He estado en ARCO durante 6 horas. Lo mismo ustedes no tienen ni idea de qué es ARCO y les digo una cosa, pueden tener una vida plena, maravillosa y altamente satisfactoria sin pisar ARCO. Sin saber qué es. Sin ni siquiera plantearse si deben seguir leyendo este artículo. Porque en este artículo no les voy a aclarar nada sobre ARCO, nada más allá de lo que pueden buscar en Google. El artículo-troncho vendrá después de éste, analizará muchas cosas supuestamente interesantes y les contará cosas sobre qué es el arte actual y hacia dónde camina. En este artículo les voy a contar qué viví en ARCO.
Vamos a ver. ARCO es la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid, un evento que se celebra en Ifema.
Nota: todo son risas hasta que te recuerdan almorzando que allí dejaron los cadáveres después del 11-M. Mal rollo tú.
Ifema es ese inmenso erial de cemento, cristal y comerciales sonrientes de ferias extrañas que está en un punto de Madrid que cuando tratas de ubicarlo en el mapa te cuestionas si no necesitarás una linterna, un látigo, polvo de unicornio y sacar el anillo único del abismo de Helm para poder llegar. Tres líneas de metro tuve que coger desde Lavapiés.
Y ustedes dirán “bueno pero tampoco iría tanta gente”. Es Madrid. Si ustedes leen esto desde Huelva, la Nueva York del Suroeste peninsular, o desde algún punto de la Mancha creerán que a una Feria de Arte Contemporáneo van sólo unos cuantos intensitos de barrio gentrificado y muchos ricos. Esos van. Esos estaban en el metro junto a mí. Nos mirábamos de reojo con ese aspecto de “sí, sí, somos de una extraña hermandad clandestina de gente a la que le gusta el arte contemporáneo y no nos entiende nadie”. Somos los que nos pasábamos dos veces los RPG. Somos los que veíamos cine de Allen en el instituto y asiático en la Universidad. Somos los rechazados, los incomprendidos, tenemos nuestros códigos secretos basados en citas de Arthur Danto, Greenberg y Foster. Nos montamos en el metro, lleno de gente, pensamos que cuando se bajen en la parada de antes nosotros llegaremos solitarios a la nuestra y nos reconoceremos.
Pero Madrid es otra cosa. Y en la parada de metro de Ifema se baja un tropel de gente que comprende desde muchachos confusos que apenas pasan la mayoría de edad hasta familias enteras con carritos, personas mayores con y sin bastón, gente bien, gente fetén, gente que podría pasar droga junto a gente que podría traficar con ella. Todos a ARCO. Todos a ver arte contemporáneo. Es Madrid, no traten de entenderlo.
Así que allí que me fui corriendo por si acaso se hacía la cola muy grande mientras me perseguían The Walking Artists Dead a mis espaldas. Como me temía había una cola inmensa para sacar la entrada a pesar de que abrían a las 12 de la mañana y faltaban diez minutos. Claro, dirán “pues haber ido antes”. Pero, ¿quién iba a pensar que la gente no tuviera mejor plan para un viernes laborable por la mañana que ir a ver una feria de arte contemporáneo? Sin embargo, voilà, este año iba como acreditado de prensa gracias a ésta su revista amiga. Gracias a su amable director por dejarme falsificar su firma.
Había un señor gordo (repitan “gordo” como si se les llenara la boca) con bigote poblado y color de piel amigo de la Sirenita embutido en el clásico uniforme de informador profesional en España, es decir, vestido de Prosegur. A ese señor le dije “oiga, ¿la entrada a ARCO?”. Me señaló las taquillas. Agité como si fuera un billete de 500 euros mi acreditación y me señaló la entrada. Aún no sé si era mudo o de pocas palabras.
Pero Ifema es inmenso, ¿he dicho ya suficientes veces que es inmenso? Allí estaba ARCO, con sus 203 galerías, y el Salón Internacional de Aire Acondicionado, Calefacción, Ventilación, Frío Industrial y Comercial, la Feria Internacional de Energía y Medio Ambiente, HydroSensoft, Simposio Internacional de Sensores y Software Hidro-Ambiental con Exposición, la Feria de Soluciones Innovadoras para la Gestión del Agua y Tecnova, Feria de Tecnología e Innovación para Instalaciones Acuáticas. Divertidísimo todo. La juerga padre. Pensé entonces que las familias no, y los chavales tampoco, pero lo mismo más de un señor mayor iba allí a ver algo de aire acondicionado, calefacción y esas cosas.
