En el siglo XIV a.C, a la reina Nefertiti se la representó conduciendo su propio carro y golpeando a sus enemigos con un mazo. Sin embargo, el Mundo Clásico relegó a las mujeres a un segundo plano. Los griegos no las tenían en muy buena estima y los romanos, que en tantas cosas discrepaban de sus vecinos helenos, justo en eso no dudaron en ponerse de acuerdo con ellos. El sexo femenino no servía para gran cosa, aparte de para traer hijos al mundo. En consecuencia, nuestro Occidente, que tanto debe a esas dos grandes culturas, ha reservado durante siglos a las mujeres el papel de ser hijas, hermanas, mujeres y madres de grandes hombres. Eso sí, con gloriosas excepciones.

EGIPTO

Nefertiti (siglo I a.C) fue famosa por su belleza, pero también por el papel que desempeñó en el Gobierno de su país. Su imagen más conocida es el busto que se expone en el Museo Egipcio de Berlín, pero ha sido representada de muchas formas como la reina poderosa que fue. Se la ha inmortalizado como diosa, pero también con la doble corona, símbolo del emperador, dejando claro que una misma persona, mujer, no solo ostentaba el poder divino sino también el político.

Nefertiti estuvo casada con Ajenatón, al que Sinhué el Egipcio define, en la novela de Mika Walery, como “Aquel que quiso vivir de la verdad y cuyo nombre no debe ser pronunciado porque es maldito”. Su gran pecado fue crear una religión basada en el culto a un único dios, Atón, en una sociedad politeísta en la que, por cierto, algunas de sus diosas más importantes eran mujeres, como Nut, encargada nada menos que de regular el movimiento de los astros.

Si Nefertiti hubiera tenido un hijo varón, la Historia de Egipto podría haber sido otra. Pero solo tuvo hijas y, como la costumbre de no dejar a las mujeres heredar viene de lejos, quien alcanzó el trono fue el hijo de la segunda esposa de Ajenatón, Kiya, que olvidó el monoteísmo de su padre y se convirtió en el famoso Tutankamón.

Aunque el rostro de Nefertiti se ha convertido en símbolo del país del Nilo, de todas las reinas de Egipto sin duda la más famosa fue la última: Cleopatra VII. Al parecer no era tan bella como alguna de sus antecesoras, pero sí culta e inteligente, cualidades sin duda mucho más importantes para enfrentarte a un reino en crisis e intentar formar un Imperio.

Cleopatra fue la primera reina egipcia de la dinastía Ptolemaica que había estudiado la historia de Egipto y hablaba su idioma, lo que le ayudó a ganarse las simpatías de sus súbditos. Sus antecesores hablaban griego porque su dinastía había comenzado a la muerte de Alejandro Magno. El gran Alejandro era hijo de Filipo II de Macedonia y de una mujer, Olimpia de Épiro, que, aunque no tuvo capacidad de gobernar, sí que se tomó la molestia de ir quitando de en medio a todos los rivales de su hijo. Ella siempre defendió que el verdadero padre de Alejandro era un dios y, según cuentan las crónicas, tuvo gran influencia en su hijo.

Cleopatra VII no tuvo descendencia con ningún dios, pero sí con dos emperadores romanos, Julio César y Marco Antonio. De ella escribió Plutarco: “Se pretende que su belleza, considerada en sí misma, no era tan incomparable como para causar asombro y admiración, pero su trato era tal que resultaba imposible resistirse”. Hablaba varios idiomas y había estudiado matemáticas y astronomía. En su reinado tomó importantes decisiones, como instaurar leyes o devaluar el dinero, pero, lamentablemente y en gran parte debido a su condición de mujer, más que por su Gobierno ha pasado a la Historia por sus amores y por haber entrado en el palacio real de Julio César envuelta en una alfombra. Aunque se trató de una estrategia política, no hay duda de que el romanticismo de la escena contribuyó a convertir a la Cleopatra en mito.

MUNDO CLÁSICO

En el siglo I d. C. Séneca definía a las mujeres como “animales sin seso”, aunque reconocía en ellas algo útil: podían parir. Por eso, en una de sus Consolaciones, dirigida a Marcia, una madre que ha perdido un hijo, le cita el ejemplo de Cornelia, hija de Escipión Africano y casada con Tiberio Sempronio Graco, quien, a pesar de haber enterrado a sus doce vástagos, había afirmado: “Nunca diré que no soy feliz, puesto que he engendrado a los Gracos”. El hecho de que los viera morir a todos no parece tener importancia para ninguno de los dos. Eso sí, Marcia podía sentirse afortunada por la buena opinión que Séneca tenía de ella, ya que, la considera “tan alejada de la debilidad del carácter femenino como de sus demás defectos” que se toma la molestia de escribirle. Sus palabras ilustran a la perfección lo que en Grecia y Roma se opinaba de la mujer.

