SÁBADO 8 DE NOVIEMBRE

La mayoría de los periodistas de aspecto profesional se pasean de un lado a otro de Nervión Plaza con la acreditación colgada del cuello.

Puntualización: puedo escribir una apreciación tan vaga como “la mayoría” porque gracias a las proyecciones reservadas para la prensa se puede cribar, separar y clasificar a parte de los asistentes al festival. De lo contrario resultaría bastante peregrino deducir de una chepa con aspecto de secuelas de horas sentado en una butaca o de una palidez selenita la categoría del individuo.

¿Qué motivo impulsa a los Periodistas Profesionales a demostrarle al mundo de forma tan ganadera que son Periodistas Profesionales? La policía tiene el deber de enseñar la placa para evitar confusiones, para tranquilizar a la población: no es un chiflado sediento de sangre noqueando a un pobre transeúnte, no señora, es un Agente de la Autoridad, así que circulen. En cambio, la acreditación de prensa le permite a uno recibir un cordial asentimiento de los voluntarios cuando toca Proyección Reservada o Rueda de Prensa.

Y ya.

Nada de camareros de chaqué en patines corriendo de un lado a otro con bandejas rebosando canapés variados, ni cuellos girándose con los reflejos de una anguila de río tailandesa, maravillados ante la presencia de un Profesional. Entonces, ¿para qué?

Tengo la teoría de que los Periodistas Profesionales deambulan de una sala a otra con la acreditación pegada al pecho porque ese trozo de plástico es lo más parecido que un crítico tiene a un uniforme. Los médicos se lucen con sus batas perladas, los mecánicos emergen de entre la grasa y el aceite de motor con sus monos azules y los críticos de cine…bueno, los críticos suelen sentir un apego universal por los jerséis bicolores.

En mi caso, fardar de acreditación me hacía sentir especial el año pasado, cuando los cines del centro me obligaban a peregrinar de un punto a otro del casco histórico, con el vulgo plebeyo preguntándose Quién Será Ese Que Tiene Que Llevar Su Foto Por Delante.

Ahora me veo como un gilipollas integral si paso más de dos minutos con el pase en la mano. No es que haya madurado, como tampoco me habré convertido de la noche a la mañana en un crítico o periodista de verdad; simplemente, la concentración del espacio provoca estos efectos. Al contrario que los canales venecianos, los macro pabellones de San Sebastian o los refugios alpinos de Locarno, aquí, para bien y para lo peor, el entorno es exactamente el mismo que el de una sesión matinal de un domingo cualquiera en Sevilla. Hasta cierto punto, resulta de un colectivismo soviético conmovedor.

FOCO MARTIN ARNOLD (I)

Martin Arnold es austriaco, licenciado en psicología e historia del arte y vanguardista, lo que, previsiblemente, provoca el exilio gradual de la mitad de la sala conforme se suceden los cortos donde el director experimenta con la manipulación rítmica del fotograma hasta límites musicales. Literalmente. Una escena de Matar a un ruiseñor se transforma en manos de Arnold en una hipnótica descomposición del movimiento por medio de la repetición/remezcla obsesiva de los segundos, los gestos y los sonidos. No esperen narrativa ni lecciones, es un puro ejercicio audiovisual por el que pueden sentir curiosidad, nauseas pre-epilépticas o auténtica admiración, todo en función del interés personal en los mecanismos internos de la imagen y el movimiento. Personalmente, resultan ciertamente aterradoras las piezas donde Arnold descompone hasta la fantasmagoría al mártir felino de la Warner, Tom, para condenarlo a una tortura sin fin fruto de quien sabe qué trauma craneoencefálico propinado por el ratón Jerry, redundando en el alarido de espanto del gato una y otra vez, ahora con la lengua flotando en mitad de la escena desnuda, ahora con los ojos saliéndose de unas órbitas inexistentes. Vale, no es lo más digerible que pueden arriesgarse a colocarse ante las retinas una tarde de sábado, pero esta es una Masterclass, lo pone en el programa y de vez en cuando no viene mal acercarse a escuchar por qué alguien le dedicó tanto tiempo y esfuerzo a un aparente delirio lisérgico.

O a cualquier otro empeño. Etimológicamente hablando, “crítico” necesita de la curiosidad kamikaze, casi infantil, para hacer honor a su nombre.

Etimológicamente hablando, en la sala el gremio lo representamos dos especímenes del Periodismo Altruista.

La herida (Fernando Franco, 2013)

Ejemplo inmediatamente contradictorio a lo de más arriba: como no soy crítico ni me pagan por ello ni aspiro a tal oficio, la idea de juntar siquiera dos frases sobre una obra capaz de golpear este frágil y flacucho intelecto mientras se ensaña con el alma de uno me causa auténtico horror. ¿Quieren ver una película española sin dicciones farfullantes, donde una sola interpretación, la de la inabarcable Marian Álvarez basta para redimir cualquier recelo provocado por cientos de interpretaciones encorsetadas escupidas por series infames de factoría patria, una Marian Álvarez con un talento rematadamente innato para contener y controlar los gestos y los tiempos para, esto es, así es como tiene lugar, crear un personaje (enfermo, desesperado, egoísta, del que apiadarse, del que se huye) en toda su plenitud? ¿Quieren conocer una muestra de un cine con el suficiente buen hacer delante y detrás de las cámaras como para devolver a cualidades como sobriedad, mesura y contemplación sus significados más poderosos y, maldita sea, conmovedores, lejos de la ranciedad y la falsedad con que tantas veces han sido acompañados? Entonces vayan a ver La herida.