Por suerte aún no me han pedido que vaya a ese tipo de eventos ni trabajo en algo que tenga remotamente que ver con eso. Así que me dirigí hasta el final de Ifema, allí donde un terraplanista diría que habitan monstruos y se acaba el mundo. Me prometí no hacer ostentación del pase de prensa porque me sentía ridículo pero a los dos minutos iba llevándolo como si fuera Mr. Bean, especialmente cuando leí “Entrada rápida para prensa”. Me recordaba a cuando estafaba al estado francés con mi carné de universitario 16 años después de haber perdido el derecho a usarlo.
Después de todo eso, entre en ARCO. La sensación de entrar en una inmensa nave industrial llena de galerías de arte es algo maravilloso para quien les escribe. Además bien iluminado todo. Porque en otras ferias de arte, por ejemplo en la infame feria que se celebraba en Sevilla, la luz le da a todo un aire de probador del Corte Inglés en los 80.
Nota: la feria de arte contemporáneo de Sevilla se suspendió en 2018 porque sólo iban a ir cuatro galerías.
En ARCO se nota que estás en Madrid. Hay eficiencia, hay gente que quiere informarte de cosas. Hay gente de Prosegur que te registra la mochila, te indica por dónde empezar a ver y le falta sólo decirte qué obras son las más cotizadas. Hay un aire industrial, poco sofisticado, incluso algo sandunguero. Esto no es Art Basel con sus más de seiscientas galerías. No es la Frieze de Londres que parece el Ascot del arte actual. Tampoco es la Artissima de Turín ni la FIAC de París. ARCO no está entre las diez mejores ferias de arte contemporáneo de Europa, pero tiene algo que las demás no tienen.
Un stand de Cervezas Alhambra. Un maravilloso stand de Cervezas Alhambra y gente paseando con tercios de 1926 por todo el recinto. Porque para ver arte contemporáneo hay que ir con un punto en el cuerpo. Quien les escribe no lo hizo por varios motivos, entre otros por ir cargando en sus brazos con una cazadora, una sudadera, una cámara, el móvil para tomar notas, todos los papelacos que me iban dando y así.
Con semejante presencia comencé a deambular, de forma totalmente prusiana gracias a la distribución en forma de parrilla de la feria y con la promesa hecha a mi hermano de que en unas tres horas estaría listo. Claro que sí hombre. De lo que vi a nivel artístico ya podrán leer algo más serio en breve. Entretanto fui testigo de cosas curiosas.
Por ejemplo de lo que le gusta a la gente mirarse. No había una sola obra de arte que tuviera algún tipo de superficie reflectante que no se viera sometida a la dictadura hedonista del móvil. He sorprendido a una muchacha usando una obra de arte para peinarse. A una caterva de parejas haciéndose fotos con el móvil, y más y más fotos y por supuesto a fotógrafos ataviados con teleobjetivos que podrían sacar los empastes de un astronauta tratando de hacer la foto ingeniosa de alguien que se refleja en la obra de arte. El equivalente cuñado en fotografía de decir nada más dar las campanadas de fin de año “pues no me baño desde el año pasado”.
La obsesión de la gente por verse es algo que me fascina. Yo casi no tengo espejos en casa. Sólo uno, pequeño, en el cuarto de baño. No me gusta salir en las fotos. Por eso me resulta inquietante el paraíso que ve la gente en practicar su narcisismo frente a las obras de arte. Las humillan, las denigran, les están diciendo “eh, tú existes para que yo me refleje”. Pero si creen que eso es curioso es porque no han visto la utilidad que un par de señoras con abrigos de cosas que antes estaban vivas (el abrigo me quiero referir) encontraron a tres grandes obras monocromas de Regine Schumann. En efecto, lo están sospechando. De fondo para sus fotos. “Hazme fotos con este fondo, cari”. La obra de arte como espejo, la obra de arte como telón. La obra de arte como “eh hola, he estado aquí” hasta el punto de tener que poner a un señor a decir que por favor dejaran de hacerse selfies con la escultura para quemar de Felipe de Borbón.
