La ceremonia de entrega de premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas en Estados Unidos, más popularmente conocida como la gala de los Oscar ha dado lugar a numerosas (y jugosas en muchas ocasiones) anécdotas que han traspasado el ámbito de lo meramente artístico (desde el punto de vista de la cinematografía) para calar en el imaginario colectivo. Pero qué duda cabe que, precisamente, lo que convierte a esta entrega de premios en algo más es su capacidad para haberse convertido en un auténtico espectáculo. Un espectáculo que, nos guste o no, trasciende lo meramente profesional para ser una de las ceremonias más vistas (e imitadas, ya sea para bien o para mal) del mundo.
Dicho esto, y puestos a soltar verdades de “Perogrullo”, continuemos con las consabidas relativas a los premios en sí. Partiendo de la base de que los premios no siempre son justos porque a la hora de votar cualquier galardón en estos niveles prima más lo cuantitativo que lo cualitativo, podremos entender perfectamente que el recibir cualquier tipo de premio, llámenlo Oscar en este caso concreto, no es siempre cuestión de calidad; sino de que resulte conveniente que el valor de un film, o un actor o actriz se acreciente (o devalúe) al conseguir (o no) una de las ansiadas estatuillas doradas con las que cualquiera de los profesionales del mundo del cine sueñan o soñarán alguna vez en su vida.
Entendiendo y queriendo asimilar los dos párrafos anteriores, podemos inferir, pues, que hubo, hay y habrá veces en las que los premios sean esquivos con las películas o profesionales que realmente se lo merecían. Cierto es que podríamos argumentar esa manida frase de “sobre gustos no hay nada escrito” y quedarnos tan panchos; pero la verdad es que a un servidor hay veces que se le viene a la cabeza la frase de un amigo al que le gusta completar el refrán anterior con la coletilla “pero dentro de eso hay buenos y malos gustos…”.
Y precisamente de eso, en los casi noventa años de historia de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos ha habido más de un caso. En este artículo nos vamos a detener en algunos de los casos más flagrantes de directores que jamás, a pesar de ser quienes fueron y a pesar de hacer lo que hicieron, tuvieron la oportunidad de recoger un galardón al Mejor Director. Serían algunos de los “olvidados de Hollywood”.
Fritz Lang, un austríaco duro para una época un tanto sensiblera: el señor Fritz Lang (1890-1976), director de películas tan imprescindibles e icónicas como Metrópolis (1927), que ofrece una visión demasiado realista de una sociedad dividida en ricos y pobres; grandes obras de cine negro como La mujer del cuadro (1944) o Perversidad (1945) o la titánica M, el vampiro de Düsseldorf (1931) donde se ofrece una historia tan actual y tratada de un modo tan soberbio que impresiona: la historia de un asesino de niños… No se encuentra entre los premiados por la Academia; lo que a mi humilde opinión resulta ser una injusticia inexplicable. Quizá sus problemas de conexión con un público no deseoso de historias tan truculentas y sombrías, quizá un genio incomprendido… la única verdad es que jamás estuvo ni tan siquiera nominado como Mejor Director.
Howard Hawks, un mito olvidado por los premios: que uno de los grandes iconos de Hollywood y del cine estadounidense no recibiese un Oscar; y tan solo estuviese nominado una sola vez como Mejor Director, por El sargento York (1941) parece de chiste. Un hombre que dirigió películas en numerosos géneros como el western con Río Bravo (1959), que llevó a la comedia a cotas altísimas en La fiera de mi niña (1938) y fue maestro del cine negro con Tener y no tener (1944) y El sueño eterno (1946) nunca fue merecedor, según los señores académicos, de ser galardonado con una de las pequeñas estatuas doradas. Como únicas excusas podemos mencionar que el año que perdió su única nominación a la mejor dirección, tuvo el honor de perder con el gran John Ford por la película ¡Qué verde era mi valle! Y que en 1975 fue reconocido con el Oscar honorífico a tan extraordinaria carrera.
Orson Welles, un gigante sin premio que descansa en España: casi todo en la persona de Orson Welles es mítico: su aspecto y amistades durante una etapa de su vida; su narración radiofónica de La guerra de los mundos en 1938; su opera prima: Ciudadano Kane (1941) con tan solo 25 años (como nos planteemos qué hemos hecho nosotros con esa edad, mientras Welles hacía una de las películas de la historia…); otro buen puñado de películas como La dama de Shangai (1947) o Sed de mal (1957) con un plano-secuencia durante los primeros minutos que es más de lo que la mayoría de directores harán en su vida… Sin embargo, nada de esto convenció a la Academia, que en 1942 le otorgaba el premio a John Ford, en detrimento de Welles y Hawks entre otros, como citábamos en el apartado anterior, por ¡Qué verde era mi valle!. Jamás volvió a ser nominado, y tuvo que conformarse con el premio honorífico a su carrera en 1971; premio que ni tan siquiera recogió en persona.
Stanley Kubrick, el genio incomprendido: pocos directores han sido tan infravalorados por parte del público y de la crítica en su carrera como el genial Kubrick; muestra de ello es su nominación como peor director por El resplandor (1980); nominación concedida por la antítesis de los Oscar, los Premios Razzie, en su primera edición allá por 1980. Tal vez la depresiva y pesimista visión del ser humano en todas sus películas, ya sean comedias de la talla de ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (1964); tremendos y violentos dramas como La chaqueta metálica (1987) y La naranja mecánica (1971); o grandes películas históricas como Senderos de gloria (1957) y Espartaco (1960) no jugó nunca muy a su favor en las simpatías y las quinielas. Lo cierto de todo esto es que uno de los directores más icónicos de la segunda mitad del siglo XX, se quedó con cuatro nominaciones como mejor director, pero sin ningún premio, si exceptuamos el Oscar a los mejores efectos visuales que consiguió 2001: una odisea del espacio en 1968. Se antoja poco premio para tan gran cazador…
Alfred Hitchcock, un maestro infravalorado: quizá me deje llevar por mis propias simpatías, pero que el director de Extraños en un tren (1951), La ventana indiscreta (1954), Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959), Psicosis (1960), Los pájaros (1963), Frenesí (1972)… (y así podría continuar durante varias líneas más, citando solo las más magistrales de las obras de Hitchcock) no consiguiera ganar ni una sola de las cinco veces que estuvo nominado, es una de las injusticias más grandes de la Historia del Cine. Una vez fue John Ford, otras Elia Kazan, Leo McCarey y Billy Wilder (por dos veces) los que le arrebataron el premio. Demasiado castigo para uno de los directores más influyentes de la historia del séptimo arte. Poco consuelo es decir que, en honor a la verdad, los directores con los que tuvo que batirse se encuentran, al igual que él mismo, por méritos propios en el Olimpo del Cine. Poco consuelo también el Oscar a la Mejor Película que se llevó Rebeca (1940). El señor Hitchcock merecía algo más que el Oscar honorífico a todo su carrera que recibió en 1968. Demasiado incomprendido en ciertos círculos hasta que el movimiento de la Nouvelle Vague lo consiguió redimir y redescubrir para bien de todos los amantes del Cine.
Estos son simplemente cinco de los directores que representan a los grandes “perdedores” de los premios Oscar, y que refuerzan una teoría que, ante estas pruebas, se presenta como casi irrefutable: no siempre ganan los mejores. Como consuelo, el hecho de haber conseguido sobrevivir a la Historia por méritos propios, y no simplemente por ser parte de un (a la vista de algunos resultados que se dan año tras año) no tan selecto club.
Olvídense de premios y disfruten del Cine. Sin más.
Carlos Corredera (@carloscr82)
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