle, pero el efecto fue el contrario. Aquel recibimiento le pareció una ceremonia cargada de pompa burguesa y, desde luego, habría preferido escuchar La Internacional.Para el líder, era una prueba más de que Rusia estaba perdida sin él, de que le necesitaba para comprender lo que realmente significaba el comunismo.
MENTIRAS Y VERDADES
En un cuadro expuesto en la vivienda de la segunda mujer de Stalin, en la actual San Petersburgo, se muestra esa llegada a la estación de Finlandia de Petrogrado. El autor, Mijail G. Sokolov, ejemplo del realismo soviético, ha representado a Stalin justo detrás de Lenin. Nunca estuvo allí, pero ¿qué más da? El propio Trotsky, líder del Ejército Rojo, reconoció que nunca mintieron tanto los hombres como durante la Gran Guerra por la Libertad, como llamó a la revolución por la que luchó y por la que no dudó en matar. Eso sí, lo reconoció cuando fue él el objeto de esas mentiras y acabó condenado.
Quien sí recibió a Lenin fue Sukhanov, pero su nombre no ocupa un lugar destacado en la Historia. En realidad, los verdaderos protagonistas del viaje de Lenin no solo cayeron en el olvido, sino que en muchos casos el mismo comunismo que defendieron les condenó. Es el caso de KarlRadek, que acompaño a Lenin en Estocolmo a comprar los zapatos que llevaba cuando llegó a Petrogrado, y que fue enviado a Siberia. También el de Fürstenberg, que recibió a Lenin en una parada de su viaje con destino a Malmö y a quien el líder encargó dirigir la sede de los bolcheviques en Estocolmo. Fue torturado y fusilado, como también lo fueron su esposa y su hija. O el de Zinóviev y su hijo, al que Lenin incluso se planteó adoptar, que también fueron fusilados, junto con su segunda mujer, mientras que la primera fue enviada a un campo de trabajo del ártico. Sus destinos son todos ciertos, y no son los únicos ejemplos. Incluso la mujer de Lenin, NadezhaKrúpskaya, fue objeto de rumores y Stalin se planteó “hacer de otra la viuda del líder”.
Para Lenin, la revolución de febrero, el Soviet de Petrogrado, el Gobierno Provisional, el periódico Pravda…todos estaban equivocados, pero, por suerte para el pueblo ruso, había llegado él para poner las cosas en su sitio. En octubre, por fin, tuvo su soñada revolución. Esa sí que era la suya. Además, como habían previsto los alemanes, una vez derrocado el Gobierno Provisional,Rusia abandonó la guerra. Aunque muchos consideraran vergonzosa la paz sin anexiones, Lenin renegaba de esa guerra imperialista y, como la única guerra legítima y necesaria, en su opinión,era la civil, en ella centró todos sus esfuerzos.
LA GUERRA CONTRA EL IMPERIALISMO QUE CONDUCE AL IMPERIO
El proyectil lanzado por los alemanes había dado en el blanco. Con la retirada de Rusia de la Entente, la balanza de la Guerra Mundial habría quedado desequilibrada si Estados Unidos no hubiera declarado la guerra a Alemania la misma semana que Lenin llegó a Petrogrado. Rusia se desangraba en una cruenta guerra civil y la Gran Guerra imperialista seguía su curso sin ella.
El final de esa Gran Guerra conllevó la desaparición de tres Imperios: El Austro-húngaro, el Otomano y el Alemán. Sin embargo, con la ironía con la que nos sorprende muchas veces la Historia, la guerra de los bolcheviques contra el imperialismo dio paso al último Imperio Colonial de la Historia: el soviético.
Años después de la llegada de Lenin a Petrogrado y del triunfo de la Revolución de Octubre, el periodista RyszardKapuscinski analizó cómo la dictadura soviética había marcado la vida de 200 millones de personas en la URSS en una obra titulada, precisamente, “El Imperio”. Parte de su propia experiencia, desde el momento en que, en 1939, siendo él un niño, su Polonia natal pasó a formar parte de ese gigante. Su libro de cabecera para aprender ruso fue, precisamente, Voprosy Leninisma. Ya adulto recorre Siberia desde el sureste hasta Moscú en el Transiberiano y, posteriormente, las Repúblicas del Sur: Georgia, Armenia, Azarbaiyán, Tukmenia, Tayikistán, Uzbekistán y Kinguizia. Narra el drama de estos pueblos que, en algunos casos, como el armenio, fueron aniquilados por Stalin.
Curiosamente, cuando Rusia firmó la paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918 renunció a anexionarse ningún territorio. Sin embargo, en las décadas siguientes extendió su poder por todo el Este de Europa, dando lugar a un inmenso Imperio que, en extensión, nada tenía que envidiar al de los zares. Lenin siempre defendió una revolución a escala mundial contra el capitalismo, pero murió en 1924, por lo que no pudo dirigirla él mismo. El revolucionario dio paso a la leyenda, cuya momia aún hoy se venera en la Plaza Roja, igual que se expone el cráneo de “Viejo Mayor”, el cerdo sabio que defendía la libertad y la igualdad de todos los animales, en la granja cuya rebelión narró George Orwell.
Su lugar lo ocupó Stalin, que había viajado a Rusia al mismo tiempo que Lenin de vuelta del exilio, aunque él desde Siberia. Y su forma de entender la revolución pasaba más por el terror que por la ideología. También aquel viaje en tren, con el mismo destino pero desde el otro extremo de Europa, marcó el curso de la Historia.
OBRAS CITADAS
- Coincidiendo con el centenario de la Revolución Rusa de 1917 se han publicado diferentes ensayos sobre el conflicto. La originalidad de la historiadora Catherine Merridale en “El tren de Lenin. Los orígenes de la Revolución Rusa” ha sido centrar su atención precisamente en este viaje.
- Años atrás, Stefan Zweig, que había coincidido con el exiliado Lenin en Zürich, también había sido consciente de la importancia de este acontecimiento y lo había incluido entre sus “Momentos estelares de la Humanidad”.
- George Orwell da una visión irónica y, al mismo tiempo, amarga, de la Revolución Rusa en “Rebelión en la Granja”, donde narra el levantamiento de los animales contra su granjero y como, tras tomar el poder, los cerdos se corrompen y se convierten en unos amos aún peores.
- “El Imperio”, de Ryszard Kapuscinski, es una obra muy ilustrativa de las consecuencias que aquella revolución de 1917 y el ideario defendido por Lenin tuvieron en la vida de nada menos que 16 repúblicas, las que formaron parte de la URSS hasta que comienza a desmembrarse en 1989.
María José Vidal Castillo (@mjvidalc)
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