Es la primavera de 1914 y un pintor malagueño acompañado de un poeta nacido en Italia de madre polaca hacen su entrada en un café de Montparnasse en París. Otro italiano, de nombre Amedeo, calla en sus exhortaciones ebrias junto a tres compañeros rusos. Vladimir Ilich, uno de ellos, pregunta a Amedeo si ése que ha entrado es el conocido artista Pablo Picasso. “Lo es, camarada”, le contesta un compatriota ruso en la mesa de al lado. Su nombre es Kazimir Malevich y está recién llegado a la capital del arte para su primera exposición en París junto a Alexander Archipenko, Sonia Delaunay, Aleksandra Ekster, y Vadim Meller. Trotski, que está de paso antes de volver a Londres, hace un amago de levantarse a saludar al artista español pero Amedeo, de apellido Modigliani, se abalanza sobre Picasso para hablarle de su propia obra y de las ganas que tiene de hacerle un retrato.
Esa noche no será la única en la que todos coincidan. En noviembre, empezada ya la I Guerra Mundial, Trotski entrará también en el café celebrando que ha encontrado un pequeño apartamento en el barrio que le apasiona. Lenin hace tiempo que vive en la rue Marie-Rose, no muy lejos del Panteón. Allí vive desde 1909 con su esposa, Nadezhda. Gusta de andar por Montsouris y charlar con sus compatriotas rusos, entre los que Trotski y Malevitch ocupan un lugar fundamental. Y es allí donde conoce a Inès Armand, una activista comunista poco más de diez años más joven que él. No pasó mucho tiempo hasta que Lenin y Armand mostraron su amor mutuo por los Grandes Bulevares de la ciudad, especialmente en los cafés de la Avenida de Orléans, hoy Général-Leclerc.
Entretanto, la guerra hace estragos y los artistas extranjeros no son bien vistos en París. Apollinaire se enrola en el ejército francés para mostrar su amor por Francia y Picasso frecuenta los cafés de Montparnasse entre los recelos de los artistas de la rive gauche, poco o nada acostumbrados a que los artistas de la elite de Montmartre se dignen a mezclarse con ellos. Rusos, italianos, normandos, la orilla más bohemia de la ciudad es ahora un verdadero hervidero de la nueva ola de artistas del este y norte de Europa que poco a poco van superponiéndose a los que habían dado a Montmartre sus últimos suspiros.
Entre los que pueblan Montparnasse, el poeta Mayakovsky, Malevich y Lentúlov forman un grupo a instancias de Trotski: Segodnyashnii Lubok (Lubok de hoy). Su finalidad era producir carteles y postales satíricas sobre la Gran Guerra contra Alemania y Austria para mostrar el esfuerzo de Rusia en la contienda. Lubok eran los grabados folklóricos rusos que mostraban cuentos infantiles y populares con sencillas narraciones. Es ahí donde Malevich entiende lo que Trotski quiere transmitir, ideas potentes pero sencillas narradas con un diseño directo.
Al año siguiente Malevich se encuentra en San Petersburgo presentando, entre otras obras, Cuadrado negro. El Suprematismo está naciendo y el texto que lo acompaña, Última exposición Futurista: 0,10, es la consolidación de aquello que Kandinsky había anticipado años atrás. El espacio pictórico ha sido expulsado de la totalidad del mundo familiar de la vida, la forma y las historias humanas y se hace necesario desaprender, por decirlo de alguna forma, las técnicas del dibujo y la pintura. Tanto Malevich como Kandinsky creían estar abriendo las puertas de un nuevo mundo en cuyo umbral se encontraban como los exploradores ante un mar desconocido. Ambos sentían que estaban llevando el arte a un estadio en el que tenía que servir a la transformación de la humanidad; oír que su obra era sobre la materia habría consternado a Kandinsky, que sentía que “nuestra época es un tiempo de colisión trágica entre materia y espíritu”. Malevich declaró que “mi nueva pintura no pertenece sólo a la tierra. La tierra ha sido abandonada como casa”. Malevich vio Cuadrado negro como el símbolo de una nueva religión, y la primera vez que se expuso se colgó cerca del techo, en diagonal entre dos paredes, al modo tradicional de los iconos rusos.
