A veces se nos olvida que los soldados desempeñan un trabajo. Desagradecido, peligroso y controvertido, salvo para algún sádico chiflado que disfruta haciendo daño en nombre de un trapo de colores o un abstracto ideal.

Como en todos los trabajos, si hay reivindicaciones no atendidas, los empleados van a la huelga. Ahí empieza el motín. Un problema para las autoridades, puesto que los huelguistas están armados.

TÉCNICA DEL MOTÍN

Que sepamos, los motines son tan antiguos como los ejércitos mismos y desde la Antigüedad los motines han quedado recogidos en las fuentes.

Las legiones romanas y los pretorianos[1] eran consumados especialistas en amotinarse para obtener mejoras salariales, a través del “donativo” (obligatorio, por supuesto).

Andando el tiempo, numerosos motines han ido jalonando las diferentes etapas de la Historia. Especialmente recordados son los protagonizados por los Tercios españoles en las guerras de Flandes, llegando incluso a establecer un método de amotinamiento para evitar excesivas complicaciones legales: las banderas eran separadas de los amotinados para evitar su deshonra. Una vez solucionadas las “reclamaciones”, se ejecutaba a algunos responsables y se devolvía al resto a la “obediencia del Rey”.

En estas fechas se conmemora el centenario de la Gran Guerra, en cuya parte final se produjeron importantes amotinamientos.

LA GRAN GUERRA

El cataclismo moral que provocó la Gran Guerra fue vivido primero por los alegres y estúpidos soldaditos que tras desfilar por amplios bulevares rodeados de hermosas muchachas se vieron pronto en un inmenso fangal. Fangal provocado por las lluvias y la sangre.

El impacto psicológico fue tal que muchos de ellos empezaron a odiar a sus propias familias y allegados, seguros en la retaguardia. Esta diferencia entre “nosotros” y “la retaguardia” iba a ser en parte responsable de los movimientos antidemocráticos del periodo de entreguerras. Para ellos la única opinión válida era la de los que habían arriesgado su anatomía, no la del seguro votante y el apoltronado político.

Algunos llegaron incluso a preferir el frente y sus cotidianos peligros. A fin de cuentas era su empleo y como cualquier trabajador que se precie, querían mejores condiciones laborales.

En este aspecto, los soldados franceses sobrepasaron en mucho al resto, aunque la tradición sindicalista de Alemania y especialmente, Reino Unido, tampoco era moco de pavo.

También hay que decir que británicos y alemanes tenían un equipo de trabajo, por así llamarlo, más adecuado a la jornada laboral: las primeras protestas se produjeron cuando se exigió la retirada de los vistosos pantalones rojos del uniforme francés.

Argumentaban que las bajas eran mayores porque los alemanes, casi camuflados con sus uniformes de color verde-gris, tiroteaban a placer a los propietarios de los bonitos pantalones rojos. Era como llevar una diana pintada en el culo. Se produjeron algunas revueltas y fusilamientos esporádicos, al igual que en caso de los cascos, las máscaras de gas, la comida y las deserciones.

Pero durante algún tiempo, el odio provocado por los respectivos nacionalismos, alimentados por la xenofobia y el racismo, sirvió de sostén moral para aquellos que estaban, usando términos de la época “en el fregado”.

LOS GRANDES  MOTINES

Para el final de la guerra, los ánimos de los soldados y de algunos oficiales estaban crispados al máximo. Las noticias que les llegaban desde el Este, muy confusas debido a la censura, de las deserciones masivas del ejército ruso y del proceso revolucionario que estaba teniendo lugar en Rusia, hicieron de catalizador.

A las malas condiciones endémicas de la guerra de posiciones, se unió la propaganda obrerista y pacifista que había sido acallada en 1914 a base de patriotismo barato e ingentes cantidades de mentiras[2], vino y coñac aún más baratos que el nacionalismo.

Desde las playas del Mar del Norte hasta la frontera suiza, a ambos lados de las trincheras, el rumor de los motines  y de una pronta salida de la guerra fue cogiendo cuerpo y avanzando como un reguero de pólvora.

No había más que esperar a que una genial cagada de algún bigotudo general provocase una nueva masacre que acabase por ser el detonante final.

Y entonces se libró la Batalla del Chemin des Dames. La genial cagada entró en escena.

EL CAMINO DE LAS DAMAS, EL PASEO A LA REVUELTA

En el siglo XVIII, el Camino de las Damas era un hermoso paseo adoquinado que servía a dos de las hijas de Luis XV, un rijoso impenitente, para ir a visitar las propiedades de una de sus damas de compañía.

En 1917 sería el eje central de la tragedia que motivó las revueltas de los sufridos “poilus” por la incompetencia de Robert Nivelle, que interpreta en esta historia el papel del bigotudo general.

Indiscreto y jactancioso, gozó de gran popularidad con sus aliados británicos, porque su madre era inglesa y dominaba con fluidez el idioma.

