Tras una ausencia más prolongada de lo debido, retomamos aquí la serie sobre los mindundis más célebres de la mindundería histórica con un ejemplar patrio que nos llega directamente empaquetado desde el turbulento siglo XV.
Hermano de reyes y usurpadores, rey y usurpador él mismo, fue un personaje manejado por oscuros intereses y apartado “presuntamente” (como impone hoy la corrección política) cuando dejó de ser útil. Le presentamos, sin más dilación, a Alfonso de Castilla “el Inocente”.
UNA FAMILIA DE CULEBRÓN
¿Y qué familia real no lo es?, basta con repasar simplemente las páginas de la prensa rosa o ver los histriónicos programas de “tu cadena amiga” para darse cuenta de que incluso una familia real de andar por casa (como la de España) tiene una oscura cara B.
En este caso contamos con Juan II, en el papel de rey viudo vuelto a casar (con doña Isabel de Portugal, una paranoica). Junto a él aparece su todopoderoso consejero, don Álvaro de Luna, que en realidad es quien gobierna.
El rol de hijo primogénito lo encarna don Enrique (futuro rey Enrique IV), el personaje más ridiculizado de la historia de España. Éste quiere asegurarse el trono frente a sus hermanastros, con la ayuda de Juan Pacheco, su fiel consejero y amigo de la infancia.
Las crónicas dicen que Pacheco, noble segundón, introdujo a don Enrique en las prácticas del “vicio moruno”, es decir, la homosexualidad.
En papeles estelares aparecen los hijos del segundo matrimonio de Juan II, don Alfonso, un niño de corta edad y su hermana mayor, Isabel, heredera del fanatismo religioso materno.
Con menos de esto se puede montar un culebrón de unos 3000 capítulos, donde la ambición, el sexo y las ansias de poder sean la perdición de sus protagonistas.
ALFONSO, ESE NIÑO
Eso era lo que debía pensar el atribulado Enrique IV cuando se cruzaba con él por los pasillos de alcázares y palacios, sintiendo crecer en su pecho el deseo de cometer un infanticidio cual Herodes pelirrojo. Y es que para un heredero al trono, la presencia de hermanos varones es un verdadero incordio, máxime si son producto de segundas nupcias. ¿Quién garantiza que ese bebe llorón y baboso no intente desplazarte cuando crezca?
La verdad es que las crónicas hablan poco de la relación que Enrique tenía con su medio hermano Alfonso, no así de la que tenía con Isabel, a la que, al parecer, quería mucho según los estándares de la época.
Según los documentos conservados, Alfonso, nuestro protagonista, vino al mundo en la localidad de Madrigal de las Altas Torres un presumiblemente frío noviembre de 1453, el mismo año que acabó la Guerra de los Cien Años y Constantinopla cayó en poder de las hordas mahometanas de los turcos.
Con la venida al mundo de Alfonso, un varón, la sucesión al trono podía verse alterada, ya que Juan II, como buen padre de familia, no se fiaba de su hijo mayor, Enrique. Éste le había exigido de malas maneras (más que posiblemente aconsejado por Pacheco) la entrega del Principado de Asturias, propio de los herederos al trono castellano.
Esto disgustó mucho a Juan II, un blandengue que no hacía nada sin consultar con su consejero principal, don Álvaro de Luna. El problema es que el propio rey lo había mandado decapitar meses antes convencido por las presiones de importantes nobles (entre los que estaban la propia reina y su hijo, don Enrique, que hicieron causa común).
Pocos meses pudo disfrutar de su paternidad el rey Juan II, pues murió al verano siguiente, dejando escrito en su testamento que la tutoría de sus dos hijos menores debía recaer en la reina viuda, a la que se le entregaban ciertas poblaciones como domicilio y fuente de ingresos.
Esto se debe a que no se fiaba ni un pelo de lo que pudiera tramar don Juan Pacheco, que manejaba a su heredero, Enrique IV como una marioneta.
Poco tardó Enrique en dar muestras de hostilidad hacia su madrastra y su prole: decretó piadosamente el encierro de Isabel y sus dos hijos en el palacio de las Casas Reales de Arévalo, alegando que la reina estaba loca tras la muerte de su esposo (“malencónica” se decía en aquel entonces).
Así pues el bebé Alfonso debutó en este mundo siendo secuestrado en su propia casa por orden de su medio hermano.
