En su Honoris sin Causa: historia de los premios, trofeos y méritos (Cornell University Press), André Gilbert tiene bastante claro que todo comenzó con la muerte, como los especiales de Telecinco y las religiones occidentales. Un grupo de homo sapiens erigen un dolmen mucho mayor para un destacado miembro de la comunidad mientras Gnof el Ignorado acaba pudriéndose en mitad de una meseta malherido tras el día de caza más frustrante de su vida.

Unos pasan al otro mundo provistos de víveres, cartas de recomendación en forma de amuletos y hasta un refugio de piedra en caso de volver y a otros se los come un oso.

Según Gilbert, ese fue más o menos el origen primitivo de la ansiedad del género humano por distinguir a sus semejantes con condecoraciones, distinciones y todo tipo de separaciones abstractas que, en principio, servían para recordar a los que aun merodeaban por este valle de lágrimas que, en otra época, existieron individuos excepcionales que se ganaron a pulso cavar en la roca un túnel de siete metros para colocarles una losa del tamaño de un piano de cola encima.

Lo que quiere decir que por lo menos en aquel entonces el público tenía que deslomarse para demostrar su admiración.

Lo que quiere decir que, una vez más, los parientes de Gnof el Ignorado nos llevan una ventaja social de años luz.

Luego vinieron los Oscar, que son unos premios con la forma de un hombre desnudo sujetando una espada sobre un rollo de película, un tipo con base de metal negro pero bañado en oro, porque el oro sí que tiene valor en sí mismo, no como los billetes de euro o los folios tamaño A3 que lo certifican a uno como inversor mayoritario de Endesa. El oro es prácticamente indestructible, al contrario que la reputación de los ganadores de los premios que vienen empapados en él.

Por ejemplo, Emil Jannings, primer ganador del Oscar a la Mejor Interpretación Masculina en 1928. Con la llegada del cine sonoro le dijeron: “Lo siento, pero tienes un acento inglés que da pena” y se lo ventilaron de Hollywoodland. Emil regresó a la Alemania natal, levantó el brazo derecho con la mano extendida más de la cuenta para ganarse un puesto en la UFA y tras la caída del régimen nazi los aliados, o sea, la sección armada de Hollywood, le prohibió volver a actuar en toda su vida. Tampoco tuvo que sufrir mucho porque se murió de cáncer hepático en 1950, en plena purga cultural a este lado del telón.

Lo que es la vida.

La ceremonia de los Oscar de este año me pilló en una estación de servicio de Almodóvar, Portugal, donde en la tele del comedor estaban emitiendo En Tierra Hostil, que ganó el premio en 2010. El camarero había puesto la película en mute, con subtítulos, por alguna razón, así que todo lo que se escuchaba era la música de fondo que se escurría por el suelo a través de la radio que estaba encendida junto a la caja registradora. La canción era un fado con guitarra eléctrica, así que el tipo con la gorra de John Deere que comía una gelatina marrón de una bandeja de porexpan, la pareja de estudiantes y yo veíamos una versión completamente nueva de la ganadora del Oscar a mejor película en 2010, que fue muy importante porque se trataba de la primera directora de cine en recibirlo y además era la ex de James Cameron y bueno, ¿a quién le importa la película en sí? A los que estamos en el área de servicio de Almodóvar nos importa.

A los que estaban en aquel momento retransmitiendo la ceremonia por la radio, no.

Porque a eso me puse nada más atravesar la frontera con España, a escuchar la retransmisión en directo de los premios por las tres únicas emisoras que lo daban: Radio Nacional, Cadena Ser y Ondacero. Ahí estaban las tres principales estaciones del país, con su cuadrilla de locutores ejercitando ese músculo escondido pero muy bien moldeado de hablar de casi todo menos de lo que se supone es el tema central de los premios: el cine.

En la Cadena Ser reapareció el grupo habitual de narración en vivo de los Globos de Oro, a los que no voy a poner nombre porque entiendo que existen en un universo adimensional donde continúan narrando otros acontecimientos con el mismo tono de peluquería de señoras según el imaginario de las peluquerías de señora. Hay una moderadora que no consigue controlar los comentarios exaltados de las otras tres voces, que no dejan de emplear términos que no entiendo como classy y otros que sí entiendo pero que me dan un poco lo mismo, como selfie.

Por alguna razón todas estas palabras tienen la bendita cualidad de sonar relamidas y horteras.

El ente multifónico de la Cadena Ser comenta los vestidos, comenta los gestos de las caras intoxicadas de botox de los actores cuando Ellen DeGeneres lanza una suave y almohadillada puya sobre esta o aquella película, comentan los agradecimientos, comentan las anécdotas de producción de alguna película y comentan la cantidad de retweets y favoritos que va a tener la foto que Ellen DeGeneres se ha tomado con todos los actores, que sonríen encantados a pesar de que la gente que decidió contratarlos para la película que protagonizaron y que no va a ganar se está bajando los pantalones para defecar en sus ancestros.

Cuando un montón de gente sonríe en mitad de tanta tensión flotando en cada partícula de aire de la estancia, uno no puede dejar de tener la impresión de que la demencia se les ha clavado directamente ya en el cerebro y de un momento a otro va a comenzar la masacre.