El éxtasis devino en forma de ser. De pronto una piara de gente móvil en ristre, elevando sus manos como si imploraran a Narciso hecho dios, enfocaban a alguien. Noté como un señor de cuerpo contundente y fabricado en gimnasio me apartaba de mi sitio. Lo vi allí, emerger. Lo imaginé como Venus desnuda sobre una concha. Lo imaginé como un efebo de Caravaggio. Era Pedro Sánchez, era el presidente escritor. El renacido. El guapo. Serio, menos alto de lo esperado y mirando las obras como si quisiera dejarlas preñadas.
Nota: la verdad es que no miraba mucho y tenía cara de no entender la diferencia entre la moqueta y las obras expuestas.
Nota a la nota: si piensan que pasé de las obras y perseguí a Pedro Sánchez con el móvil en alto, están en lo cierto.
Pasado el susto seguí deambulando, tratando de entender algunas cosas de allí. Por ejemplo traté de entender que aquello no es un sitio para admirar arte, aunque en buena medida yo iba con esa intención. Una feria de arte es un sitio donde se va a comprar obras de arte. Es un mercado. He visto carnicerías más sutiles. Pero es una charcutería de la Belleza, y al final la Belleza, aunque se la someta al mercado, acaba reventando por algún lado. Al fin y al cabo estamos hablando de un mercado plenamente justificado.
Con frecuencia se critica lo que ha hecho el capitalismo con el arte. No seré yo quien vaya ahora a enmendarle la plana precisamente. Sin embargo, se nos olvida que incluso en la postmodernidad encontramos una gran parte de los artistas que son enormemente críticos con el momento e incluso con el propio hecho del mercado asociado al arte. Es lo que hizo Banksy en Dismaland. Pensar, no obstante, en el artista libre que hace las cosas para la sociedad, que se compromete y vuelca con ella nos devuelve a la falacia del activismo alienado. Esto es, que otros cumplan el papel que espero de ellos para no tener que hacerlo yo. Los artistas comen todos los días, quieren tener una vivienda y hasta viajar. Tienen que vender.
Antes los colores, la temática, hasta muchas veces la composición, se la imponían los compradores. No se suele mencionar cuando se explica una inmaculada de Murillo que en el resultado final influía lo que el comitente se quisiera gastar en los colores, la censura del veedor de la Inquisición, la elección de tal o cual grabado en el cual se basaba la obra, y así hasta tantas variables que lo que menos influía era al final el artista. En cambio, hoy el mercado impone unos precios, pero en general el artista suele ser bastante libre para crear.
En esas cosas andaba yo pensando, ya lo leerán con más profundidad en el otro artículo, cuando se me echó encima la hora de comer. Se me ocurrió visitar los stands de comida de ARCO. La comida tenía buena pinta. El precio hizo que mirara si era para comerla o para exponerla. Aparte de una cola inmensa y sin sitio para sentarme.
“Malo será – me dije- que siendo esto Ifema no haya un sitio para comer de menú y bien”. Esto es Madrid, también para este tipo de cosas. Si no han ido nunca y van a ARCO algún año lleven bocadillos. En Ifema hay un Burguer King al que me negué a entrar no tanto por principios como porque ya había cenado hamburguesa el día anterior. Al lado un sitio de color pálido, con esas letras verdes que pretenden decirnos que ahí se come sano.
Mordí el anzuelo.
Diez minutos después estaba haciendo cola con una bandeja y un bocadillo de pollo con hummus que no tenía hummus pagado a precio de toda una granja de pollos. Con una botella de agua a precio de tercio de Alhambra. Lo que sucedió a continuación les sorprenderá. El salón para sentarse a comer es un inmenso comedor a medio camino entre la obra social y cualquier restaurante en EEUU. Así que allí que me fui a cuatro mesas que estaban juntas y sólo dos puestos ocupados por un señor mayor y un niño manifiestamente con problemas. No me refiero a que el señor mayor fuera cura y por eso el niño tuviera problemas sino a que tenía problemas psicomotrices evidentes. Pregunté “¿perdone, me puedo sentar?” a lo que el niño respondió que estaban todos ocupados (traducción libre). Insistí mirando al señor mayor, “¿todos?”. El señor mayor empezó a gritar. Resulta que estaba peor que el niño.
Haciendo como Pedro Sánchez ante la inteligencia y el arte contemporáneo, pasé de largo y me fui a otro sitio. Me hice hueco entre unos señores con chaqueta y me puse a sentirme como un gilipollas por lo que estaba comiendo a precio de obra de arte. No me aburrí. Me enteré de cómo han subido los precios de las pastillas de cloro debido a que hay cada vez más demanda de China. Entendí aunque no me hizo gracia un chiste sobre el tipo de plástico que están usando en los filtros de las piscinas. Alguien enumeró varias veces los pedidos de siete filtros diferentes.