No contento con ello, Enrique IV, iba a saltarse el testamento de su padre y arrebatarle la custodia de sus hermanastros a su madrastra, en una típica venganza de la época: Isabel de Portugal, viuda, fue privada de sus hijos. Su salud mental se vio agravada por una más que posible depresión (más “malenconía”) al verse sola y privada de afectos en aquel palacio de Arévalo.
Así pues Alfonso (que era, no olvidemos, el personaje importante al ser varón), fue presentado a su hermano en el Alcázar de Segovia, residencia favorita de Enrique IV. El pretexto para ejercer su custodia era el “cariño” de Enrique por sus hermanos y la necesidad de que el supuesto heredero, se criase y fuese educado en el entorno de la Corte. A Isabel se le reservaba el feliz destino de casarse con algún infante o monarca portugués, tío o primo suyo por parte materna.
Que Alfonso fuera el presunto heredero de su hermano se explica por el mote con el que Enrique pasó a la posteridad: “el Impotente”. Se había divorciado de su primera mujer, Blanca de Navarra, al ser incapaz, digámoslo educadamente, de consumar el matrimonio en repetidas ocasiones. Imaginemos la decepción del pueblo llano cuando tras las bodas reales no se colgaron las sábanas de los recién casados manchadas de sangre nupcial por los balcones de palacio ( ¡El rey no es un machote!). Todo se arregló con un divorcio en el que la Iglesia testificó que el rey era impotente “temporalmente” víctima de brujería.
Tiempo después se casó con doña Juana de Portugal, belleza del país vecino y prima de su madrastra y de él mismo. En esta ocasión se produjo el embarazo no sin dificultades ni rumores, dando a luz Juana, tras una presunta primitiva fecundación asistida (algunas fuentes mantienen que el rey eyaculó en una cánula metálica introducida en la vagina de la reina), a la única hija del matrimonio, la infanta Juana. Este nacimiento iba a traer importantes acontecimientos políticos.
Mientras, Alfonso estaba, como cualquier niño, ajeno a los manejos de los adultos a su alrededor. Con poco más de 10 años vivía separado de su madre, rodeado de desconocidos y a cargo de su hermano, el rey, que se divertía maltratándolo ocasionalmente para regocijo propio y de sus amigotes: bien conocida es la afición que tenía Enrique IV por la caza. En aquellos tiempos era moda entre nobles y monarcas tener un parque zoológico con variadas especies en los jardines de su palacio. Entre los animales de Enrique destacaba un macho de cabra montesa hispánica. Su pasatiempo favorito era ver al pequeño Alfonso huyendo despavorido de los ataques y carreras del agresivo ejemplar.
Así de felices pasaban los días en el Alcázar de Segovia.
MONEDA DE CAMBIO
Pero las intrigas palaciegas iban a dar a Alfonso la oportunidad de pasar a los libros de historia siquiera como pie de página. El ascenso como consejero real de Beltrán de la Cueva molestó a Pacheco, que controlaba al monarca como José Luis Moreno controlaba a Monchito, Macario y Rockefeller[1]. Celoso del nuevo entrometido y temiendo que el rey dejase de entregarle villas y honores como pago a sus intrigas, convenció a una facción de la nobleza para oponerse al rey. Como propaganda idearon una serie de calumnias que la tradición hizo verdaderas, a saber:
-Que el rey era homosexual o cuando menos impotente (rumores bien sabidos por Pacheco, por otra parte).
-Que le gustaba “vestir a la moruna” y rodearse de judíos, conversos y moros en vez de rodearse de cristianos, hombre…
-Que Beltrán de la Cueva, posiblemente de origen judío, se las “entendía” con la reina a petición propia del rey y que por tanto, la infanta Juana no era legítima.
Pedían los nobles rebeldes nada más y nada menos que se despojase a Juana de su posición y que fuese sustituida como heredera por Alfonso, que pasaría a ser educado por Pacheco y sus compinches, al igual que Isabel. Enrique IV, haciendo gala de sus típicos titubeos y de su repugnancia por la violencia, aceptó y se humilló: despojó a su hija y entregó a sus hermanos a sus adversarios. Alfonso añadió a su ya triste currículum de rehén maltratado y desamparado el hecho de ser moneda de cambio e instrumento de las intrigas palaciegas en las que sus intereses eran “protegidos” por los enemigos de su hermano. Por si fuese poco se programó su matrimonio con su sobrina Juana. Como Enrique IV, sin amigos ni consejeros de valía[2], en uno de los escasos episodios de firmeza de su vida, se negó a firmar (¿Cómo cojones iba a firmar nadie eso?). Esto dio lugar a un conflicto abierto entre el bando de Enrique IV y la Liga de nobles encabezada por Pacheco y su hermano, Pedro Girón[3].