Bueno.

En Radio Nacional parece que se lo toman un poco más en serio y emiten pequeñas fichas de las películas nominadas. Además, se agradece que el ente multifónico de la emisora pública no se desboque en su afán por ver quién suelta el comentario más mordaz e ingenioso sobre una gala que, ya lo sabemos, es aburrida y, sin embargo, todo el mundo la ve, todo el mundo la sintoniza, todo el mundo verá un fragmento u otro.

Eso sí que es de investigación antropológica.

Todos los años el comentario permanente es que la gala de los Goya, de los Oscar, de la EFA, de los Globos de Oro, que todas esas ceremonias de la industria para la industria son un coñazo del tamaño de la Catedral de Burgos. ¿Y qué va a ser si no? Un grupo de profesionales se reúne para darse premios a sí mismos según su criterio y, entre medias, aparece gente bailando, gente cantando, gente haciendo chistes que dañarán el amor propio de los presentes lo justo como para que a la gente que está escuchando o viendo la ceremonia no caiga demasiado en la cuenta de que, en el fondo, todo esto importa bien poco.

Salvo a la gente a la que le importa, claro.

¿A quién le importan los Oscar?

En Ondacero debieron suponer que a su audiencia le interesaba saber quien coleccionaba más estatuillas, si Gravity o 12 años de esclavitud, que es, a fin de cuentas, lo que también interesaba sobremanera a la entidad adimensional de la Cadena Ser. La voz femenina prácticamente se indignaba cada vez que una nominación de la película de Alfonso Cuarón se iba de vacío.

Bueno.

Sin embargo, en la emisora del señor Lara ni siquiera sacaron a su entidad de emergencia, supongo que porque no tienen. Por eso le encasquetaron la retransmisión al programa de esa franja horaria, o sea, al equipo de La Rosa de los Vientos y luego al de No son horas, con José Luís Salas, quien esencialmente se dedicó a lo que se dedican los programas informativos de Ondacero, a comentar la actualidad con sorna y cierto desprecio cínico.

La segunda opinión colectiva de los entes multifónicos de esa noche en las tres emisoras era que La Gran Belleza es un puto muermo de narices. Al parecer, la película de Sorrentino, que acabó llevándose el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, estaba “vacía, pero tiene imágenes muy bonitas y el vestuario de Toni Servillo… ¡Cuidao con esos trajes”.

Para ser una película que trata de la vacuidad de las palabras, los discursos necrosados y anoréxicos de una cultura que ya no se entiende siquiera a sí misma, la ponzoña de la frivolidad encerrada en una galería de autofotos tomadas con un iPad, las fiestas y las ceremonias y el botox, pues tal vez ese vacío de imágenes hermosas no sea precisamente un comentario negativo sobre La Gran Belleza. A pesar del tormento que supone para todas esas voces a las que encargaron comentar la ceremonia enfrentarse a una película donde no existe una trama.

Según Jose Luís Salas, alguien tenía que haberle dado a Paolo Sorrentino una Coca Cola para hacer que pasase algo en la película.

Extraño.

Luego le dieron un premio al actor que nadie se esperaba que recibiese la distinción al mejor actor y poco después colocaron en la catapulta de ventas a la película que todo el mundo se esperaba, que no fue la del premio a mejor director que todo el mundo se esperaba.

Lo cierto es que una ceremonia de los Oscar retransmitida por cinéfilos no hubiese sido mucho mejor. Tan lastimero resulta escuchar cinco horas de infernal parloteo sobre cómo Julia Roberts rechaza elegantemente un trozo de pizza como 300 minutos de gente que ha visto demasiado cine como para no emplear un tono condescendiente con aquellos que tienen aficiones e intereses a los que dedicar la misma pasión.

Además, los cinéfilos no ven los Oscar. Ya se encargarán de recordarle que eso a ellos les da igual.

Me quedé dormido antes siquiera de poder oír quién se hizo con el premio a Mejor Dirección de Fotografía.

Dos días después nada de esto importa y creo que eso es lo realmente hermoso y siniestro de los premios. De cualquier premio.

Que en el fondo sacan a la luz que nada de la radical importancia que se supone que imbuía el ambiente aquella noche tiene valor alguno más allá de sentarse cualquier tarde en una sala, o en su casa, o en un área de servicio de Portugal y ver.

Creo que por eso seguiremos atentos a la próxima entrega de premios del gremio, incluso para despreciar el hecho de la distinción entre profesionales o la catarata de banalidades proferida por cualquier redactor de revista cinematográfica online. Porque (a veces) la experiencia del cine y la literatura y el cine lo aísla a uno frente a algo que no comprende, que preferiría no comprender o que comprende y lo somete a una humildad abrumadora. Porque quizá la vida de los premios tenga sentido mientras logren que lo que importa no importe todo el tiempo.

Contra eso solo puede esperarse el silencio o el ruido. Y no siempre es fácil negarse al apacible calor uterino de una pantalla llena de comentarios.

Isaac Reyes