Para cuando volví a deambular por ARCO el número de visitantes había bajado. Ahora los stands de comida estaban semivacíos pero la comida seguía igual de cara. Ya no había amenazas de encontrarme a Pedro Sánchez que estaría ya volando en el Falcón a algún festival remoto. Podía pasear tranquilo.
Otra nota: no lo he contado antes pero me encontré con una alumna del año pasado, muy maja e inteligente. Una sorpresa grata encontrarte a gente de esa edad viendo ARCO. Esto viene al caso porque…
…estaba yo paseando ya como una persona tranquila cuando me encontré a esta alumna con sus amigas, de nuevo. Delante de “Latencia”, de Moisés Mañas. “¿Qué crees que es?”, me preguntó. Les solté una turra que por poco no me tienen que exponer a mí también. Viendo las caras de las amigas a punto estuve de añadir “que la conozco a ella, le di clase el año pasado, no penséis que soy el típico tonto que se cree que lo sabe todo y se pone a acosar muchachas dando la turra hablando de arte”.
Más notas: vale, es un pensamiento que tengo mucho, prácticamente cada vez que hablo de arte.
Decidí que seguiría deambulando sin hablar con nadie más. Hasta que se me ocurrió pararme delante de una fotografía de una puerta. La fotografía en sí me pareció una estafa, la verdad. Era el stand de la Galería Anca Poterasu de Bucarest. La foto estaba puesta en un sitio escondido y me venía muy bien sin embargo para ponerme a escribir por el móvil sin molestar a nadie. Hasta que la muchacha confusa que estaba de ayudante vino a informarme sobre la obra. En inglés. Yo, que ya de por sí cuando viene alguien extraño a hablarme me pongo más nervioso que un francotirador en Siria viendo a una niña en un columpio, imagínense si pienso que me quieren vender algo por más de seis veces lo que tengo ahorrado en mi cuenta.
Aproveché para preguntarle por las obras que había de Aurora Király, mucho más interesantes y de lo mejor de ARCO. Me dio un catálogo. Me dio una lista de precios. Ahí ya no. Saqué la acreditación de prensa y farfullé un “zenkiu, its for mai articol, aim press redactor”. Momento maravilloso en el que se agachó para mirar la acreditación que yo llevaba colgando del bolsillo del pantalón. Pareció no entender pero se sacó una tarjeta, me la dio y me dijo “cualquier cosa que necesites, me llamas, estoy aquí hasta el domingo”. Ea, asunto liquidado.
Después de aquella escena me iban quedando cada vez menos fuerzas mentales. Por un momento me sentí agobiado cuando entré en el stand de Juana de Aizpuru. “¿Y a mí qué me importa?” estarán pensando llegados a este punto. Pues miren, Juana de Aizpuru tenía la galería más importante de Sevilla hasta el año en el que, tras montar dos bienales de arte contemporáneo bastante decentes en la ciudad, le cortaron el grifo, la acusaron de llevárselo bien haciendo el egipcio, así que decidió que ya estaba bien de tener que aguantar tantas mierdas. Ahora Juana de Aizpuru puede ir a ARCO llevando la obra más cara que se vendía allí y como dijo un señor de la galería La Caja Negra, de Madrid, “Juana lo mismo regala el cuadro, porque Juana se puede permitir ya no vender, nos revienta el mercado a los demás”. Esperanzado pululé por su stand esperando que si caía de regalo una obra de Manuel Rivera o de Canogar, fuera en mis brazos.
No fue así. El único regalo fue el que me hice sentándome con una Alhambra roja en la mano, el móvil y la cámara llenos de fotos, ideas, apuntes, comentarios. ARCO he hizo pensar, parafraseando a Pessoa, que el arte es una compañía, que nos enseña que no sabemos andar solos por los caminos aunque nos empeñemos en ello. El arte es un pensamiento que se hace visible, que nos lleva a ver menos al mismo tiempo que nos hace querer degustarlo todo. Que la ausencia de lo que comúnmente llamamos lo bello es también una forma de belleza. Porque aunque no lo entendamos, el arte se nos hace necesario aunque no sepamos cómo desearlo. Cuando no lo vemos, podemos imaginarlo. Cuando lo vemos, temblamos, quizá pensando en su previsible ausencia.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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