LA FARSA DE ÁVILA: ALFONSO XII
No tardaron los nobles rebeldes en usar a Alfonso como arma arrojadiza:
-¿Tú quieres ser rey verdad Alfonsito?- preguntaría un solícito Pacheco, ansioso por manipular al joven de 11 años que iba a abrirle las puertas de la fortuna: ese niño iba a entregarle, por las buenas o las malas, todo aquello que él creyese oportuno. Iba a convertirse en el rey “de facto” de toda Castilla.
Así pues, los nobles conjurados se reunieron en Ávila el verano de 1465, destituyeron a Enrique en forma de monigote, al que arrojaron de un estrado al grito de “A tierra, puto”[4], proclamando a Alfonso rey con 11 años, con el nombre de Alfonso XII.
En la guerra subsiguiente la suerte iba a ser ambivalente para Alfonso y su partido: si bien se apoderaron de Segovia, sede del tesoro real, donde Alfonso se tomó cumplida venganza del macho cabrío de su hermano, haciendo matar al animal, los nobles no tardaron en enfrentarse unos a otros por el favor del rey. Esto convirtió a Alfonso en una máquina de firmar decretos concediendo a Pacheco y sus secuaces (Rodrigo Manrique y su hijo, Jorge, célebre poeta, Rodrigo Alonso Pimentel, Diego Gómez Manrique etc.) la posesión de impuestos, rentas, villas y fortalezas del menguante patrimonio real. El pobre iluso creyó en los servicios que aquellos magnates (y mangantes) estaban haciendo a él como rey y a Castilla como reino y los tenía que recompensar.
Al cumplir los 14 años, llegada ya su edad adulta según el testamento de Juan II murió el pobre Alfonso en Cardeñosa, según la versión oficial dada por los escribanos de su Corte por una “pestilencia”[5]. Otras fuentes hablan de una rápida indisposición tras atravesarse una trucha empanada con un poquito de veneno, viendo detrás la mano del ambicioso Pacheco. Alfonso había dejado de serle útil y pretendía utilizar a otro peón supuestamente más dócil para usurpar el trono: Isabel. Pero esa es ya otra historia.
MINDUNDI
A pesar de haber sido jurado rey, su nombre no está incluido en las listas oficiales y de hecho el nombre Alfonso no volvió a ser usado hasta 400 años después en la persona de otro rey, Alfonso XII de Borbón, que tampoco tenía un claro origen familiar.
Apodado “el Inocente” por la historiografía del siglo XIX, su muerte fue muy llorada por su hermana Isabel, a la que siempre estuvo muy unido por las difíciles circunstancias que les tocó vivir. Hoy en día es un personaje poco conocido este “primer” Alfonso XII, que dejó para la posteridad un hermoso sepulcro en la Cartuja de Miraflores de Burgos (convenientemente saqueado por los franceses en la Guerra de Independencia) y el recuerdo de la brillantez de su corte, repleta de literatos, cantores, juristas, damas y emboscados y aprovechados que hicieron su voluntad usando como escudo a un pobre niño desamparado y falto de afecto. Niño que cuando llegó a adulto fue eliminado convenientemente por los mismos que lo auparon al poder. De este modo, el rey niño constituye un ejemplo claro del mindundi trágico, al que superan las circunstancias y la marea del destino.
Ricardo Rodríguez
[1] Célebre ventrílocuo de los años 80 y 90 en España y su trío de marionetas.
[2] Beltrán de la Cueva fue forzado a abandonar la Corte. Miguel Lucas de Iranzo, condestable de Castilla y amigo del rey desde la infancia vivía autoexiliado en Jaén dedicado a saquear a los musulmanes granadinos. Fue asesinado a puñaladas en la catedral de Jaén mientras rezaba.
[3] En la época era común que los hermanos de las grandes familias no tuviesen los mismos apellidos: el mayor heredaba el de mayor prestigio y el segundón hacía lo propio con los de sus abuelos.
[4] Homosexual
[5] Nombre que se daba en la época a cualquier enfermedad contagiosa
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