Por eso, y dado que la única oportunidad que tenían las mujeres de alcanzar el poder era a través de sus hijos, hubo algunas que no dudaron en conspirar y asesinar para que sus vástagos accedieran a aquellos puestos que a ellas les estaban vetados. Es el caso de Agripina la menor, la madre de Nerón, que, con paciencia y alguna que otra dosis de veneno, consiguió su objetivo de convertirlo en emperador. Más o menos lo mismo que había hecho la madre de Alejandro Magno, solo que en su caso Nerón le pagó sus desvelos asesinándola. Si a Olimpia la guiaba su convicción de que el padre de su hijo era un dios, a Agripina lo hacía la certeza de que el suyo estaba destinado a ser emperador porque así lo había predicho un astrólogo. Cuentan que el adivino también la avisó de que la asesinaría, a lo que ella contestó: “Que me mate, pero que reine”, en un alarde de ambición y amor de madre.

SIGLOS OSCUROS

En el Mundo Clásico pocas mujeres tuvieron oportunidad de mostrar su valía fuera del ámbito doméstico que les estaba reservado y esa situación se prolongó durante muchos, muchos años. La que lo intentó, como Hipatia de Alejandría, acabó pagándolo con su vida. En su caso, a la osadía de ser filósofa y científica en el siglo V d.C se sumó la de desafiar a la religión. Algo parecido le ocurrió diez siglos después a la heroína francesa por excelencia, Juana de Arco. Ella, una mujer, luchó contra los ingleses en la Guerra de los Cien Años, en esa oscura Edad Media en la que solo los hombres podían ser guerreros, pero su valor no impidió que ardiera en la hoguera por atea. Como muchas otras mujeres acusadas de brujería en aquellos siglos dominados por la superstición.

Solo unas décadas después de la muerte de Juana de Arco, y no sin esfuerzos ni guerras de por medio, la joven Isabel de Trastámara se convirtió en reina de Castilla. En teoría, las mujeres en los reinos cristianos de la Península Ibérica podían reinar siempre que no hubiera un varón que pudiera reclamar legítimamente el trono. Pero la que se atrevió a hacerlo, como Urraca de León y Castilla, en el siglo XII, no lo tuvo nada fácil. De hecho, su determinación a la hora de ejercer el cargo que le correspondía como heredera le valió el sobrenombre de “la Temeraria”.

REINAS DE EUROPA

En cuanto a Isabel, se impuso a los partidarios de Juana la Beltraneja, de la que siempre quedará la duda de si realmente era hija de Enrique IV, y se alzó con el trono de Castilla. También se casó con el heredero del de Aragón, Fernando, consiguiendo por fin unir los dos reinos. Antes de que terminara el siglo XV, el matrimonio, en el que, según el dicho popular del “tanto monta” los dos desempeñaban el papel de reyes, reconquistó Granada y avaló un viaje que supuestamente iba a descubrir una nueva ruta a las Indias pero acabó encontrando por el camino un nuevo continente. Su hija Juana, tras la muerte de sus hermanos mayores y sus sobrinos, habría heredado el Gobierno de esa nada desdeñable porción del Mundo si hubiera estado en condiciones de hacerlo. Pero como no lo estaba (por algo ha pasado a la Historia como “la Loca”) acabó enclaustrada y cediendo el trono a su hijo Carlos, a quien por parte de padre le correspondieron no pocos territorios en Europa y se convirtió en Emperador.

Otra de las hijas de Isabel de Castilla, Catalina de Aragón, reinó en Inglaterra y provocó, por su negativa a divorciarse y a renunciar a los derechos dinásticos de su hija, que su marido, Enrique VIII, estableciera una nueva religión en sus dominios. El rey, que no estaba dispuesto a renunciar al divorcio y a tener un hijo varón, fundó la Iglesia anglicana para poder casarse con Ana Bolena, a la que unos años después decapitó, allanando el camino para un nuevo matrimonio. La hija de ambos, Isabel I de Inglaterra, llegó a ser una de las mayores reinas de la Historia. Aunque tuvo que esperar a heredar el trono a que fallecieran sus hermanastros Enrique VI y María Tudor (la hija de Catalina, conocida como “la sanguinaria”), cuando lo consiguió se aferró a él y lo mantuvo durante más de cuatro décadas hasta su muerte. No en vano decían de ella que nunca se casó porque ya estaba desposada con su reino. Entre otros logros, consiguió hundir la Armada Invencible de Felipe II. Sin embargo, a su muerte, como no tuvo descendencia, heredó el trono el hijo de su enemiga, María Estuardo, reina de Escocia, a la que ella había mandado decapitar.