Por lo que hace a la narrativa del desarrollo del arte moderno, el lienzo monocromo parecía ir lo más lejos que éste podía llegar y los críticos de Malevich no dudaron en citarlo como evidencia de la muerte de la pintura. Todo estaba muriendo en 1915, el arte, la pintura, el zarismo. Por su posición ese año tuvo que parecer que toda la historia del gigantesco desmantelamiento de la cultura estructural rusa tenía que deshacerse a su vez y la pintura regresar a sus funciones narrativas tradicionales. Marx jamás imaginó que una revolución comunista pudiera tener lugar en Rusia y nadie lo pensaba dos años antes de 1917 cuando Malevich había sido el primero en destruir las estructuras de las viejas disciplinas académicas. En cierto modo, presagió la revolución.
Es diciembre de 1917. La revolución se ha consumado y Malevich pinta Cuadrado blanco sobre fondo blanco asumiendo de forma definitiva el nuevo mundo que dos años antes había presagiado. El arte se consolidaba en su ideario estético como la nueva religión que pretende ser. Es elegido Jefe del Departamento de Arte y supervisor de las colecciones del Kremlin. Malevich abandona la pintura por la enseñanza en la Escuela de Vitebsk donde Marc Chagall era director. Un año después Chagall se marchaba a Moscú harto de Malevich y poco después a París harto de la Revolución.
Bajo la atenta y brutal mirada de Malevich la Revolución se afianza a nivel artístico bajo el prisma de vanguardia que quería imprimirle. Es un mundo nuevo y desde que accede a la dirección del Museo de la Cultura Artística de Petrogrado cambia por completo la forma de concebir el arte en Rusia. Crea cinco secciones: Formal Teórica, Cultura Material, Experimental y Metodología.
Entretanto, en el París de Entreguerras los artistas tratan de recuperar el pulso a la vida. Los impresionistas rusos como Arkhipov o Korovin dejan paso a un nuevo compatriota que se aleja del brutalismo vanguardista de los primeros momentos de la Revolución. Cuando Chagall llega a París trae consigo una pintura amable, melancólica, plagada de recuerdos del folklore ruso que plasma con la rotundidad estética del último Cézanne y la configuración espacial lírica de la necesidad de narrar. Esto lo aleja definitivamente de Rusia. En el mismo sitio donde pocos años antes Picasso estrechaba la mano de Lenin y Trotski, Chagall observa cómo entra Maiakovsky, poeta entregado a difundir por Europa el éxito de la Revolución.
A pesar de intentarlo, a pesar de compartir una concepción estética cimentada en la creación de imágenes desde el ideario popular, ambos hombres son incapaces de entenderse. Para Maiakovsky la Revolución es una forma de vida permanente, mientras que para Chagall era sólo una transitoriedad irracional. Jamás vuelve a pisar Rusia a diferencia de Maiakovsky, que se suicida en 1930 de un disparo en el corazón.
¿Qué rondó la cabeza del poeta georgiano para tomar esa decisión? Mientras salía de la Closerie des Lilas, otro viejo conocido del lugar, Lenin, sufría las consecuencias del estrés de la Revolución. Su salud se iba resintiendo de manera galopante. Rodchenko, convertido en un verdadero ingeniero estético, observa con estupor cómo el deterioro mental y físico de Lenin es aprovechado por un arribista georgiano de nombre Iosef para dar un vuelco a la política económica. A pesar de ello, su experimentación en el campo de la fotografía y el diseño tiene buena acogida en el ámbito de la propaganda estatal.
Malevich publica un texto en 1920 que resulta fundamental, Dios no ha caído. El Arte, la Iglesia, la Fábrica. Es una reflexión filosófica de gran complejidad donde Malevich ataca de forma descarnada la cultura técnica que ha arrancado al hombre de sus raíces. En esas fechas Maiakovsky escribe sobre el concepto de amor al igual que Malevich y Chagall lo plasman en filosofía y pintura. “La barca del amor se ha estrellado contra la vida cotidiana”, plasma el poeta en unos versos de esos años. En ruso existen diversas palabras para definir el amor según se hable de dios, del sentimiento de pérdida, de su concepción eterna o circunstancial. Tanto Malevich como Maiakovsky emplean términos religiosos al hablar del mismo, como una religación del ser humano con lo eterno.
