Las grandes películas, las que merece la pena ver, las que marcan tu vida de un modo u otro son las películas que, una vez disfrutadas, te mueven por dentro; quiero decir que, suscitan en el alma un sentimiento, sea cual sea éste. En mi vida procuro rehuir de las películas que no me aportan nada, ni tan siquiera por el mero hecho de “estar un rato entretenido”. No se crean, no es cuestión de “esnobismo” o “pseudointelectualismo”. Es, sencillamente, que considero un pérdida de tiempo ver durante una hora y media como dos tipos hipermusculados conducen de modo temerario mientras “se zurran la badana” con el malo de turno. (No pienso en alguna película en especial, no saquen conclusiones injustas…). A un servidor, personalmente, no le aportan nada. Y he llegado a una edad en la que estoy comenzando a procurar que todo lo que llegue a mi vida: lecturas, películas, conversaciones… me aporten algo. Llámenlo como les plazca, pero es algo que me ronda la cabeza desde hace ya algún tiempo.
Dicho lo cual, hay veces en las que confundimos superproducciones cinematográficas con “malas películas” y nada más lejos de la realidad. No existe una fórmula matemática que asegure que una producción, por el mero hecho de ser “cine independiente” tenga una mayor calidad que una producida por alguno de los grandes estudios hollywoodienses. Y he aquí que es donde queríamos llegar, puesto que la película que nos ocupa en esta ocasión aúna ambas cosas: es una gran superproducción de Hollywood y es una gran película. Recomendable más si cabe estos días, en los que tendremos el gusto de disfrutar de auténticas obras de arte que recrearán la historia de la Pasión de Jesucristo. Y recomendable más aún puesto que algunos cines de nuestro país la repondrán el Sábado Santo y el Domingo de Resurrección. Puesto que la historia que nos ocupa trata de eso, de la pasión, caída en desgracia y redención de un judío contemporáneo a Jesucristo; les invito a adentrarse en la historia de Judá Ben-Hur.
En 1959 se estrenó la gran apuesta de la Metro Goldwyn Mayer para ese año: la historia de Judá Ben-Hur, un judío que, después de muchos años, vuelve a encontrarse con su amigo Mesala, que se ha convertido en pieza clave de la estabilidad que pretende imponer Roma en la provincia de Judea. En ese reencuentro, Mesala pedirá a Ben-Hur (Charlton Heston) que colabore con él, convirtiéndose en un delator de los enemigos de Roma, petición que el protagonista desechará. La venganza de Mesala será terrible, un trágico suceso acaba con Ben-Hur condenado a galeras, donde irá mascando durante años su rencor y planeando venganza contra su otrora amigo. Tras su escapatoria y ausencia, Ben-Hur descubrirá que su madre y hermana también han sido víctimas del rencor de Mesala, y clamará justicia por su propia mano en una carrera de cuadrigas. El encuentro mientras toda esta historia sucede con Jesucristo marcará la vida de Judá Ben-Hur para siempre.
El encargado de llevar a la gran pantalla una historia tan antigua como la vida misma: amor, muerte, traición, orgullo y venganza… fue ni más ni menos el gran William Wyler, que dio un paso al frente aceptando la dirección de un film épico tanto por las cifras que se manejaron (costó alrededor de quince millones de dólares) como por todo lo que se generó alrededor del film: unos quince mil extras en total, cien mil trajes para toda la película, cinco años de producción…
La realización de esta película venía a mejorar la notable Ben-Hur que ya había realizado el director Fred Niblo en 1925, con Ramón Novarro como protagonista. Añadiendo espectacularidad, además de sonido y ser rodada en Technicolor y formato panorámico, Wyler logró realizar un mito del Cine. El resultado de tan magna producción no se hizo esperar: su recaudación fue la más abultada de la década de los cincuenta, y la tercera de la historia del Cine en su momento, solo superada por Los Diez Mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood, 1939). Además de estos datos, sería imposible no mencionar los once Oscars que fue capaz de ganar, marcando un hito que fue igualado por la gran Titanic de James Cameron (1997) y la extraordinaria El Señor de los Anillos: el retorno del rey (2003).
Poder disfrutar de las más de tres horas de Ben-Hur es ser capaz de volver a un cine del que ya podemos disfrutar pocas veces: espectáculo sin cesar, pero que no pierde ni un ápice de intimismo en muchas escenas. Es una película hecha para disfrutar por artesanos del Cine como ya pocos quedan. Por poner un ejemplo más que sobresaliente de lo que estoy hablando, para rodar una de las escenas más conocidas de la historia del séptimo arte, la carrera de cuadrigas, se emplearon tres meses para rodar en un circo inspirado en el de Antioquía que tardó un año en construirse, y lleno de unos quince mil figurantes. Ni todos los efectos especiales de esta época lograrían igualar estos magníficos escenarios construidos en Cinecittá (Italia, dónde si no…) y que fueron destruidos tras la finalización del film para que jamás fuesen utilizados de nuevo.
Si a todo esto se le suma la interpretación de Charlton Heston (nunca ha estado este actor tan acertado en un papel en el que muchas veces sobran las palabras y bastan las miradas) para un rol en el que se barajaron los nombres de Rock Hudson o Burt Lancaster, la música excepcional de Miklós Rózsa y el colosalismo de la película; podemos entender que la novela de Lewis Wallace se hiciera inmortal en forma de celuloide. Muy pocas películas actuales pueden presumir de estar hechas con una visión parecida a que Ben-Hur ofrece al espectador; haciendo memoria, quizá El Señor de los Anillos (Peter Jackson) se acerque un poco a este tipo de cine como espectáculo e historia con profundidad a su vez.
Ben-Hur representa como pocas el cine épico en su etapa de máximo esplendor, cuando la televisión no le había ganado la partida como medio preferido de entretenimiento de masas. Ben-Hur es la película por antonomasia de Semana Santa, en la que el protagonista se cruzará por dos veces con ese Salvador que cambiará su vida (al que por cierto jamás se le ve la cara para que los espectadores pudiesen simplemente sentir lo que siente Judá Ben-Hur a través de los matices de su mirada). Ben-Hur es una historia de venganza e ira, pero también de fe en un mundo más necesitado que nunca de ideas que hablen de bondad, redención y esperanza.
Todo esto, que no es poco, resumido en algo más de tres horas de auténtica artesanía cinematográfica como ya no existe. Pocas películas pueden decir que den más y nos puedan retrotraer tanto a nuestra infancia, a sentir el sofá de casa y el sabor dulce de las torrijas un Jueves o Viernes Santo por la tarde. Ben-Hur es parte de nuestra historia. Y como tal debemos tratarla y respetarla. Que la disfruten. Yo siempre lo haré…
Carlos Corredera (@carloscr82)
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