Ya en el siglo XVII, entre las reinas de Europa ocupa un lugar destacado Cristina de Suecia. A su madre, Leonor de Brandeburgo, un astrólogo le había confirmado que el bebé que esperaba era un varón, el ansiado heredero al trono, por lo que su decepción al comprobar que era una niña (y, encima, poco agraciada) no pudo ser mayor. Su padre, el rey Gustavo Adolfo, en cambio, estaba encantado con la pequeña y probablemente lo habría estado aún más si la hubiera visto crecer y comportarse, cada vez más, como un hombre (se llegó a rumorear que era hermafrodita). Sin embargo, murió cuando la niña solo tenía seis años, convirtiéndola a tan corta edad en heredera al trono. Años después Cristina renunció a él para convertirse al cristianismo, aunque después intentó recuperarlo y, de paso, hacerse con el trono de Nápoles. Sin duda, su vida fue intensa.

EMPERATRICES

Más recientemente, la Historia ha permitido que algunas mujeres no solo reinen, sino que alcancen el rango de emperatrices. Entre ellas, ocupan un lugar destacado dos mujeres que en el siglo XVIII tuvieron en sus manos el destino de media Europa: María Teresa de Austria, la primera en detentar el poder de todos los territorios de los Habsburgo, y Catalina II la Grande, emperatriz de Rusia. María Teresa tuvo nada menos que 16 hijos, entre ellos la tristemente famosa María Antonieta, y su reinado se caracterizó por su conservadurismo y su moralidad. Más de una vez puso el grito en el cielo al conocer las excentricidades de su hija en Versalles que no le parecían adecuadas para una reina de Francia. Respecto a Catalina, que nació como princesa alemana y antes de convertirse a la Iglesia Ortodoxa se llamaba Sofía Federica Augusta, se convirtió en emperatriz de Rusia tras su boda con Pedro III, nieto de Pedro el Grande. Aunque el heredero era él, como nunca lo consideró preparado para reinar conspiró para derrocarlo y, al final, la que acabó siendo Grande fue ella. Al contrario que María Teresa, Catalina fue conocida por su gran número de amantes.

Ya en el siglo XIX, una de las emperatrices sobre la que más se ha escrito fue Isabel de Baviera, Sissi, aunque ha pasado a la Historia más por su belleza y su obsesión por mantenerla que por el poder que realmente ostentó. La que, por el contrario, sí que hizo todo lo posible por ejercerlo, aunque fuera en la sombra, fue su tía y suegra, la archiduquesa Sofía de Austria, madre de los emperadores Francisco José de Austria y Maximiliano de México.

También en el siglo XIX reinó una de las mujeres más poderosas de todos los tiempos, Victoria I de Inglaterra. En una época en la que el poder real se tambaleaba en toda Europa, ella se mantuvo en el trono, al que ascendió con solo 18 años, durante décadas y murió siendo reina de Gran Bretaña e Irlanda, de todas sus colonias y emperatriz de la India. Aunque fue testigo de la caída de emperadores como el francés Napoleón III, y de su esposa Eugenia de Montijo, con la que la reina mantuvo una relación personal, afortunadamente para ella no llegó a ver el triste destino que le esperaba a su nieta favorita, Alejandra Romanov, que también llegó a ser emperatriz pero fue asesinada junto a su familia en 1918 tras el triunfo de la revolución rusa.

Mientras Victoria ejercía sus dominios en Europa y la India, en China, el que había sido uno de los Imperios más sólidos y antiguos del mundo, también se desmoronaba. La última gran regidora de la dinastía manchú fue una mujer, Xixi, la emperatriz viuda. Aunque no era más que una concubina, fue la única que dio al emperador un hijo varón, lo que automáticamente la hizo ascender. Como su hijo accedió al trono con solo 6 años, ella ejerció el poder como regente y lo hizo con mano firme. Ejemplo de ello es que cuando tuvo que abandonar con su familia la Ciudad Prohibida no dudó en tirar a su nuera a un pozo para que no les molestase en su huida. Tras la pérdida de su hijo, Xixi gobernó en solitario hasta que, a su muerte, le sucedió el pequeño Puyi, el último emperador del país del Sol Naciente.

María José Vidal Castillo (@mjvidalc)