Propuso una importante operación ofensiva, lo que él llamaba un “ataque en profundidad”, con la intención de romper las defensas alemanas y recuperar la histórica ciudad de Laon y los territorios circundantes. El precio estimado: 10000 soldados franco-británicos.

Sobre el papel el plan era sencillo: los británicos, bajo mando francés, por supuesto, avanzarían para distraer a los alemanes, mientras el verdadero ataque lo llevarían a cabo los franceses, situados algo más al sur.

El 16 de abril se dio el pistoletazo (nunca mejor dicho) de salida para que los más de 800.000 franco-británicos se enfrentasen a unos 400.000 alemanes, atrincherados en unos cerros cercanos a la llanura del Camino de las Damas.

Para el 7 de mayo de 1917, unos 180000 de esos supuestos 10000 habían dado sus huesos, sangre y tripas para recuperar cuatro o cinco cerros de mala muerte. Por si fuese poco, solo los canadienses, que ocuparon tras duros combates la Cresta de Vimy, cumplieron su parte del plan y se llevaron algo de reconocimiento.

Nivelle salió de escena camino de Argelia, donde iba a purgar la culpa del desastre en una serie de destinos burocráticos.

EL MOTÍN

Los motines comenzaron  ya en abril, en plena ofensiva. Muchas unidades completas se negaban a combatir, como expone, entre otros, Marc Ferro en su clásica obra La Gran Guerra: fue común amenazar a los suboficiales y oficiales al mando, cuando estos intentaban hacer cumplir las órdenes. Al poco tiempo, fuese por convicción o por miedo, sargentos, tenientes y  capitanes comenzaron a apoyar las reivindicaciones de los soldados: ninguno quería morir por un cerro o una trinchera olvidados de la mano de Dios que iban a perder y recuperar siete veces en un mes.

Algunos miembros del Estado Mayor culparon de estas sediciones a todo aquel que no fuese un nacionalista dispuesto a exterminar a todo alemán a su alcance: eran cosa de socialistas, pacifistas y anarquistas, de acuerdo con los alemanes, por supuesto. La típica histeria del nacionalista patriotero y sinvergüenza.

El dedo acusador se cebó con los maestros y profesores[3] movilizados como soldados y oficiales, ya que ellos instruían, en muchos casos, a soldados analfabetos.

Otros generales eran mucho más pedestres en sus apreciaciones: como los soldados valientes se morían en mayor proporción, los que quedaban no eran sino morralla cobarde, heridos e inútiles que se rebelaban para no luchar y morir volatilizados por un obús, cosidos a tiros o atravesados como un pollo por una bayoneta.

Las palabras y testimonios de los soldados implicados en cartas, manifiestos y declaraciones en sus consejos de guerra son claras: nada de Revolución  “como en Rusia” (refiriéndose a las noticias censuradas sobre la Revolución de Febrero que habían llegado a Francia), sólo se negaban a servir de cebo en operaciones mal diseñadas, planeadas y ejecutadas. Exigían que los generales y el  Estado Mayor se hicieran responsables de las matanzas.

SI SU EJÉRCITO TIENE PROBLEMAS, PÉTAIN TIENE LA SOLUCIÓN

El gobierno francés, por muy democrático que fuese, no iba a negociar con soldados indisciplinados en mitad de una guerra en territorio propio.

Se limitó a cambiar cromos: como ya dijimos, Nivelle, a quien la historia oficial hizo cargar, señalan los recientes estudios que injustamente, con el muerto, fue sustituido por el general Pétain[4] , que iba a ser el encargado de reprimir los motines y poner la máquina de guerra francesa a punto.

Pétain, otro bigotudo general, fue más sagaz que sus predecesores a la hora de ponerse manos a la obra.

En primer lugar lanzó una campaña de imagen de su propia persona, haciendo múltiples visitas a las zonas del frente y escuchando las peticiones de los soldados allí destinados, cual populista sudamericano: comía la misma bazofia de los soldados y transitaba por las mismas trincheras encharcadas y llenas de fango, ratas muertas y piojos que sus propios hombres. Las orgías con las cocottes de lujo, cantantes y actrices las dejaba para París y el cuartel general.

Esto le hizo ganar en popularidad, máxime cuando algunas de las exigencias, especialmente en lo tocante a la bazofia y las condiciones higiénicas y de permisos en retaguardia fueron admitidas y solucionadas en parte.

De este modo, cual paternal dictador (curiosamente sería su último servicio a Francia), se permitió disciplinar con dureza a los revoltosos.

Al contrario que los militares burócratas de París, partidarios de un escarmiento general y fusilamientos masivos, Pétain propuso un plan consistente en unos pocos juicios que acabasen invariablemente en el fusilamiento, para dar ejemplo.

Esto dio lugar a una agria polémica posterior entre un sector de historiadores antimilitaristas, que daban el número de unos 20-25000 fusilados (es decir, un cuarto de las tropas implicadas), mientras que los archivos y partes recuperados en estudios recientes rebajan esa cifra a unos 50 fusilamientos.