Los tres empiezan a disentir del rumbo del bolchevismo que preocupa incluso al propio Lenin. Los Constructores de Dios (Bogostroiteli), Gorki entre ellos, argumentan en ese momento que no se puede obviar la necesidad de religión del ser humano. Para ello consideran la necesidad de una religión de lo humano basada en el progreso material al mismo tiempo que espiritual. El marxismo sería la religión definitiva que sustituye al resto.
Estas ideas horrorizan a Lenin y maravillan a Malevich quien considera el arte una forma de liberar a los colores “oprimidos” por las estructuras de la realidad. El Suprematismo se concibe desde esta perspectiva como una creación absoluta al rechazar temas como tales. La pureza de la no representación permite de este modo al pintor, según Malevich, acercarse a la esencia de las cosas. Para él, la revolución de las formas pictóricas constituye la prolongación de las revoluciones económicas y sociales. De ahí que emplee caminos diferentes a los de Chagall e incluso a los de la abstracción de Kandinsky. En Malevich no hay un avance sobre la forma pura sino una deconstrucción de la realidad hasta encontrar el bespredmetnost, el arte infinito.
El misticismo de la pintura de Chagall, no obstante, no es ajeno al misticismo de Malevich. Quizá la nostalgia del mundo de la infancia y la juventud que sentía Chagall ante la Revolución que todo lo cambia es el mismo que el de Malevich en un concepto: la huida. Chagall se aleja físicamente y Malevich emprende una huida hacia delante dentro de los límites de la conceptualización. En sus textos de comienzos de los años 20 Malevich habla de la Vida como elemento motor de la realidad, siendo el pensamiento lo que otorga validez a la misma. Pero ese pensamiento no puede tener forma porque es múltiple y por tanto el arte no debe constreñirse a lo que está muerto (la forma ya definida) sino a lo que está vivo (la forma por definir). Es una búsqueda de un tiempo anterior, como el marxismo debía constituir, según esta corriente, una regresión a un estado previo a la formulación de las estructuras sociales y económicas. La Revolución de Malevich es un mundo nuevo no porque se proyecte en el futuro, sino porque vuelve hacia un pasado tan antiguo que nunca se ha dado, el instante antes de la existencia de los males presentes.
“La vida y el infinito –escribe- radican en el hecho de que no puede representarse nada, pues todo lo que es representable es igualmente incomprensible como todo en su infinito”. Como una reminiscencia de Spinoza, Malevich establece que toda delimitación de un objeto como tema del arte estaría dejando fuera la realidad misma que es múltiple e infinita.
Su concepción misticista sin embargo iba a chocar de lleno con el creciente Constructivismo. El Manifiesto Realista de Naum Gabo y Antoine Pevsner en 1920 traslada las experimentaciones estéticas de Malevich al terreno de lo real. Tanto Tatlin como los hermanos Pevsner anteponen precisamente el carácter técnico del arte como medio para resolver la búsqueda del movimiento, de lo cinético. Se encuentran diametralmente en el lado opuesto a Malevich. A pesar de ello, vieron como sus apoyos iban decayendo al mismo ritmo que la salud de Lenin.
Es el 21 de enero de 1924 y Vladimir Ilich muere de una sífilis contraída en sus años parisinos. Aquellos años de París habían fermentado en la cabeza de Lenin y Trotski una revolución que comenzaba a agonizar con el ascenso de alguien que jamás salió ni saldría de territorio soviético. Esa revolución les había llevado a la amistad con Malevich, fiel a sus ideales políticos y estéticos. Cuando la revolución se disuelva con la expulsión, persecución y asesinato de Trotksi y la instauración del autoritarismo de Stalin, el arte ruso dejaría también de ser revolucionario. La utopía estética y política daría paso a la distopía de los planes quinquenales, al realismo socialista y al culto a la imagen del líder. No es casualidad que hasta 1962, muerto Stalin y gobernando un crítico como Jrushchov se le dedicara una gran exposición a Malevich para recordar su utopía estética. Esa utopía que todos llevamos dentro.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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