DOMINGO 9 DE NOVIEMBRE

Sala Uno. Sigo sin encontrarme con ningún conocido. Qué día más largo. La cola para ver…

TURIST (Ruben Östlund, 2014)

…hace justicia a la expectación en torno a la película, creada no sé muy bien cómo ni cuándo. Las entradas para esta proyección se agotaron días antes del inicio del festival. Los espectadores cuchichean, comentan, cuánta gente, estará bien, he oído hablar de ella. Etc. Durante la espera un hombre con la voz de Carlos Boyero y aspecto de Carlos Boyero rapado me ha preguntado si esta es la cola para entrar a la Sala Uno. Gracias, me responde. ¿Será Carlos Boyero? ¿Se estará tratando de alguna enfermedad? ¿Se ha cortado el pelo para parecer más malvado?

No, no puede ser él.

Ya en la sala, la figura de autoridad de todos los años en materia de Presentaciones y Traducción, un tipo barbudo con chaqueta y vaqueros a lo profesor de sociología, nos anuncia, si, no, el micro no va, si, no, alguien grita que no se le oye, sí, ahora, nos anuncia que el director de la película no ha podido venir al encuentro (murmullo general), pero, a cambio, nos ha preparado una sorpresa única y especial para esta sesión.

Confío en que se trate de algo relacionado con pirotecnia. O al menos un final alternativo exclusivo para este centenar mal contado de pares de ojos que han de labrarse la tierra.

Pues no.

La sorpresa de Ruben Östlund es un vídeo de Ruben Östlund grabado en lo alto de una loma del pueblo natal de Ruben Östlund, donde Ruben Östlund nos señala la casa de sus padres, el colegio al que asistió de pequeño y un espacio intermedio, no muy grande, que identifica como el lugar donde creció Ruben Östlund. Es un tipo majo. Se disculpa por no poder estar ahora mismo en Sevilla, nos muestra la magnífica puesta de sol que está teniendo lugar allá en el horizonte marítimo del pueblo de Ruben Östlund y advierte a la audiencia de la sala de que su película parte de la premisa de que si dos personas están abocadas al divorcio, mejor que lo hagan cuanto antes. “¡Quizás después de verla, usted o la persona que tiene al lado decida por fin tomar esa decisión! Ja-ja.” Un silencio tenso y nervioso se adueña de la sala. Ni a la señora de setentaypocos de mi izquierda ni a la madre de cincuentaypocos de mi derecha les ha hecho ni pizca de gracia. Como las luces se han apagado no puedo ver la reacción de los maridos, pero algo me dice que el ajetreo de las butacas es algo más que la búsqueda de la posición del loto.

Turist, al igual que tantas películas del festival, sugiere más temas de los que está dispuesta a ahondar o, por lo menos, a explotar con más valentía de la que finalmente muestra. Un padre de familia toma las de Villadiego en cuanto una avalancha controlada se extralimita en su furia natural contenida. Esto, claro, provoca el estupor y consiguiente decepción de la madre y los hijos pequeños, aturdidos ante la reacción aparentemente egoísta y desconsiderada del padre, todo músculos para semejante gallina. A partir de este momento asistimos a demostraciones sobre cómo la discusión de una pareja puede contagiar por osmosis a otra, a descripciones más o menos fieles sobre los resentimientos al borde del estallido, asiéndose de raíces mucho más profundas que solo al final de la película se insinuarán de pasada.
Turist es y no es.

Es un retrato de trazo grueso con detalles muy logrados, como la representación del fenómeno casi paranormal del “novio-amigo apoya a otro novio-amigo en lo indefendible porque entre novio-amigos siempre hay que arrimar el hombro”. Tonos pastel digitalizados, limpios, para una película que es cómica pero no comedia, que es ciertamente triste pero no es un drama, que susurra la congoja pero obvia enfrentar a los personajes a siquiera considerar las consecuencias (mucho menos las causas). En definitiva, más ligera, fina y suave de lo que el espectáculo, los rumores y las expectativas previas nos había prometido. Claro que, ¿quién puede culpar al bueno de Ruben Östlund por la versión reducida a este lado de la pantalla de la misma histeria detonante de Turist?

Entretiene, despierta unas cuantas sonrisas y les cuestiona un par de certidumbres que, dicho sea de paso, le sonarán a trilladas a cualquiera con un par de hachazos mal cicatrizados en el pecho, ahí, a la altura del músculo aórtico.

Isaac Reyes