Lo cierto y verdad es que Pétain, consciente de las limitaciones de sus hombres, tanto físicas como espirituales, llevó a cabo operaciones más reducidas, lentas y seguras, con un amplio uso de la artillería y ahorro de vidas en la medida de lo posible. Esto le convirtió en el héroe de Francia, hasta que, cumplidos ya los ochenta años, un gobierno francés en fuga le propuso hacerse cargo de los restos del naufragio.

LA PUNTILLA ALEMANA: LOS MARINOS SE REBELAN

En el otro bando las cosas no fueron mejor. Las difíciles condiciones económicas de Alemania, motivadas por el bloqueo económico y marino que sufría, junto a la escasez de hombres para el reclutamiento y el estancamiento de las operaciones fueron el caldo de cultivo.

La chispa fue, como no, un ingenioso plan de los también bigotudos generales alemanes, parapetados tras sus estereotípicos monóculos: cuando todo estaba prácticamente perdido, se les ocurrió plantear un ataque de la flota alemana a los puertos del Canal de la Mancha.

El objetivo era incrementar la moral y dar una falsa impresión de fuerza que permitiese siquiera negociar al gobierno alemán o cuando menos, salvar la cara del káiser Guillermo.

Desde 1916 éste había quedado reducido a una simple figura ceremonial que se prodigaba a poner medallas a diestro y siniestro.  Los que cortaban el bacalao en su nombre eran Hindenburg, que vivía del crédito obtenido en 1914 al derrotar a los rusos en Tannenberg y sobre todo, Ludendorff, virtual dictador de Alemania.

Cuando las órdenes llegaron a las unidades atracadas en los importantes puertos de Kiel y Wilhelmshaven, las tripulaciones se lo tomaron, comprensiblemente, a mal:

-Llevaban prácticamente dos años sin pegar un tiro y sin salir de puerto, lo que, en comparación con las tropas de tierra, no estaba nada mal.

-La misión en si misma era un suicidio y las razones de prestigio no fueron suficientes para convencer a unos marinos que veían la posibilidad de volver enteros a sus casas.

Ante el estupor de los oficiales, los marinos se negaron a cumplir órdenes y rápidamente formaron “consejos” al estilo de los soviets aparecidos en Rusia. De un barco a otro, las tripulaciones se amotinaron, redujeron a los oficiales demasiado idiotas como para oponérseles. En poco tiempo lograron el control de ambas bases.

Al cundir la noticia, el belicoso imperio alemán se vino abajo como un anciano con problemas de cadera: hubo disturbios en Berlín y Max von Baden, presidente del gobierno alemán, anunció la abdicación del emperador, dimitió y entregó el poder al socialdemócrata Ebert. No tardó en proclamarse la República.

Unos días después, un señor con abrigo, sombrero y gafas, con aspecto de aburrido oficinista llegaba a Kiel y era recibido en loor de multitudes por los marinos rebeldes.

Se trataba de Gustav Noske, ministro de Defensa socialdemócrata, que venía a parlamentar con los “consejos” de marinos y a informarles del cambio político.

Este sujeto de apariencia anodina, pero sagaz como él solo, hizo valer su carnet del SPD para encandilar a los marinos, que, convencidos de que los socialdemócratas iban a implantar un gobierno revolucionario, se dejaron llevar. Decidieron colaborar y acabaron desmovilizándose.

Poco después, el mismo Noske usaría a los freikorps[5]  para acabar con cualquier atisbo revolucionario en Alemania. Una cosa era echar al káiser y otra, hacer una revolución para echar al socialismo “moderado” del poder. El odio entre comunistas y socialistas en Alemania no terminó ni siquiera en los campos de concentración de Hitler. Nunca se perdonaron lo ocurrido en 1918-19 durante la salvaje y breve guerra civil en Alemania.

Ricardo Rodríguez

[1] Guardia personal del emperador

[2] Entre ellas que los alemanes habían comido vivos a niños en Bélgica. Como vemos el cuento del enemigo-demonio, tan viejo como la humanidad misma, resurge en las épocas de conflicto en beneficio de unos pocos.

[3] Era el caso, entre otros, del famoso historiador Marc Bloch, que alcanzaría el grado de capitán y fue condecorado por su valor en combate.

[4] Irónicamente, el héroe de 1917 cargaría con el muerto de la derrota francesa en 1940 ante Alemania, cuando ya la mayor parte de los políticos estaban a salvo en Inglaterra.

[5]  Bandas armadas formadas por soldados recién vueltos del frente. Combatían por su cuenta y riesgo para evitar “el caos revolucionario” en Alemania entre 1918 y 1919. Los socialistas los usaron para acabar con sus rivales de izquierda: comunistas y anarquistas. Fue un matrimonio de conveniencia, pues los Freikorps tenían una base nacionalista, antidemocrática y anti política.